La Iglesia olvida que la familia como sujeto cultural responde a las necesidades de un ámbito social y se transforma junto con él.
Por Walter Ego, de Sputnik.
Regeneración, 6 de junio de 2016.- Era predecible que la Arquidiócesis Primada de México condenaría la iniciativa de reforma constitucional presentada el pasado 17 de mayo por el presidente Enrique Peña Nieto para reconocer el matrimonio entre las personas del mismo sexo.
Era predecible —y testimonio de ello es el más reciente editorial del semanario católico «Desde la fe»—, porque la ‘Archidioecesis Mexicanensis’ sostiene al respecto una postura que parece datar de los días en que la Tierra era plana y la sostenían sobre sus lomos cuatro elefantes trepados al caparazón de una tortuga, una postura en la que además parecen no haber dejado huellas el par de milenios transcurridos desde la crucifixión de un judío barbado que proclamaba la hermandad de todos los seres humanos y cuya prédica iba dirigida por igual a los aceptados y a los excluidos de su tiempo.
El editorial se sostiene sobre premisas cuestionables. En ese sentido valdría la pena conocer en base a qué criterios se puede asegurar «que los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados» o que el matrimonio «sólo puede darse entre un hombre y una mujer». Lo primero es un dogma, lo segundo un argumento falaz. Lo primero se presenta como un concepto inmutable, ajeno al disenso y excusa perfecta para el anatema; lo segundo como una conclusión en apariencia válida que olvida que la familia como sujeto cultural responde a las necesidades de un ámbito social y se transforma junto con él, condicionado por criterios religiosos, jurídicos y económicos que interactúan con desigual fortuna.
De pareja índole es la afirmación de que «ha sido la fe cristiana la que en la cultura occidental ha dado lugar al concepto de persona, su dignidad y su respeto». La vehemencia del alegato, la plausible prédica de amor del catolicismo, no alcanzan a desvanecer, empero, la evidencia histórica de que el Humanismo floreció como movimiento intelectual cuando los pensadores del Medioevo tardío voltearon a los clásicos grecolatinos y redescubrieron el sentido racional de la vida humana extraviado en la oscuridad monástica de la Europa feudal. No se olvidó la fe, pero ésta dejó de ser coto exclusivo de Dios y transitó hacia el ser humano y sus potencialidades creadoras.
A contramano de lo que se afirma en el editorial, «que no es posible que a la Iglesia se le sustraiga de un debate que afecta no sólo a sus fieles», la realidad de un estado laico como México evidencia que no sólo es factible sino hasta deseable. Un eventual diálogo en el que uno de los interlocutores supone que el matrimonio gay afecta «al futuro de la sociedad y a su sano desarrollo» está emponzoñado de inicio por el pócima mortal de los prejuicios, esas que llevan a catalogar de «malsana ideología» toda representación sistémica y cualquier programa de acción en pro del matrimonio igualitario.
La aceptación del matrimonio entre personas del mismo sexo no supone la desaparición de la familia en tanto modelo de relación social, tan sólo su expansión por nuevos cauces. Un enlace tutelado por el dios al que se le reza, una boda en apego a la jurisprudencia civil o la sociedad de convivencia que reconoce la Constitución mexicana resultan formas de alianzas tan válidas como las que pueden establecer dos «evas» o un par de «adanes» sin que ello suponga atentar «contra el fundamento biológico de la diferencia entre sexos». O en todo caso, no más que el celibato que la Iglesia católica impone, en oposición al «fundamento biológico» de la libido, a quienes se consagran al ministerio pastoral.
Lo que la Iglesia católica defiende con su condena del matrimonio gay va más allá de preceptuar la sexualidad de sus feligreses a los que intenta imponer dos severos códigos de conducta: la monogamia y la indisolubilidad del enlace contraído. En este mundo secularizado, lo que la Iglesia realmente no quiere perder es el bastión último —la familia tradicional, nuclear— en el que se reproduce su fe y los valores que de ella dimanan. Sólo que alguien debiera advertirles a quienes pontifican y condenan que tales valores —responsabilidad, compromiso, honestidad, respeto, entre muchos otros— no son exclusivos ni de un credo ni de un solo tipo de familia.
De ahí que en la defensa a ultranza de un ‘status quo’ rebasado por las mundanas circunstancias del ser humano, el referido editorial se haya prodigado en una serie de torpes argumentaciones, la menor de las cuales no es el cuestionamiento de la pertinencia de la reforma constitucional al artículo cuatro propuesta por Peña Nieto.
«Habiendo tantos problemas que tienen de rodillas al país […], no es posible que el Gobierno de la República ponga como prioridad legislar sobre falsos derechos, que no se sostienen desde una base antropológica», dicen, como si los homosexuales no resultaran sujetos dignos de las «condiciones instrumentales que le permiten a la persona su realización», como si a la historia del catolicismo le fuese ajena esa supuesta anarquía de preferencias, como si más de una vez la Iglesia no hubiese priorizado el silencio oportuno ante los excesos de cualquier césar con la excusa que ahora se quiere olvidar —y que acaso bastaría para zanjar este desencuentro si no se oyera como una salida impertinente— de «a Dios lo que es de Dios».