Discurso a Cananea
Carlos Pellicer
No he de hablar de la sangre
ni de su prodigioso contenido;
ni del puño cerrado que gobierna
del lado izquierdo el regadío exacto
para que todo el cuerpo se alimente
sin que órganos o músculos carezcan
de cuanto equilibrando necesitan.
No he de hablar de la sangre,
viajera silenciosa,
el invisible y entubado pez,
vivo millón de gotas líquidamente augusto,
disciplinado al ritmo aparatoso
de un pequeño universo,
origen de razón y poesía.
La sangre,
la de los vasos siempre generosos,
la energía circulante a cada instante,
la que hereda zafiros, lodazales,
crepúsculos llorados en recuerdo
de amanecidos truenos militares.
No he de hablar de la sangre,
la aurora injustamente derramada
como el vino que espera al invitado
que va a llegar, pero que no ha llegado
porque un tzentzontle ha muerto en su ventana
cuando él iba a salir…
No he de hablar de la sangre
con que el niño al nacer mancha
su acto de nacimiento.
La sangre oculta en la mirada
del hombre socavón que circula en la mina,
la sangre que suda todos sus minerales.
La sangre oculta en la mirada
del hombre derrotado
en el salón de vidrio de la “justicia” humana.
La sangre oculta en la mirada
del minero dilapidado como riqueza anónima,
razonado por la avaricia,
glóbulo empobrecido
en la arterioesclerosis de la mina.
La sangre oculta en la mirada
del que después de la protesta inútil
—los niños, la mujer, la calandria, y el perro—
regresa al tiro envuelto en sombras miserables,
en trombas minerales,
en laringes de gases
y entre gallos de amanecer
así arrastrados como perros muertos
al rico basurero de la mina.
Dentro del gran oído de la mina
se escucha el ritmo de los hombres
que necesitan ocio y poesía;
hombres fragmentos de escombros,
hombres mendrugos
debajo de la mesa de capital jauría.
Canana, Cananea,
de tus tiros partieron
los primeros alientos de una aurora
que no ha dado la luz que necesito
para decir, de pueblo en pueblo,
que ya no hay tuberculosis producida por hambre
ni banquetes de bodas de ciento diez mil pesos;
que ya no hay grandes puercos
que hocean entre la sangre y la traición
—¿verdad, Señor y Dios mío Jesucristo?—
que así Pérez Jiménez y Trujillo y Somoza y Batista
y Rojas Pinilla y Castillo Armas
—el inefable “azul” de Guatemala—
(¡sean, pues, más bandidos pero menos ridículos!)
me impiden con su estiércol caminar por mi América.
Canana Cananea, ¿imaginas el día
en que venga a decirte a tu oído de cobre,
que no habrá más reuniones con visos de naufragio
en Panamá, donde el primer Roosevelt
cometió el panamá
que dejó sin su brazo glorioso a Colombia?
¿Allá, donde Bolívar llora más aún que en Caracas?
Tu sangre y tu protesta son el árbol que aguarda
su banderín de pájaros,
rodeados girasoles de salud y belleza
poblados de palabras que convengan al hombre.
Canana Cananea,
tu nombre suena a arenas movidas por el agua
en que se baña el día surgido de tu pecho,
joven como el tumulto que agrupa tu escultura
apretada de brazos con que abrazas a México.
Sobre muros que duelen pintó Diego Rivera
la entrada y la salida de la mina.
Chorrean dolor y rabia y vergüenza. Yo vi
pintarlos, cuando el día brotaba de mis manos
y entre huracanes de águilas rompí mi corazón.
Para encumbrar luceros tengo la voz a ti.
Tus noches minerales acarrean relámpagos
que abren en un fulgor las tormentas del mundo.
Llevo la cuenta en túneles de avaricia y cansancio
y en el rayo de sol que de Tabasco tengo,
he de contar un día, cuando vuelva a Tabasco,
lo que pesa el diamante que arrancaste al subsuelo:
huelga de Cananea,
¡alborea! ¡alborea! ¡alborea! ¡alborea!
México, 1956