José María Velasco, pintor de la identidad nacional

José María Velasco es uno de los grandes pintores que vio nacer el siglo XIX, y nadie como él supo plasmar la belleza, serena unas veces, exuberante otras, del paisaje mexicano, otorgándole un lugar preeminente, ya no secundario, dentro de la plástica mexicana.

Con su extraordinaria producción artística, Velasco hizo realidad el sueño de tantos artistas al lograr que la pintura mexicana alcanzara el reconocimiento universal, poniendo a México a la par con Europa en el ámbito cultural.

Velasco
El Valle de México desde el Cerro de Santa Isabel
Óleo sobre tela (1875)

En los lienzos de Velasco no hay rastros de su fe católica ni de sus posiciones políticas. Nunca se ocupó en su trabajo pictórico de la agitada realidad social en la que le tocó vivir. Eran los tiempos de Juárez y Maximiliano, de Lerdo y de Díaz, de las cruentas luchas entre liberales y conservadores; una etapa constante de desencuentros entre las diferentes fuerzas políticas del país. Sin embargo, sus paisajes plasman instantes de tranquilidad de la campiña mexicana en medio de estos tiempos turbulentos que nos transportan a un espacio y un tiempo entrañables: el México del siglo XIX.

Este gran paisajista y desconocido hombre de ciencia mexicano, nace en Temascalcingo, Estado de México, el 6 de julio de 1840. Provenía de una familia próspera y preparada de tejedores, cuyo patriarca, el abuelo Ramón Velasco, ocupó diversos cargos públicos en su pueblo. En 1849 la familia Velasco, conformada por los padres Felipe y Antonia, y por sus dos hijos, Ildefonso y José María, decide trasladarse a la Ciudad de México, naciendo Antonio, el tercero de los hermanos, al año siguiente, mismo año en que la segunda gran epidemia de cólera sacudió a la Ciudad de México, segando más de 10 mil vidas, entre ellas la de don Felipe.

Estudiando en la escuela La Divina Providencia, José María descubrió su gusto por el dibujo, y conforme lo fue ejerciendo se dio cuenta de que ésta era la actividad que más le interesaba en la vida. En 1856, al terminar la escuela primaria, empezó a trabajar de tiempo completo con sus tíos en el negocio de rebozos que tenían en el mercado El Volador; sin embargo, jamás abandonó su intención de dedicar su vida al arte. Es así como un amigo de su tío y un estudiante de la Academia de Bellas Artes —de San Carlos— lo ayudaron llevándolo a esta institución, donde José María ingresó a los cursos nocturnos continuando con su trabajo durante el día. No fue sino hasta 1858 que se dedicó por completo al estudio del arte.

Con todo y que tenía sus días dedicados al trabajo y a sus clases, Velasco siempre encontró el tiempo para estudiar sus otras grandes pasiones: zoología, botánica, geografía y arquitectura. Es así como, al entrar a la Academia, lo hizo trayendo consigo un amplio bagaje de conocimientos científicos que le serían indispensables al momento de plasmar con tanto realismo y detalle la naturaleza en sus cuadros.

Por esos años la Academia de San Carlos estaba pasando por un proceso de reorganización y se buscó contratar en Europa maestros de gran nivel. Entre ellos llegó el italiano Eugenio Landesio, considerado uno de los mejores paisajistas europeos, para impartir las cátedras de pintura de paisaje y perspectiva. Landesio no tardó en descubrir el extraordinario talento de José María para dedicarse al paisaje y, como buen maestro, lo guió para hacer de él un gran pintor. Al sustituir a su maestro en dicha cátedra, Velasco continuó con la práctica del italiano de salir de expedición con sus alumnos al campo para observar directamente la naturaleza y después plasmarla en sus obras.

En 1860 la junta de la Academia convocó a un concurso de paisaje ofreciendo una beca al ganador. Con su Patio del ex convento de San Agustín, José María obtuvo el primer lugar; por lo tanto, se hizo acreedor a la beca. Desde entonces comenzó a pintar del natural, y a sus obras les añadía unas ocasiones episodios históricos y otras escenas cotidianas. Velasco fue cimentando su pintura sobre un dibujo detallado y preciso, con una visión profunda y científica de la naturaleza. Realizó infinidad de estudios a lápiz y bocetos al óleo sobre rocas, ríos, nubes, hojas y árboles.

Nuevos concursos lo llevaron a obtener medallas de plata y diplomas, comenzándose a escribir artículos en el periódico Siglo XIX en donde se elogiaban ya sus dotes como pintor.

La vida urbana, con sus atractivos y paseos públicos, también despertó el interés de Velasco, sabiendo integrar las vistas abiertas de las localidades con el registro costumbrista de la población en sus momentos de diversión. Creó así La Alameda de México, uno de los paseos preferidos de los capitalinos, donde representa a la aristocracia y al pueblo divirtiéndose por igual.

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Velasco
La Alameda de México
Óleo sobre tela (1866)

A lo largo de la segunda mitad del siglo XIX se fue dando la intromisión paulatina del desarrollo tecnológico e industrial en el paisaje mexicano. El México rural se trasformaba, y a las vistas bucólicas se incorporaban otras que incluían fábricas y trenes, emblemas del progreso que llevarían a México a convertirse en una nación moderna. Velasco sería el precursor en el registro de este progreso al plasmarlo en sus lienzos. Así, en su obra El cabrío de San Ángel (1862) representó los altos muros de una fábrica con su enorme chimenea, símbolo de vitalidad y fuerza, sin dejar de lado el elemento local y costumbrista representado por el pastor que guía a sus cabras, y por el maguey, elemento de la identidad geográfica local, ambos todavía símbolos de un México rural que se niega a desaparecer.

El 4 de diciembre de 1864, último día de clases de la Academia, el emperador Maximiliano asistió a la entrega de premios, y en este evento Velasco recibió de manos del emperador una medalla de plata y un diploma por su obra La Caza.

Su producción profesional inició en 1868, al concluir sus estudios en la Academia, y se extendió durante 44 años, en los que llegó a pintar cerca de trescientas pinturas al óleo, además de acuarelas, litografías y pinturas en miniatura.

El México de estos años iba cambiando rápidamente, y los acontecimientos se sucedían unos a otros transformando al país económica, social y políticamente. El imperio de Maximiliano caía, y con él terminaban de forma definitiva las intervenciones extranjeras, lo que le dio a México la oportunidad de encontrar por fin una identidad nacional que en vano había intentado hallar desde la obtención de su independencia.

Al restaurarse la República en 1867, Benito Juárez procedió a la completa reorganización del gobierno, siendo la educación una de las áreas que más cambios importantes experimentó. La Academia de San Carlos cambió su nombre por el de Escuela Nacional de Bellas Artes (ENBA), aunque se le continuó llamando Academia, y uno de los cambios más importantes que sufrió, además de comenzar a depender directamente del gobierno, fue la “sugerencia” de los temas a tratar. Los artistas plásticos debían de tomar como fuente de inspiración los tipos, las costumbres y el paisaje mexicano, así como los personajes y sucesos del pasado prehispánico, plasmándolos con gran realismo, ya que todo ello conformaba las imágenes de la nacionalidad. La idea era crear una conciencia o identidad propia basada en un pasado común del que todos los mexicanos por igual se sintieran orgullosos.

Con su obra, Velasco participó en la conformación de esta conciencia y de este orgullo por ser mexicano al plasmar la belleza de nuestro país, y así como recibió premios de manos de Maximiliano, también los recibió por parte del presidente Benito Juárez.

El 15 de septiembre de 1868 fue nombrado profesor de perspectiva de la Academia y, gracias a los ingresos de este nuevo empleo, Velasco pudo casarse con doña María de la Luz Sánchez Armas, con quien tuvo trece hijos, de los cuales sobrevivieron ocho. Landesio fue su padrino de boda y, como nunca se casó, adoptó a la familia de su alumno como propia.

Velasco acostumbraba acompañar a su esposa a visitar a su madre a la Villa de Guadalupe y aprovechaba esas visitas para hacer algunas excursiones cercanas: subiendo las laderas de los cerros y observando el paisaje desde esos lugares fue como descubrió la belleza del Valle de México, con toda la claridad de su aire y la presencia imponente de los grandes volcanes con sus cumbres nevadas. A partir de entonces comenzó a realizar sus obras de esta zona del territorio nacional, dando rienda suelta a su talento para captar las amplias vistas con toda la luminosidad de la atmósfera y plasmando con gran fineza los detalles.

En 1875 Velasco pintó una de sus obras cumbre: El Valle de México desde el cerro de Santa Isabel, en donde con su extraordinaria capacidad visual captó el Cerro Gordo, el Tepeyac, la Villa de Guadalupe y las calzadas que unen a la Ciudad de México, y al fondo la Sierra del Ajusco y el lago de Texcoco. Con gran maestría captó la transparencia de la atmósfera que permite ver con detalle los elementos de la lejanía, como los volcanes.

En sus obras las figuras humanas siempre serán secundarias. Lo importante para él era la belleza del paisaje nacional visto a través de los ojos de un mexicano. Esa tendencia lo va apartando poco a poco de las características académicas del arte de la segunda mitad de siglo XIX, logrando imprimirle al suyo su propia personalidad y creando obras maestras que le valieron su consagración, tanto en México como en Europa.

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Se dice que ante esta obra, Eugenio Landesio exclamó que no se podía lograr nada más perfecto, y lo hizo merecedor del primer premio en una exposición montada en Filadelfia, Pensylvania, con motivo de la celebración del Centenario de la ciudad, y también de una medalla de plata recibida de manos del presidente Porfirio Díaz. En la Exposición Universal de París de 1878, la obra de Velasco cautivó de tal forma al público y a la crítica, que se le pidió que la repitiera siete veces. Una de ellas fue regalada al Papa León XIII y hasta la fecha permanece en el Vaticano. Ese mismo año Velasco fue nombrado profesor de paisaje de la Academia.

A partir de entonces sus obras sobre el Valle de México se hicieron continuas, captando de manera privilegiada la naturaleza, las vastas extensiones, la luminosidad y la transparencia del valle, muchas veces plasmadas en lienzos de grandes proporciones.

En 1897 realizó otra de sus obras maestras, Cañada de Metlac (El Citlaltépetl), una zona de difícil acceso entre Orizaba y Córdoba, donde aparece el Velasco naturalista y científico, pues realizó con gran detallismo un espléndido estudio de la vegetación. El ferrocarril como tema central constituye la novedad de este cuadro, pues muestra la atracción que sentía por el progreso irrumpiendo en la tranquilidad del paisaje.

Con su obra Catedral de Oaxaca (1887), se ve su interés por revalorizar la arquitectura colonial. Velasco entendía que la identidad de México no sólo se fincaba en su pasado prehispánico, sino también en su pasado colonial; de esta manera, recreando sus monumentos, buscó que el mexicano los viera también como propios y los apreciara. Con gran detalle y precisión captó y plasmó todos los elementos de esta gran catedral barroca, haciendo un manejo magistral de la perspectiva.

Velasco
Catedral de Oaxaca
Óleo sobre tela (1887)

En 1889 Velasco viajó nuevamente a Francia a la Exposición Universal de París (mayo-octubre), encabezando a la delegación mexicana y llevando 60 cuadros suyos. Su obra despertó tal admiración que el gobierno francés le otorgó la condecoración de la Legión de Honor.

La contribución de José María Velasco al arte nacional no sólo se dio en el género del paisaje y en sus panorámicas del Valle de México, también fue un hombre interesado en las ciencias naturales y sociales. Siempre le gustó el estudio de la arquitectura, la antropología, la botánica, la geología y la paleontología. Una serie de estampas dibujadas con todo detalle sobre la evolución de la flora y la fauna terrestre y marina, lo convirtió en una fuente de estudio de la ciencia en México y lo llevó a ser nombrado presidente de la Sociedad Mexicana de Historia Natural en 1881.

En 1903 el arquitecto Antonio Rivas Mercado solicitó la destitución de Velasco de su cargo como profesor de perspectiva y esta actitud, tan carente de sensibilidad y reconocimiento, lo hirió profundamente. Los pequeños paisajes que pintó en esta época reflejan la tristeza de su estado de ánimo, situación que ya nunca pudo superar.

Este gran artista mexicano falleció el 26 de agosto de 1912, aparentemente de angina de pecho, dejando una abundante producción pictórica, toda de primerísima calidad.

Velasco nació para captar y plasmar la belleza del paisaje mexicano con una capacidad visual extraordinaria y una habilidad maravillosa para representar la transparencia del aire del Valle de México, lo que nos lleva a sentir siempre una enorme nostalgia cuando estamos frente a sus cuadros, ante la representación de ese México tan lejano, lleno de luz y transparencia.

Diego Rivera siempre habló de él como el creador de un mundo plástico nuevo, como el Pintor por excelencia. Fue un maestro y ejemplo de generaciones de pintores que tomarían de modelo el paisaje mexicano.

Por Luz Elena Mainero del Castillo
Investigadora del INEHRM