El Comentarista ataca de nuevo
El Comentarista de la Realidad siempre va buscando y juntando recortes. Recortes de la realidad que le parecen representativos de un momento del conjunto, de la época. Va ordenando los recortes sobre la mesa, tratando de hacer coincidir alguna arista, a los fines de armar un panorama medianamente coherente, llamar la atención sobre algún detalle al parecer irrelevante pero, desde su punto de vista, revelador de algo. Pero escribir sobre el mundo no es tarea sencilla. Es una mesa que se mueve demasiado.
Planeta fútbol
Si hay algo que se puede definir como un contexto invasivo, eso es el fútbol. Hay momentos en que todo es fútbol. Momentos en que se evidencia hasta la exasperación el nacionalismo deportivo que Oscar Varsavsky asignaba al modelo consumista de sociedad. No hace falta decir que se conoce con el nombre de fútbol a eso que antiguamente era sólo un deporte y que se ha convertido en el gran mercado global de la pasión. Un mercado global que genera negocios globales. Mundiales.
En Brasil, por ejemplo, no se podían vender bebidas alcohólicas en los estadios. Una marca de cerveza había firmado un contrato con la FIFA. Como sponsor del Mundial, pagaría 1.900 millones de dólares a la FIFA, una proporción considerable de los 9.000 millones previstos de recaudación. El resto es básicamente por derechos de televisación. La FIFA presionó durante meses al gobierno de Brasil, que se resistía a cambiar la legislación para permitirlo. “Luego de arduas negociaciones”, el gobierno tuvo finalmente que ceder y el Parlamento legisló la excepción. La ley hecha a medida de un interés privado en particular es la raíz etimológica de la palabra privilegio.
¿Capitalismo extorsivo? En ciertos niveles, las más de las veces, se trata meramente de lo que se conoce como economía de mercado. Eso que globaliza la globalización. Un proceso en el que las deudas soberanas suelen cumplir un rol decisivo en el condicionamiento de las decisiones políticas estratégicas. Vaya como un dato curioso el caso de un funcionario entre otros, John Perkins, encargado de persuadir a gobiernos de países emergentes para que acepten préstamos de organismos internacionales y al mismo tiempo señalarles a qué corporaciones debían contratar para canalizar esos préstamos. Escribió un libro sobre las tareas que desempeñó en esas funciones. Lo tituló: Confesiones de un gángster económico. Leerlo permite imaginar el reverso de parte de la historia que nos tocó vivir.
Hablando de deudas
Como a Borges, al Comentarista de la Realidad se le hace cuento que alguna vez tuvo un comienzo la deuda externa argentina, desde la perspectiva de la duración de una vida humana, parece razonable juzgarla “tan eterna como el agua y el aire”. Juzgarla, se la ha juzgado muchas veces, con una idea tan extraña de la Justicia que invariablemente se ha declarado inocentes a los culpables. Y cuando no era posible la absolución, se dejó a las causas dormir el sueño de los justos.
Hasta el límite de la prescripción, como en el caso del blindaje y el megacanje de De la Rúa, Cavallo, Redrado, Prat Gay -prescripción apelada por un fiscal que los considera “una colosal estafa a las finanzas públicas”-, festejados en su momento como la vía rápida a una salvación que derivó en una larga temporada en el infierno. Prescripciones que nunca terminan de alcanzar para el olvido deseado. Que la memoria no prescribe, como la traición a la Patria.
La vocación colonial de los endeudadores seriales sigue manteniéndose intacta aun tras más de una década de desendeudamiento. ¡Una década de síndrome de abstinencia! Una década de letanías, de lamentos, de profecías catastróficas, nostalgias coloniales de cuando “estábamos integrados al mundo”, cuando el endeudamiento que hizo estallar al país no era otra cosa que una muestra de la confiabilidad del país. Pero no era otra cosa que la confiabilidad en los artífices de un despojo planificado, que entregaban un país que entregaban, atado de pies y manos, como una ofrenda al dios Mercado.
Colonialismo not dead
Un colonialismo que, como enseñó Hernández Arregui, vuelve ociosa toda división ideológica entre izquierdas y derechas. Y divide concretamente las aguas entre los que defienden intereses nacionales y los representantes de intereses contradictorios con la Nación, con su Historia y su futuro, porque atentan contra una calidad de vida digna para las mayorías populares. La banalidad de la división entre izquierdas y derechas entre nosotros quedó evidenciada hasta el asco en el trosko-ruralismo de triste y corta memoria.
Durante tanto tiempo la Deuda fue determinante para la vida de los argentinos, usada para imponer planes ruinosos, pero posiblemente nunca antes una proporción tan minúscula amenazó con hacer tanto daño. Cuando pasamos de liberarnos de los buitres del fondo a sufrir el acoso de los fondos buitre.
Hoy, el depositario de la razón imperial vociferada por los grandes diarios es un juez en oscuro maridaje con los Fondos Buitre, devenido incuestionable paladín del capitalismo extorsivo. ¡Extorsión!, se escandalizaron cuando lo dijo la Presidenta. ¿Extorsión? Ehm, ningunearon cuando editorializó el Financial Times, ante la duda de tildarlo como kirchnerista: “Las opciones de pagar a los holdouts, llegar a un acuerdo con ellos, transferir deuda a la ley local y directamente defaultear parecen costosas, humillantes, difíciles o perjudiciales. Peores son las implicancias a largo plazo para las reestructuraciones de deuda”.
Ya Bill Clinton había dicho en 2005 de los fondos buitre: “Su última apuesta es forzar al gobierno argentino a abonar la deuda en mora. Una vez más pagó diez centavos de dólar de la deuda y quiere que los argentinos le paguen el valor nominal”. Qué decir de ahora, que los cuestionamientos al Juez y los apoyos internacionales a la Argentina se suman día a día. Un fallo (del sistema) que ha logrado el extraño mérito de ser visto como abusivo y peligroso por instituciones -que lo que no tienen de piadosas tampoco lo tienen de progresistas- como el FMI y el Council on Foreign Relations (Consejo de Relaciones Exteriores). No faltará el cacerolero espantado que exclame, a la manera de Homero Simpson: “¡El mundo se ha vuelto K!”
Se equivocaba
Se equivocó el poeta loco Ezra Pound. Se equivocaba. Cabe destacarlo: se equivocaba bastante seguido. En uno de sus poemas más famosos, el “Canto XLV”, decía que, con usura, no hay hombre que tenga casa de buena piedra, ni un paraíso pintado en la pared de su iglesia; que con usura ningún cuadro se hace para perdurar o vivir sino para venderlo, y venderlo rápido, entre muchos etcéteras. En definitiva, que nada bueno puede surgir de la usura. Se equivocaba. Es por la usura que queda en evidencia descarnadamente la salvaje puja de intereses, que es la esencia misma de la economía de mercado. Gracias a la usura, el juez Griesa se atreve a reescribir El mercader de Venecia, la equívoca comedia de Shakespeare, para regalarle -o al menos asegurarle por un módico precio- al prestamista Shylock un final feliz que le reconozca la libra de carne que reclamaba. Por la usura se descorre el velo de la codicia que el fetichismo de los mercados enmascara tras las promesas infinitas que propaga la publicidad y se reproducen por todos los medios imaginables. La publicidad, donde campea el pensamiento mágico, ese que lucra con la credulidad de la gente. Y convierte a los mercados de consumo en un espacio imaginario donde la felicidad es instantánea, con sólo comprar -pongamos por caso- una marca determinada de champú. La publicidad, contaminando de intereses corporativos la opinión pública y estructurándola como un mercado más. Y es sabido que en todo mercado la mentira es moneda corriente. Poco puede sorprender entonces que frecuentemente se confunda la libertad de expresión con la libertad de mentir.
Extraño territorio el de la economía
Plagado de cartografías míticas, fabulosas, donde conviven discursos de lo más variados. Un territorio que nos contiene a todos, pero sobre el cual sólo están habilitados a hablar los iniciados. ¿Fetichismo de la mercancía? ¿Fetichismo de la información? ¿Fetichismo de la economía? Enmascaramiento de las relaciones sociales de producción, tanto de los objetos como de los discursos. Aunque sería más preciso hablar de encubrimiento que de enmascaramiento. Que la lógica del mercado es la del encubrimiento sistemático. Ocultamiento del que derivan las opacidades en las cadenas de valor, encubriendo las iniquidades en su interior. Encubrimiento de los abusos de posición dominante y de los plenos poderes con que las corporaciones reinan los mercados. Particularmente en los mercados de consumo, donde el encubrimiento alcanza incluso a ocultar la identidad de los formadores de precios. Naturalizando los aumentos cotidianos al punto de que sólo falta que los anuncien con el pronóstico del clima.
Enmascaramiento, encubrimiento, naturalización, en definitiva, del poder económico. Un poder oculto tras el eufemismo de “la mano invisible del mercado”. Un poder fáctico y, como tal, siempre en contradicción flagrante con las instituciones de la democracia. Como escribió el historiador económico R. H. Tawney en 1931: “La democracia es inestable como sistema político, siempre y cuando se mantenga un sistema político y nada más, en vez de ser, como debe ser, no sólo una forma de gobierno, sino un tipo de sociedad, con un modo de vida congruente. (…) Se trata, en primer lugar, de eliminar decididamente todas las formas de privilegio que favorecen a algunos grupos en detrimento de otros, sea por diferencias de medio ambiente, de educación, o de ingresos pecuniarios. Se trata, en segundo lugar, de la conversión del poder económico, ahora a menudo un tirano irresponsable, en un servidor de la sociedad, trabajando dentro de límites claramente definidos y responsable de sus acciones frente a una autoridad pública”.
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández |
Fuente original: http://www.revistadebate.com.ar/?p=6603