Por ejemplo, Norman Markowitz, articulista del New York Times, al día siguiente de consumado el atraco de la reforma energética de Peña Nieto, agravado con ciertos criterios extremos del PAN, escribía con tristeza no ausente de ironía: “Lázaro Cárdenas, una especie de Abraham Lincoln y de Franklin Roosevelt sumados, para que lo entiendan mejor los estadunidenses, héroe de la Revolución Mexicana que llevó a cabo la nacionalización del petróleo (1938) –que algunos de sus predecesores revolucionarios habían tratado de llevar a cabo pero que retrocedieron ante las amenazas de Estados Unidos, incluida la administración Coolidge, que en la época intervenía en Nicaragua para derrotar al movimiento revolucionario de Augusto Sandino–, sostenía que tal movimiento era parte del ‘complot mexicano-bolchevique’ para nacionalizar las inversiones estadunidenses en la región y apoderarse del Canal de Panamá”.
Añade: “Lázaro Cárdenas tuvo una relación diferente con Roosevelt, quien resistió las demandas de los intereses petroleros de EU que exigían una acción militar contra México. Sobre todo los periódicos de William R. Hearst se opusieron escandalosamente al préstamo del Banco de Importaciones y Exportaciones de Estados Unidos que permitiría al gobierno de México compensar a los inversores estadunidenses por la nacionalización, y abrir el paso al positivo New Deal (Nuevo Trato) en un país pobre con una muy numerosa población. Pero desde 1980 el PRI (y el PAN) siguieron las políticas de Ronald Reagan, que se oponían a cualquier idea de nacionalización y que apoyaban más bien las políticas de privatización, es decir, del desarrollo a través del mercado libre, etcétera, que en la práctica habrían de abrir desmesuradamente la brecha de la desigualdad en México que, entre otros efectos, tendría el de incrementar el éxodo de mexicanos a Estados Unidos. Este efecto habría originado una sonrisa en Hearst, quien hoy, por cierto, hubiera formado parte muy activa del Tea Partyrepublicano, el ala más derechista de los partidos en Estados Unidos”.
La privatización, en ese sentido, significa que los recursos pertenecen a quienes se apoderen de ellos, que son los que se enriquecen dejando sin nada al país. Otro comentarista del New York Times, Joaquín Cuevas, corrige, sin embargo, señalando que el artículo no menciona que en México hay ahora una petición con casi 2 millones de firmas en contra de esa reforma, y que en todos los sondeos aparece que más de 65 por ciento de la población está no sólo contra la privatización y de las reformas estructurales
de Peña Nieto, sino que muestran que la ciudadanía es cada vez más escéptica y desconfiada de que las llamadas reformas estructurales
de Peña puedan originar algún beneficio para la población media, lo que hace difícil creer que las potenciales compañías inversoras puedan pensar que en esta situación su dinero está a salvo.
Peña, acorde con los deseos del gran capital estadunidense, ha esperado el momento oportuno, cumpliéndoles su obsesión de tener acceso al petróleo mexicano, que con esa esperanza han negociado calladamente desde hace tiempo con su gobierno, aprovechando la fama de los funcionarios mexicanos de no resistir a la corrupción. Es decir, nos dice, que otra vez presenciaremos en México una concentración cada vez más salvaje de la riqueza. Parece pues, a corto plazo, que las grandes compañías petroleras han ganado otra vez. Entre tanto, los plutócratas que ya controlan el destino de ese país se regodean pensando en los montones de dólares y euros que terminarán en sus bolsillos. Pero el pueblo de México, al contrario de lo que han repetido los publicistas de la reforma, no participará en absoluto de la riqueza que pueda traer consigo la privatización actual del petróleo
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Debe decirse entonces que el gobierno mexicano comete una equivocación mayor al pensar que la privatización pueda traer consigo una mejoría en las vidas de los pobres. Nunca ha ocurrido así en ningún lado y no ocurrirá en un país como México. Siempre, en todos los países con petróleo, se concentra la riqueza en los pocos y ya ricos inversionistas, ya que su riqueza no tiene otro fin que hacerlos más ricos. Las desigualdades en las economías petroleras privadas sólo aumentan con el paso del tiempo. Pero, además, el petróleo en manos de particulares se traduce invariablemente en ir contra las regulaciones que procuran conservar el ambiente, y se olvidan absolutamente de las inversiones que puedan originar una energía sustentable. Los magnates del petróleo prefieren sus ganancias inmediatas al futuro del planeta. Por otra parte, la apuesta del gobierno mexicano de tratar de que se saque más petróleo de la tierra es una apuesta perdida a largo plazo, ya que cada vez resultará más difícil extraerlo. Es decir, la explotación del petróleo tiene límites al futuro y esto lo saben bien las empresas potencialmente inversoras.
Vemos pues que incluso en la prensa más prestigiada del país del norte surgen dudas fundadas sobre el futuro de bonanza que se ha publicitado sobre las reformas actuales en México, y sobre todo acerca de la energética.
Y la manera en que estamos entregando el futuro, incluso en términos ecológicos.
En México y en otros países, por conocedores intachables, se ha argumentado hasta la saciedad acerca de los aspectos tremendamente negativos de esta reforma, que sólo propiciará más desigualdades en el país y que nos colocará en una situación de presiones incalculables por parte de los empresarios locales y trasnacionales que aspiran a formar parte del elenco de beneficiados por esta nueva oferta de riqueza a los más ricos, de aquí y de allá.
Lo que resulta incomprensible es que nuestros legisladores, cuya función consistiría en tomar decisiones con pleno conocimiento de causa, se hayan volcado en favor de este despojo a la nación mexicana.
La historia conservará una memoria de ellos tan manchada como su carácter y responsabilidad. Y los recordará siempre por ser los artífices principales y cómplices de este enorme despojo a la nación.