Una nueva revolución en México, por Jon Lee Anderson

Cansados de la corrupción y de Trump, los votantes aceptan al izquierdista y poco convencional Andrés Manuel López Obrador. Excelente crónica.

Jon Lee Anderson, The New Yorker.

Regeneración, 1 de julio de 2018.  La primera vez que Andrés Manuel López Obrador se presentó como candidato a la presidencia de México en 2006, inspiró tanta devoción entre sus partidarios, que a veces colocaban estampitas en sus bolsillos, con mensajes de esperanza para sus familias. En una época definida por el globalismo, él fue un defensor de la clase trabajadora—y también un crítico del PRI, el partido que ha dominado despiadadamente la política nacional durante gran parte del siglo pasado. En la elección, el fervor de sus votantes evidentemente no fue suficiente; perdió por un pequeño margen. La segunda vez que compitió, en 2012, el entusiasmo fue el mismo, y el resultado, también. Ahora, sin embargo, México está en una crisis—asaltado desde adentro por la corrupción y la violencia de las drogas, y desde afuera por el antagonismo de la administración de Trump. Hay nuevas elecciones presidenciales el 1 de julio, y López Obrador está participando con la promesa de rehacer a México en el espíritu de sus revolucionarios fundadores. Si se puede creer en las encuestas, es casi seguro que gane.

En marzo, el candidato tuvo una reunión con cientos de partidarios, en una sala de conferencias en Culiacán. López Obrador, conocido en todo México como AMLO, es un hombre alto y delgado de sesenta y cuatro años, con un rostro joven y bien afeitado, cabello plateado y un andar holgado. Cuando entró, sus partidarios se pusieron de pie y corearon: “¡Es un honor votar por López Obrador!” Muchos de ellos eran agricultores, con sombreros de paja y botas desgastadas. Los llamó a instalar observadores del partido en los centro de votación para evitar un fraude, pero advirtió en contra la compra de votos, un hábito establecido hace mucho por el PRI. “De eso nos estamos deshaciendo”, dijo. Prometió un “gobierno sobrio y austero—un gobierno sin privilegios”. López Obrador frecuentemente usa “privilegio” como un término de menosprecio, junto con “élite” y, especialmente, “mafia del poder”, como describe a sus enemigos en los círculos políticos y empresariales. “Vamos a bajar los sueldos de los de arriba para aumentar los sueldos de los de abajo”, dijo, y agregó una certeza bíblica: “Todo lo que lo vamos a cumplir”. López Obrador habló con una cálida voz, dejando largas pausas y usando frases simples que la gente común entendería. Tiene una inclinación por rimas y lemas repetidos, y en ocasiones la multitud se unió, como fanáticos en un concierto de pop. Cuando dijo: “No vamos a permitir que la mafia de poder . . . , ” un hombre en la audiencia terminó su frase: “siga robando”. Trabajando juntos, dijo López Obrador, “haremos historia”.

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El actual gobierno mexicano está dirigido por el presidente de centroderecha Enrique Peña Nieto. Su partido, el PRI, ha presentado a López Obrador como un populista radical, en la tradición de Hugo Chávez, y advirtió que él tiene la intención de convertir a México en Venezuela. La administración Trump se ha mostrado preocupada de igual manera. Roberta Jacobson, quien hasta el mes pasado era embajadora de los Estados Unidos en México, me dijo que los altos funcionarios estadounidenses a menudo expresaban preocupación: “Ellos eran catastróficos sobre AMLO, diciendo cosas como ‘Si él gana, sucederá lo peor.”

Irónicamente, su creciente popularidad se la puede atribuir en parte a Donald Trump. A los pocos días de la elección de Trump, los analistas políticos mexicanos predecían que su abierta beligerancia hacia México alentaría una resistencia política. Mentor Tijerina, un encuestador prominente en Monterrey, me dijo en ese tiempo, “la llegada de Trump significa una crisis para México, y esto ayudará a AMLO.” Poco tiempo después de la toma de posesión, López Obrador publicó un libro, con altas ventas, llamado “Oye, Trump” que contenía extractos de duros discursos. En uno, declaró, “Trump y sus asesores hablan de los mexicanos de la misma forma en que Hitler y los nazis se referían a los judíos, justo antes de emprender la infame persecución y el abominable exterminio.”

Funcionarios del gobierno de Peña Nieto advirtieron a sus contrapartes en la Casa Blanca que el comportamiento ofensivo de Trump aumentó la posibilidad de un nuevo gobierno hostil—una amenaza a la seguridad nacional justo al otro lado de la frontera. Si Trump no modulaba su comportamiento, la elección sería un referéndum sobre cuál candidato era el más antiestadounidense. En los EU las advertencias funcionaron. Durante una audiencia en el Senado en abril de 2017, John McCain dijo: “Si las elecciones fueran mañana en México, tendrían probablemente un presidente izquierdista y antiestadounidense”. John Kelly, quien entonces era jefe de Seguridad Nacional, estuvo de acuerdo. “No sería bueno para Estados Unidos—ni para México”, dijo.

En México, comentarios como el de Kelly parecían solo mejorar la posición de López Obrador. “Cada vez que un político estadounidense abre la boca para expresar una opinión negativa sobre un candidato mexicano, esto lo ayuda”, dijo Jacobson. Pero nunca ha estado segura de que Trump tenga la misma visión “apocalíptica” de AMLO. “Hay ciertos rasgos que comparten”, dijo. “El populismo, para empezar”.

Durante la campaña, López Obrador ha criticado al “gobierno faraónico” de México y prometió que, si es elegido, se negará a vivir en Los Pinos, la residencia presidencial. En cambio, lo abrirá al público, como un lugar para que las familias comunes puedan ir y disfrutar.

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Luego de que Jacobson llegó a México, en 2016, ella organizó reuniones con líderes políticos locales. López Obrador la hizo esperar por meses. Finalmente, él la invitó a su casa, en un rincón distante y pasado de moda en la Ciudad de México. “Tuve la impresión de que él hizo esto porque no pensaba que yo iría”, dijo. “Pero le dije, ‘No hay problema, mis hombres de seguridad pueden hacer que eso funcione'”. El equipo de Jacobson siguió sus instrucciones hasta una casa de dos pisos nada excepcional en Tlalpan, un distrito de clase media. “Si parte del plan era mostrarme cuán modestamente él vivía, lo logró”, dijo.

López Obrador fue “amigable y seguro”, dijo, pero desvió muchas de sus preguntas y habló vagamente sobre política. La conversación hizo poco para resolver la cuestión de si él era un radical oportunista o un reformista de principios. “¿Qué deberíamos esperar de él como presidente?”, dijo ella. “Honestamente, mi sentimiento más fuerte sobre él es que no sabemos qué esperar.”

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Esta primavera, cuando López Obrador y su equipo viajaban por el país, me uní a ellos en varios viajes. En la campaña, su estilo es notablemente diferente al de la mayoría de los políticos en el país, que a menudo llegan a las paradas de campaña en helicópteros y se mueven por las calles rodeados de agentes de seguridad. López Obrador vuela en clase económica, y viaja de pueblo en pueblo en una caravana de dos carros, con chóferes que hacen las veces de guardaespaldas sin armas; no tiene otra medida de seguridad establecida, a excepción de esfuerzos inconsistentes de ocultar el nombre del hotel en el cual se hospeda. En la calle, la gente se acerca a él constantemente para pedirle fotos, y los saluda a todos con ecuanimidad, presentando una fachada cálida, ligeramente inescrutable. “AMLO es como una pintura abstracta; uno ve lo que quiere ver en él,” me dijo Luis Miguel González, director editorial del periódico El Economista. Uno de sus gestos característicos durante los discursos es de demostrar afecto abrazándose e inclinándose hacia la multitud.

Jacobson recordó que, después de que Trump fue elegido, López Obrador lamentó: “Los mexicanos nunca elegirán a alguien que no sea un político”. Esto era revelador, ella pensó. “Él es claramente un político,” dijo. “Pero, al igual que Trump, siempre se ha presentado como un externo”. Nació en 1953, en una familia de tenderos en el estado de Tabasco, en un pueblo llamado Tepetitán. Tabasco, en el Golfo de México, y está atravesado por ríos que regularmente inundan sus pueblos; tanto en su clima como en la combatividad de su política local, puede parecerse a Luisiana. Un observador recordó que López Obrador bromeó: “La política es una mezcla perfecta de pasión y razón. ¡Pero soy tabasqueño, cien por ciento pasión!” Su sobrenombre, El Peje, se deriva del pejelagarto—el pez aguja de agua dulce de Tabasco, un pez ancestral y primitivo, con una cara como la de un cocodrilo.

Cuando López Obrador era un niño, su familia se mudó a la capital del estado, Villahermosa. Más tarde, en la Ciudad de México, estudió ciencias políticas y política pública en la UNAM, la principal universidad del país, financiada por el estado, escribiendo su tesis sobre la formación política del estado mexicano en el siglo diecinueve. Se casó con Rocío Beltrán Medina, una estudiante de sociología de Tabasco, y tuvieron tres hijos. Elena Poniatowska, la mujer más respetada del periodismo mexicano, recuerda encontrarse con él cuando era joven. “Él siempre ha estado muy decidido en llegar a la Presidencia,” dijo. “Como una flecha, recta e inquebrantable”.

Para una persona con aspiraciones políticas, el PRI era entonces la única opción seria. Había sido fundado en 1929, para restaurar el país después de la revolución. En los años treinta, el presidente Lázaro Cárdenas lo consolidó como un partido inclusivo de cambio socialista; él nacionalizó la industria petrolera y proporcionó millones de hectáreas de tierras a los pobres y desposeídos. A lo largo de las décadas, la ideología del partido fluctuó, pero su control sobre el poder creció constantemente. Los presidentes eligieron a sus sucesores, en un ritual llamado el dedazo, y el Partido se aseguró de que fueran elegidos.

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López Obrador se unió al PRI después de la universidad, y, en 1976, ayudó a dirigir una campaña exitosa en el Senado para Carlos Pellicer, un poeta que era amigo de Pablo Neruda y Frida Kahlo. López Obrador subió rápidamente; pasó cinco años dirigiendo la oficina de Tabasco del Instituto Nacional Indigenista y luego dirigiendo un departamento del Instituto Nacional del Consumidor en la Ciudad de México. Pero sentía cada vez más que el partido se había desviado de sus raíces. En 1988, se unió a un grupo disidente de izquierda, dirigido por el hijo de Lázaro Cárdenas, que se convirtió en el Partido de la Revolución Democrática. López Obrador se convirtió en el jefe del partido en Tabasco.

En 1994, hizo su primer intento en ser electo, postulándose para gobernador del estado. Perdió ante el candidato del PRI, a quien acusó de haber ganado mediante fraude. Aunque una investigación judicial no condujo a un veredicto, muchos mexicanos creyeron en él; el PRI tiene un largo historial de elecciones fraudulentas. Poco después de las elecciones, un partidario le entregó a López Obrador una caja de recibos, demostrando que el PRI había gastado noventa y cinco millones de dólares en una elección en la que votaron medio millón de personas.

En 2000, fue elegido alcalde de la Ciudad de México, un puesto que le dio un poder considerable, así como visibilidad a nivel nacional. Una vez electo, construyó una reputación como un hombre sencillo y desgreñado; manejaba un viejo Nissan al trabajo, llegaba antes del amanecer y redujo su propio salario. (Cuando murió su esposa, de lupus, en 2003, hubo una gran muestra de simpatía). No era enemigo del combate político. Después de que uno de sus funcionarios fuera grabado aparentemente aceptando un soborno, él argumentó que era una trampa, y distribuyó historietas que lo mostraban luchando contra “fuerzas oscuras”. (El funcionario fue posteriormente absuelto). A veces, López Obrador ignoraba su asamblea y gobernaba por decreto. Pero también demostró ser capaz de comprometerse. Logró crear un fondo de pensiones para residentes de tercera edad, expandir carreteras para aliviar la congestión vehicular e idear un esquema público-privado, con el magnate de las telecomunicaciones Carlos Slim, para restaurar el centro histórico.

Cuando dejó el cargo para prepararse para las elecciones presidenciales de 2006, tenía altos niveles de aprobación y una reputación por lograr las cosas. (También tenía una nueva esposa, una historiadora llamada Beatriz Gutiérrez Müller, y ahora tienen un hijo de once años). López Obrador vio una oportunidad. En las últimas elecciones, el PRI había perdido su largo control del poder, cuando el Partido de Acción Nacional ganó la Presidencia. El PAN, un partido conservador tradicionalista, contaba con el apoyo de la comunidad empresarial, pero su candidato, Felipe Calderón, era una figura poco carismática.

La campaña fue duramente peleada. Los oponentes de López Obrador publicaron anuncios de televisión que lo presentaban como un populista engañoso que representaba “un peligro para México” y mostraban imágenes de miseria humana junto a los retratos de Chávez, Fidel Castro y Evo Morales. Al final, López Obrador perdió por la mitad del uno por ciento de los votos—un margen lo suficientemente cercano como para levantar sospechas de fraude. Negándose a reconocer la victoria de Calderón, encabezó una protesta en la capital, donde sus seguidores detuvieron el tráfico, construyeron carpas y realizaron mítines en el histórico Zócalo y en la avenida Reforma. Un residente recordó sus discursos en “un lenguaje que evocaba a la Revolución Francesa”. En un momento dado, condujo una toma de posesión paralela en la que sus partidarios lo juramentaron como presidente. Las protestas duraron meses, y los residentes de la Ciudad de México se impacientaron; finalmente, López Obrador empacó sus cosas y se fue a casa.

En las elecciones de 2012, ganó un tercio de los votos—no lo suficiente como para derrotar a Peña Nieto, quien devolvió el PRI al poder. Pero el gobierno de Peña Nieto se ha visto empañado por corrupción y escándalos de derechos humanos. Desde que Trump anunció su candidatura con un estallido de retórica antimexicana, Peña Nieto ha tratado de aplacarlo, con resultados embarazosos. Invitó a Trump a México durante su campaña y lo trató como si ya fuera un jefe de estado, solo para que vuelva a los Estados Unidos y le diga a una multitud de seguidores que México “pagará por el muro”.

 

Después de que Trump fue elegido, Peña Nieto designó a su ministro de Relaciones Exteriores, Luis Videgaray, quien es amigo de Jared Kushner, para que el manejo de la relación con la Casa Blanca sea su máxima prioridad. “Peña Nieto ha sido extremadamente complaciente,” me dijo Jorge Guajardo, ex embajador mexicano en China. “No hay nada que Trump siquiera haya insinuado que no cumplirá de inmediato”.

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A principios de marzo, antes de que comenzara oficialmente la campaña de López Obrador, viajamos por el norte de México, donde se concentra la resistencia hacia él. Su base de apoyo se encuentra en el sur más pobre y más agrario, con su población indígena mayoritaria. El norte, cerca de la frontera con Texas, es más conservador, vinculado tanto económica como culturalmente al sur de los Estados Unidos; su tarea allí no era tan diferente de presentarse en la Cámara de Comercio de Houston.

Durante discursos, trató de restar importancia a las acusaciones de sus oponentes, bromeando sobre recibir “oro de Rusia en un submarino” y llamándose a sí mismo “Andrés Manuelovich”. En Delicias, un centro agrícola en Chihuahua, juró no exceder su mandato. “Voy a trabajar dieciséis horas al día en lugar de ocho, así que haré el trabajo de doce años en seis,” dijo. Esta retórica fue respaldada por medidas más pragmáticas. Mientras viajaba por el norte, fue acompañado por Alfonso (Poncho) Romo, un adinerado hombre de negocios de la zona industrial de Monterrey, a quien López Obrador había seleccionado como su futuro jefe de gabinete. Un asesor cercano me dijo: “Poncho es clave para la campaña en el norte. Poncho es el puente.” En Guadalajara, López Obrador le dijo a la audiencia: “Poncho está conmigo para ayudar a convencer a los empresarios a quienes les han dicho que somos como Venezuela, o con los rusos, que queremos expropiar propiedades, y que somos populistas. Pero nada de eso es cierto—este es un gobierno hecho en México.”

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En un almuerzo con empresarios en Culiacán, la capital del estado de Sinaloa, López Obrador probó algunas ideas. “Lo que queremos hacer es llevar a cabo la transformación que este país necesita,” comenzó a decir. “Las cosas no pueden continuar como están”. Habló en un tono conversacional, y la multitud gradualmente parecía ser más comprensiva. “Vamos a terminar con la corrupción, la impunidad y los privilegios de una pequeña élite,” dijo. “Una vez que lo hagamos, los líderes de este país pueden recuperar su autoridad moral y política. Y también limpiaremos la imagen de México en el resto del mundo, porque en este momento, todo por lo que México es conocido es la violencia y la corrupción “.

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López Obrador habló sobre ayudar a los pobres, pero cuando habló de corrupción se enfocó en la clase política. “¡Cinco millones de pesos al mes en pensiones para expresidentes!,” dijo, e hizo una mueca. “Todo eso tiene que terminar.” Señaló que había cientos de aviones y helicópteros presidenciales, y dijo: “Los vamos a vender a Trump”. La audiencia se rió y él agregó: “Utilizaremos el dinero de la venta para la inversión pública, y así fomentar la inversión privada para generar empleo.”

Durante estos primeros eventos, López Obrador estaba ajustando su mensaje a medida que avanzaba. Su estrategia de campaña parecía simple: hacer muchas promesas y negociar cualquier alianza que fuera necesaria para ser elegido. Del mismo modo que prometió a los miembros de su partido que aumentaría los salarios de los trabajadores a expensas de los altos burócratas, prometió a los empresarios no aumentar los impuestos sobre el combustible, medicina o electricidad, y juró que nunca confiscaría propiedades. “No haremos nada que vaya en contra de las libertades,” declaró. Propuso establecer una zona libre de impuestos a lo largo de los treinta kilómetros de la frontera norte y reducir impuestos para compañías, tanto mexicanas como estadounidenses, que instalaron allí fábricas. También ofreció patrocinio del gobierno, prometiendo completar un proyecto de presa sin terminar en Sinaloa y dar subsidios agrícolas. “El término ‘subsidio’ ha sido satanizado,” dijo. “Pero es necesario. En los Estados Unidos lo hacen— hasta un cien por ciento del costo de producción.”

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Culiacán es un antiguo bastión del brutal cártel de Sinaloa, que ha sido instrumental en la inundación de violencia y corrupción relacionada con las drogas, que ha hundido al estado mexicano. Desde 2006, el país ha realizado una “guerra contra las drogas” que ha costado al menos cien mil vidas, aparentemente con muy poco efecto. López Obrador, al igual que sus oponentes, ha luchado por articular una estrategia de seguridad viable.

Después del almuerzo en Culiacán, respondió preguntas, y una mujer se puso de pie para preguntar qué pensaba hacer con el narcotráfico. ¿Consideraría la legalización de las drogas como una solución? Unos meses antes, había dicho, aparentemente sin mucha deliberación, que podría ofrecer una “amnistía” para traer a traficantes y productores de bajo nivel a un empleo legal. Cuando los críticos saltaron por su comentario, sus asesores trataron de desviar las críticas argumentando que, como ninguna de las políticas de la administración actual había funcionado, valía la pena intentar todo. A la mujer en Culiacán, dijo: “Vamos a atacar las causas con programas para jóvenes, nuevas oportunidades de empleo, educación y atendiendo al campo abandonado. No solo vamos a usar la fuerza. Analizaremos todo y exploraremos todas las maneras que nos permitirán lograr la paz. No excluyo nada, ni siquiera la legalización—nada.” La multitud aplaudió, y AMLO se vio aliviado.

 

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Para los contrincantes de López Obrador, su capacidad de inspirar esperanza es preocupante. Enrique Krauze, un historiador y comentarista que a menudo ha criticado a la izquierda, me dijo: “Él llega directamente a las sensibilidades religiosas de la gente. Lo ven como un hombre que salvará a México de todos sus males. Aún más importante, él lo cree también.”

Krauze ha estado preocupado por López Obrador desde 2006. Antes de las elecciones presidenciales de ese año, publicó un ensayo titulado “El Mesías Tropical,” en el que escribió que AMLO tenía un entusiasmo religioso que era “puritano, dogmático, autoritario, inclinado hacia el odio, y sobre todo, redentor.” El último libro de Krauze—”El Pueblo Soy Yo,” trata sobre los peligros del populismo. Él examina las culturas políticas en las actuales Venezuela y Cuba, y también incluye una evaluación mordaz de Donald Trump, a quien se refiere como “Calígula en Twitter.” En el prefacio, escribe sobre López Obrador en un tono de consternación oracular. “Creo que, si gana, utilizará su carisma para prometer el regreso a un orden arcadiano,” dice. “Y con ese poder acumulado, llegado a él gracias a la democracia, corroerá la democracia desde adentro.”

Lo que le preocupaba a Krauze, explicó, era que si el partido de López Obrador ganaba en grande—no solo la Presidencia sino también una mayoría en el Congreso, que según las encuestas es probable—podría cambiar la composición de la Corte Suprema y dominar otras instituciones. También podría ejercer un control más estricto sobre los medios, muchos de los cuales están respaldados por publicidad patrocinada por el estado. “¿Va a arruinar a México?,” preguntó Krauze. “No, pero podría obstruir la democracia de México al eliminar sus contrapesos.”

Hemos tenido un experimento democrático durante los últimos dieciocho años, desde que el PRI perdió el poder por primera vez, en 2000. Es imperfecto, hay mucho que criticar, pero también han habido cambios positivos. Me preocupa que con AMLO este experimento termine.”

Una noche, durante la cena en Culiacán, López Obrador tomó un taco de carne y habló sobre sus antagonistas a la derecha, alternando entre la diversión y la preocupación. Unos días antes, Roberta Jacobson había anunciado que renunciaría como Embajadora, y el gobierno mexicano había respaldado de inmediato a un posible sustituto: Edward Whitacre, ex gerente general de General Motors que resultó ser amigo del magnate Carlos Slim. Este fue un punto complicado para López Obrador. Recientemente había discutido con Slim sobre un plan multimillonario para un nuevo aeropuerto en la Ciudad de México, en el cual Slim estaba involucrado. El plan era una empresa público-privada con el gobierno de Peña Nieto, y López Obrador, alegando corrupción, había prometido detenerlo. (El gobierno niega cualquier acto ilícito). “Esperamos que no signifique que están planeando interferir en mi contra,” dijo López Obrador, de Whitacre y Slim. “Millones de mexicanos se ofenderían por eso”.

Recientemente, el novelista y político peruano Mario Vargas Llosa—que sirve como un oráculo para la derecha latinoamericana—había dicho públicamente que si AMLO era electo sería “un tremendo revés para la democracia en México.” Agregó que esperaba que el país no cometiera “suicidio” el día de las elecciones. Cuando mencioné los comentarios, López Obrador sonrió y dijo que Vargas Llosa estaba en las noticias principalmente por su matrimonio con “una mujer que siempre se había casado por estatus, y siempre estuvo en la revista Hola!.” Se refería a la socialité Isabel Preysler, una ex esposa del cantante Julio Iglesias, por quien Vargas Llosa había abandonado su matrimonio de cincuenta años. López Obrador me preguntó si había visto su respuesta, en la que había llamado a Vargas Llosa un buen escritor y un mal político. “Te das cuenta”, dijo maliciosamente, “no lo llamé un gran escritor.”

 

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El 1 de abril, López Obrador lanzó oficialmente su campaña ante una multitud de varios miles de personas en Ciudad Juárez. En un escenario instalado en una plaza, se paró con su esposa, Beatríz, y varias de sus candidatos para gabinete. “Hemos venido aquí para iniciar nuestra campaña, en el lugar donde comienza nuestra patria”, dijo. El escenario estaba debajo de una gran estatua del venerado líder mexicano del siglo diecinueve Benito Juárez, un héroe reconocido de López Obrador. Juárez, un hombre de origen zapoteca, humilde, que abogó por la causa de los privados de derechos, es una especie de figura de Abraham Lincoln en México, un emblema de honor y persistencia inflexibles. Mirando la estatua, López Obrador dijo que Juárez era “el mejor presidente que México haya tenido.”

En el discurso, López Obrador comparó la administración actual con los déspotas y colonos que habían controlado el país antes de la revolución. Atacó la “deshonestidad colosal” que dijo que había caracterizado las políticas “neoliberales” de los últimos gobiernos de México. “Los líderes del país se han dedicado. . . a concesionar el territorio nacional “, dijo. Con su Presidencia, el gobierno “dejaría de ser una fábrica que produce los nuevos ricos de México”.

López Obrador a menudo habla de admirar a los líderes de los años treinta—incluyendo a Lázaro Cárdenas—y gran parte de su programa social recuerda las iniciativas de aquellos años. En su discurso inicial, dijo que tenía la intención de desarrollar el sur del país, donde la economía agrícola ha sido devastada por importaciones baratas de alimentos estadounidenses. Para hacer esto, propuso plantar millones de árboles para obtener frutos y madera, y construir un tren turístico de alta velocidad que conectaría las playas de la península de Yucatán con las ruinas mayas. Solamente el proyecto de plantación de árboles crearía cuatrocientos mil empleos, pronosticó. Con estas iniciativas, dijo, la gente en el sur podría quedarse en sus pueblos y no tener que viajar al norte por trabajo.

En todo el país, alentaría proyectos de construcción que utilicen herramientas manuales en lugar de maquinaria moderna, con el fin de impulsar la economía en las comunidades rurales. Las pensiones para los ancianos se duplicarían. Habría Internet gratis en las escuelas de México y en sus espacios públicos. A los jóvenes se les garantizarían becas y luego trabajos después de su graduación. Quería “becarios sí, sicarios no.”

Para muchos, especialmente en el sur, estas propuestas son atractivamente simples. Cuando se le pregunta a López Obrador cómo va a pagar por ellos, él tiende a ofrecer una respuesta igualmente seductora. “¡No es un problema!,” dijo en un discurso. “Hay dinero. Lo que hay es corrupción, y vamos a detenerla.” Al deshacerse de la corrupción oficial, él ha calculado que México podría ahorrar el diez por ciento de su presupuesto nacional. La corrupción es un problema importante para López Obrador. Marcelo Ebrard, su principal aliado político, dice que su ética está basada en una “corriente calvinista”, e incluso algunos escépticos se han persuadido de su sinceridad. Cassio Luiselli, hace tiempo diplomático mexicano, me dijo: “No me gusta su estilo autoritario y su estilo de confrontación.” Sin embargo, agregó, “me parece que es un hombre honesto, lo cual es mucho que decir por estas partes ”

López Obrador ha prometido que su primer proyecto de ley al Congreso será el de enmendar un artículo en la constitución que evita que los presidentes mexicanos sean juzgados por corrupción. Esto sería un elemento de disuasión simbólico, pero insuficiente; para erradicar la corrupción, tendría que purgar enormes franjas del gobierno. El año pasado, el ex gobernador de Chihuahua, acusado de malversación de fondos, huyó a los EU, donde evade los esfuerzos de extradición. Más de una docena de actuales y ex gobernadores, se han enfrentado a investigaciones criminales. El fiscal general que dirigió algunas de esas investigaciones fue denunciado por tener un Ferrari registrado a su nombre en una casa desocupada en un estado diferente, y aunque su abogado argumentó que se trataba de un error administrativo, renunció poco después. El ex jefe de la empresa petrolera nacional ha sido acusado de aceptar millones de dólares en sobornos (él lo niega). Peña Nieto, que se presentó como reformador, estuvo involucrado en un escándalo en el que su esposa obtuvo una casa de lujo de un constructor con conexiones con el gobierno; más tarde, su administración fue acusada de usar tecnología para espiar a sus oponentes. Según el reporte del Times, los fiscales se han negado a buscar pruebas contundentes contra funcionarios del PRI, para evitar dañar las posibilidades electorales del partido.

Con cada uno de los principales partidos implicados en la corrupción, los partidarios de López Obrador parecen preocuparse menos por la practicidad de sus ideas que por sus promesas de arreglar un gobierno roto. Emiliano Monge, un destacado novelista y ensayista, dijo: “Esta elección realmente comenzó a dejar de ser política hace unos meses y se volvió emotiva. Es más que nada un referéndum contra la corrupción, en el que, tanto por derecho como por astucia, AMLO se ha presentado a sí mismo como la única alternativa. Y en realidad lo es.”

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Durante meses, el equipo de López Obrador recorrió el país. Al llegar a una pequeña ciudad vacuna llamada Guadalupe Victoria, me dijo que había estado allí veinte veces. Después de un largo día de discursos y reuniones en Sinaloa, cenamos mientras él se preparaba para viajar a Tijuana, donde tenía una agenda similar al día siguiente. Parecía un poco cansado, y le pregunté si estaba planeando un descanso. Él asintió y me dijo que, durante la Pascua, él iría a Palenque, en el sureño estado de Chiapas, donde tenía un ranchito en el bosque. “Voy allí y no salgo otra vez durante tres o cuatro días,” dijo. “Solo miro los árboles.”

En su mayor parte, sin embargo, comunicarse con las multitudes parece energizarlo. En Delicias, le llevó veinte minutos caminar una sola cuadra, mientras los partidarios presionaban por selfies y besos, y sostenían carteles que decían “AMLOve”—uno de los eslóganes de su campaña. La presencia con sus oponentes y los encuentros con los medios le interesan menos. A veces, ha respondido a las preguntas enérgicas de los periodistas con un movimiento de su meñique—en México, un no imperativo. En 2006, se negó a asistir al primer debate presidencial; sus oponentes le dejaron una silla vacía en el escenario.

Hubo tres debates programados para esta temporada de campaña, y estaban diseñados para que AMLO perdiera. Para el 20 de mayo, cuando se realizó el segundo, en Tijuana, las encuestas indicaban que tenía un cuarenta y nueve por ciento de los votos. Su rival más cercano—Ricardo Anaya, un abogado de treinta y nueve años que es el candidato del PAN—tenía el veintiocho por ciento. José Antonio Meade, que había servido como secretario de finanzas y secretario de Relaciones Exteriores bajo Peña Nieto, tenía veintiuno. En último lugar, con el dos por ciento, estaba Jaime Rodríguez Calderón, el gobernador del estado de Nuevo León. Un tipo duro e intemperante conocido como El Bronco, que ha dejado su huella en la campaña al sugerir que a los funcionarios corruptos se les deberían cortar las manos.

Con López Obrador a la cabeza, la estrategia de sus oponentes en el debate era hacerlo ver a la defensiva, y a veces funcionaba. En un momento, Anaya, un hombre pequeño con el pelo cortados a ras, y gafas sin montura, como un emprendedor en tecnología, cruzó el escenario para enfrentar a López Obrador. Al principio, AMLO reaccionó suavemente. Buscó su bolsillo y exclamó: “Voy a cuidar mi cartera”. El ánimo se hizo más ligero. Pero cuando Anaya lo desafió en una de sus iniciativas favoritas, una línea de tren que conecta el Caribe y el Pacífico, estaba tan afligido que llamó a Anaya canalla, un sinvergüenza. Continuó, usando la forma diminutiva del nombre de Anaya para crear una frase que rimaba y se burlaba de su estatura: “Ricky, riquín, canallín”.

Cuando Meade, el candidato del PRI, criticó al partido de López Obrador por votar en contra de un acuerdo comercial, AMLO respondió que el debate no era más que una excusa para atacarlo. “Es obvio, y, diría, comprensible,” dijo. “Estamos liderando por veinticinco puntos en las encuestas.” De lo contrario, apenas se molestó en mirar hacia Meade, excepto para saludar con desdén a él y a Anaya y llamarlos representantes de “la mafia del poder.”

Sin embargo, su ventaja en las encuestas solo creció. Dos días más tarde, en la ciudad turística de Puerto Vallarta, miles de fanáticos rodearon su camioneta, manteniéndola en el lugar hasta que la policía abrió un camino. En redes sociales, circularon videos de simpatizantes inclinándose para besar su auto.

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Desde que perdió las elecciones de 2006, López Obrador se ha presentado como un avatar del cambio. Fundó un nuevo partido, el Movimiento Regeneración Nacional, o Morena, que Duncan Wood, el director del Instituto de México en el Wilson Center, describió como evocador del PRI al principio—-un esfuerzo por atraer a todos los que sentían que México se había descarriado. “Recorrió el país firmando acuerdos con personas,” dijo Wood. “‘¿Quieres ser parte de un cambio? ¿Sí? Entonces firme aquí.’ Morena tiene un número creciente de simpatizantes pero relativamente pocos miembros oficiales; el año pasado, tenía trescientos veinte mil, convirtiéndolo en el cuarto partido más grande del país. Como la campaña de López Obrador se había fortalecido, ha dado la bienvenida a socios que parecen profundamente incompatibles. En diciembre, Morena forjó una coalición con el Partido del Trabajo (PT), un partido con orígenes maoístas; y también se unió al Partido Encuentro Social (PES), un partido cristiano evangélico que se opone al matrimonio entre personas del mismo sexo, la homosexualidad y el aborto. Algunos de sus colaboradores piensan que López Obrador podría romper estos vínculos después de que gane, pero no todos están convencidos. “Lo que más me aterra son sus alianzas políticas,” me dijo Luis Miguel González, de El Economista.

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En un evento, en el pueblo de Gómez Palacio, algunas de estas alianzas chocaron desordenadamente. En un mercado al aire libre a las afueras de la ciudad, partidarios del PT ocuparon una gran área cerca del escenario—un bloque organizado de hombres jóvenes que vestían camisetas rojas y ondeaban banderas con estrellas amarillas. En el escenario con López Obrador estaba el jefe del partido, Alberto “Beto” Anaya. Uno de los miembros del equipo de López Obrador hizo una mueca visible y refunfuñó: “Ese tipo tiene bastantes escándalos de corrupción.” (Anaya niega las acusaciones contra él). Mientras los líderes locales se juntaban, una mujer joven se acercó al micrófono y los abucheos estallaron entre la multitud. El miembro del equipo de AMLO explicó que la mujer era Alma Marina Vitela, una candidata de Morena que anteriormente había estado con el PRI. Los abucheos cobraron fuerza, y Vitela se quedó congelada, mirando a la multitud, aparentemente incapaz de hablar. López Obrador se acercó, la abrazó y tomó el micrófono. “Tenemos que dejar atrás nuestras diferencias y conflictos,” dijo. El abucheo se detuvo rápidamente. “¡La patria es primero!,” gritó, y estallaron los gritos de alegría.

Con los partidarios del PT en la audiencia, el discurso de López Obrador tomó un camino claramente más radical. “Esta fiesta es un instrumento para la lucha del pueblo,” dijo, y agregó: “En la unión está la fuerza”. Continuó, “México producirá todo lo que consume. Dejaremos de comprar en el extranjero.” Después de cada uno de sus puntos, los militantes del PT vitorearon al unísono, y alguien golpeaba un tambor.

Durante la cena de esa noche, hablamos sobre los prospectos de Morena. López Obrador se jactó de que, aunque el partido sigue siendo considerablemente más pequeño que sus rivales, fue capaz de movilizar de manera confiable a sus partidarios. “Hay pocos movimientos en la izquierda en América Latina aún con el poder de poner a la gente en la calle”, dijo.

Hace poco, un prominente líder comunista en la región me había dicho que la izquierda latinoamericana había muerto en gran parte, porque ya casi no había sindicatos. Los sindicatos alguna vez fueron una fuente de poder de la política regional, proporcionando credibilidad y votos; en las últimas décadas, muchos han sucumbido a la corrupción o divisiones internas, o han sido cooptados por los dueños de negocios. López Obrador sonrió cuando lo mencioné. El sindicato de mineros más grande de México había ofrecido recientemente apoyar su campaña. En 2006, el jefe del sindicato, Napoleón Gómez Urrutia, fue acusado de intentar malversar un fondo fiduciario de trabajadores de cincuenta y cinco millones de dólares; él huyó a Canadá, donde obtuvo la ciudadanía y escribió un best-seller sobre sus grandes esfuerzos. En la versión de López Obrador, había sido castigado por enfrentarse a los dueños de las minas. “Son dueños de todo, y tienen la última palabra,” dijo.

Gómez Urrutia fue exonerado en 2014, pero aún sentía que era vulnerable a nuevos cargos si regresaba. López Obrador tomó su causa, ofreciéndole un asiento en el Senado, lo que le daría inmunidad de enjuiciamiento. Los críticos de López Obrador se enfurecieron. “¡Deberías haber visto la indignación!,” dijo. “Realmente me atacaron”. Pero ya se está bajando,” con una mirada burlona dijo: “Les dije que, si los canadienses pensaban que estaba bien, entonces tal vez no era tan malo después de todo.” Moviendo sus ojos, dijo, “Ya sabes, aquí creen para todo que los canadienses son buenos.”

López Obrador me dijo que también tenía el respaldo del sindicato de maestros, y luego se apresuró a aclarar: “El no oficial—no el corrupto.” El gobierno de Peña Nieto había aprobado reformas educativas, y las medidas habían sido impopulares entre los docentes. “Ahora están con nosotros,” dijo, y luego agregó: “El sindicato oficial—corruptos y comprados— también me ha dado su apoyo.” Hizo una mueca. “Este es el tipo de apoyo que uno realmente no necesita, pero en una campaña se necesita apoyo, entonces vamos a seguir adelante, y esperamos encontrar formas de limpiarlos”.

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Unas semanas más tarde, me volví a unir a López Obrador en la carretera de Chihuahua, el estado más grande de México. Al sur de Ciudad Juárez y su cinturón polvoriento de fábricas de bajos salarios, Chihuahua es un pueblo de vaqueros—un lugar abierto, de vastas praderas y montañas boscosas. Durante varios días, condujimos cientos de millas de ida y vuelta por los pastizales.

Este territorio había sido una vez una base para el ejército revolucionario de Pancho Villa en su lucha contra el dictador Porfirio Díaz; el paisaje estaba salpicado de sitios de batallas y ejecuciones masivas. Un día, afuera de un baño de hombres en una parada, López Obrador miró hacia afuera a la llanura, agitó los brazos y dijo: “Villa y sus hombres marcharon por todas estas partes durante años. Pero solo imagínense la diferencia: él y sus hombres cubrieron la mayor parte de estas millas a caballo, mientras nosotros estamos en carros.”

López Obrador ha escrito media docena de libros sobre la historia política de México. Incluso más que la mayoría de los mexicanos, él es consciente de la historia de subyugación del país, y sensible a sus ecos en la retórica de la administración Trump. Cuando nos detuvimos a almorzar en un modesto restaurante en la carretera, habló de la invasión de 1846, conocida en los Estados Unidos como la Guerra México-Americana y en México como la intervención de los Estados Unidos en México. Ese conflicto terminó con la humillante cesión de más de la mitad del territorio de la nación a los Estados Unidos, pero López Obrador vio en ella al menos algunos ejemplos de valor. En un momento durante la guerra, dijo, el oficial Matthew Perry desplegó una gran flota de los EU frente a la costa de Veracruz. “Tenía una superioridad abrumadora y envió un mensaje al comandante de la ciudad para que se rindiera, para así salvar a la ciudad y a su gente,” dijo. “¿Y sabes lo que le dijo el comandante a Perry? ‘Mis bolas son demasiado grandes para caber en tu Capitolio. Comienza.” Y entonces Perry abrió fuego y devastó Veracruz.” López Obrador se rió. “Pero el orgullo se salvó.” Por un momento, reflexionó sobre si la victoria era más importante que un gran gesto, que podría significar la derrota. Finalmente, dijo que creía que el gran gesto era importante—”por el bien de la historia, por ninguna otra cosa”.

Fuimos interrumpidos por miembros de la familia que dirigían el restaurante, pidiendo cortésmente una selfie. Cuando López Obrador se puso de pie para aceptar, dijo: “Este país tiene sus personalidades, ¡pero Donald Trump!” levantó las cejas con incredulidad y, con una sonrisa, golpeó la mesa con ambas manos.

Al principio del mandato de Trump, López Obrador se presentó como un antagonista; junto con sus discursos condenatorios, presentó una denuncia en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en Washington, D.C., en protesta por el muro fronterizo de la administración y su política de inmigración. Cuando le mencioné el muro a él, sonrió con desprecio y dijo: “Si sigue adelante, iremos a las Naciones Unidas para denunciarlo como una violación a los derechos humanos.” Pero agregó que había llegado a comprender, de ver a Trump, que “no era prudente abordarlo directamente.”

En la campaña, generalmente se ha resistido a los grandes gestos. Poco antes del discurso en Gómez Palacio, Trump envió tropas de la Guardia Nacional a la frontera con México. López Obrador sugirió una respuesta casi pacifista: “Organizaremos una manifestación a lo largo de toda la frontera—¡Una protesta política, todos vestidos de blanco!.”

La mayoría de las veces, López Obrador ha ofrecido llamadas por el respeto mutuo. “No descartaremos la posibilidad de convencer a Donald Trump de cuán equivocada ha sido su política exterior, y particularmente su actitud despectiva hacia México,” dijo en Ciudad Juárez. “Ni México ni su gente serán una piñata para ninguna potencia extranjera.” Fuera del escenario, sugirió que era moralmente necesario frenar las tendencias aislacionistas de Trump. “Estados Unidos no puede convertirse en un gueto,” dijo. “Sería un absurdo monumental”. Dijo que esperaba poder negociar una nueva relación con Trump. Cuando expresé escepticismo, él señaló los comentarios fluctuantes de Trump sobre el líder de Corea del Norte, Kim Jong Un: “Muestra que sus posiciones no son irreductibles, privilegia las apariencias”. Detrás de escena, los asesores de López Obrador han contactado con sus contrapartes en la administración de Trump, tratando de establecer relaciones de trabajo.

Una posición más agresiva le daría a López Obrador poca ventaja sobre sus oponentes en la campaña. Cuando le pregunté a Jorge Guajardo, el ex embajador, qué papel tenía Trump en este punto en las elecciones, él dijo: “Cero. Y por una razón muy simple—todos en México se oponen a él por igual.” Sin embargo, en el cargo, podría encontrar que está en su interés presentar una resistencia más enérgica. “Mira lo que les sucedió a esos líderes que de inmediato trataron de estar bien con Trump,” dijo Guajardo. “Macron, Merkel, Peña Nieto y Abe—todos salieron perdiendo. ¡Pero mira a Kim Jong Un! A Trump parece gustarle quienes lo rechazan. Y creo que el mismo escenario se aplicará a Andrés Manuel.”

Durantes eventos en la campaña, López Obrador habla a menudo del mexicanismo—una forma de decir “México primero”. Los observadores de la región dicen que, cuando los intereses de los dos países compitan, es probable que él mire hacia adentro. A menudo las fuerzas armadas y la policía de México han tenido que ser persuadidas para cooperar con los Estados Unidos, y probablemente él estará menos dispuesto a presionarlos. Los EE.UU. presionaron a Peña Nieto, con éxito, para endurecer la frontera sur de México contra el flujo de migrantes centroamericanos. López Obrador ha anunciado que en su lugar moverá la sede de inmigración a Tijuana, en el norte. “Los estadounidenses quieren que la coloquemos en la frontera sur con Guatemala, para que hagamos su trabajo sucio por ellos,” dijo. “No, lo pondremos aquí, para que podamos cuidar de nuestros inmigrantes.” Los funcionarios regionales temen que Trump se esté preparando para retirarse del TLCAN. López Obrador, quien a menudo ha pedido una mayor autosuficiencia, podría estar feliz de dejarlo ir. En el discurso que lanzó su campaña, dijo que esperaba desarrollar el potencial del país para que “ninguna amenaza, ningún muro, ninguna actitud de intimidación por parte de ningún gobierno extranjero, jamás nos impida que seamos felices en nuestra propia patria”.

Incluso si López Obrador se inclina por construir una relación más cercana, las presiones tanto dentro como fuera del país podrían evitarlo. “No se puede ser el presidente de México y tener una relación pragmática con Trump; es una contradicción en los términos,” dijo González. “Hasta ahora, México ha sido predecible, y Trump ha sido el que proporciona las sorpresas. Creo que ahora va a ser AMLO el factor sorpresa.”

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Una mañana en Parral, la ciudad donde murió Pancho Villa, López Obrador y yo desayunamos mientras él se preparaba para un discurso en la plaza. Reconoció que la transformación que Villa había ayudado a realizar había sido sangrienta, pero confiaba en que la transformación que él mismo proponía sería pacífica. “Estoy enviando mensajes de tranquilidad, y voy a seguir haciéndolo,” dijo. “Y, muy aparte de mis diferencias con Trump, lo he tratado con respeto.”

Le dije que muchos mexicanos se preguntaban si había moderado sus primeras creencias radicales. “No,” dijo. “Siempre he pensado de la misma manera. Pero actúo de acuerdo a las circunstancias. Hemos propuesto un cambio ordenado, y nuestra estrategia parece haber funcionado. Ahora hay menos miedo. Se han sumado más personas de clase media, no solo los pobres, y hay gente de negocios también.”

Hay límites a la inclusión de López Obrador. Muchos jóvenes mexicanos metropolitanos desconfían de lo que ven como su falta de entusiasmo por la política de identidad contemporánea. Le pregunté si había sido capaz de cambiar de opinión. “No mucho,” dijo, con total naturalidad. “Mira, en este mundo hay quienes le dan más importancia a la política del momento—identidad, género, ecología, animales. Y hay otro campo, que no es la mayoría, pero que es más importante, que es la lucha por la igualdad de derechos, y ese es el campo al que me suscribo. En el otro campo, se puede pasar la vida criticando, cuestionando y administrando la tragedia sin proponer nunca la transformación del régimen.”

López Obrador a veces dice que quiere ser considerado como un líder de la talla de Benito Juárez. Le pregunté si realmente creía que podía reconstruir el país de una manera tan histórica. “Sí,” respondió. Me miró directamente. “Sí, sí. Vamos a hacer historia, lo tengo claro. Sé que cuando uno es candidato uno a veces dice cosas y hace promesas que no se pueden cumplir—no porque no se quiera, sino por las circunstancias. Pero creo que puedo enfrentar las circunstancias y cumplir esas promesas.”

Este es el mensaje que entusiasma a sus seguidores y preocupa a sus oponentes: una promesa de transformar el país sin quebrarlo. Pensé en un discurso que dio una noche en Ciudad Cuauhtémoc, un pueblo minero descuidado rodeado de montañas. Ciudad Cuauhtémoc estaba alejada de la mayoría de los ciudadanos de México, pero la gente allí sentía las mismas frustraciones con la corrupción y la depredación económica. Según el equipo de López Obrador, el área estaba dominada por cárteles de la droga y la economía era problemática. Un líder local de Morena habló con frustración sobre “compañías mineras extranjeras que explotan los tesoros bajo nuestro suelo.”

La audiencia estaba llena de vaqueros con sombreros y botas; un grupo de mujeres indígenas Tarahumaras estaban a un lado, vistiendo vestidos tradicionales bordados. López Obrador parecía estar en casa, y su discurso tenía más enojo y era menos cauteloso que de costumbre. Prometió a sus oyentes una “revolución radical”, una que les daría el país que querían. “’Radical’ proviene de la palabra ‘raíces'”, dijo. “Y vamos a sacar este régimen corrupto desde las raíces.”

—-FIN—

Este artículo aparece en la edición impresa del número del 25 de junio de 2018, con el titular “México primero.”

*John Lee Anderson, escritor, comenzó a contribuir con la revista en 1998. Es autor de varios libros, entre ellos “The Fall of Bagdad.”

Traducción y revisión: Carla González, Daniel Tovar

Nota del traductor: Las frases entre comillas que fueron dichas en español, han sido traducidas al inglés por el autor del texto original, y traducidas una vez más al español, por lo que el uso de términos específicos puede variar de la realidad.

Texto original:

https://www.newyorker.com/magazine/2018/06/25/a-new-revolution-in-mexico

https://www.newyorker.com/magazine/2018/06/25/a-new-revolution-in-mexico