A los hombres políticos, Leon Tolstoi

Leon Tolstoi*

Á los hombres políticos**

 

The most fatal error ever hoppe-ned in the was the separation of political and ethical science.

Shelley

 

En mi llamada a los trabajadores, he explicado es la idea: que los trabajadores, para librarse del estado de opresión en que se hallan, deben por sí mismos cesar de vivir como viven en la actualidad en lucha contra su prójimo por alcanzar el bien personal y vivir según el principio evangélico: procede con los-demás como los demás quisieras que procediesen contigo.

Este medio que he propuesto ha provocado, como esperaba, los mismos razonamientos, ó mejor dicho, las mismas acusaciones por parte de los hombres de las más encontradas opiniones.

«Es una utopía, no es práctico. Esperar para libertar a los hombres que sufren opresión y violencia, a que todos sean virtuosos, esto equivale a condenarse a la inacción a la vez que se reconocen los males existentes.»

Y yo he querido decir en algunas palabras, el por qué opino que esta idea no es una utopía, al contrario, merece que se fije en ella la atención con preferencia a cualquier otro medio propuesto por los sabios para mejorar el orden social; he querido decírselo a los que francamente desean—no con palabras, sino con actos—servir a su prójimo. A estos es a quienes me dirijo.

 

I

 

Las ideas de la vida social que guían la actividad de los hombres, se modifican, y, con arreglo a esas modificaciones, cambia también el orden de la vida de los hombres. Hubo un tiempo en que el ideal de la vida social era la absoluta libertad animal durante la cual los unos, según sus fuerzas, en el sentido propio y figurado, devoraban a los otros. En seguida vino el tiempo en que el ideal social era el poderío de uno solo, en que los hombres adoraban a los potentados; no sólo voluntariamente, sino con entusiasmo se sometían a ellos: Egipto, Roma, Morituri te sa-lutant.  Después los hombres tuvieron por ideal un arreglo de la vida, durante el cual el poder era admitido, no por sí mismo, sino para regular la vida de los hombres. Las tentativas de realización de semejantes ideales duraron un cierto tiempo: la monarquía universal;  en seguida  la Iglesia universal puestas de acuerdo  guiaron varios Estados. Acto seguido apareció el ideal de la Representación nacional, en seguida el de la República, con el sufragio universal ó restringido. Hoy se estima que este ideal podrá lograrse cuando la organización sea tal que los instrumentos de trabajo cesen de ser de la propiedad privada y sean un bien común a todo el pueblo. Cualquiera que sea la diferencia que esos ideales presentan en la vida para poderse realizar suponen siempre el poder, es decir, la fuerza que obliga a los hombres a respetar las leyes establecidas. Hoy se supone la misma cosa. Se supone que la realización del bien más grande se conseguirá porque los unos (según la doctrina china, los más virtuosos: según la europea los elegidos por el pueblo) reciban el poder, establezcan y sostengan con orden, en el cual estén todos garante de frente a frente de los demás, contra los que atenten al trabajo, a la libertad y a la vida de cada cual. No solamente los hombres que ven en el Estado una condición necesaria de la vida humana,  sino también los revolucionarios y los socialistas, por más que consideren al Estado actual como objeto de ser cambiado,  reconocen hasta el poder, es decir, el derecho y la posibilidad de los unos a forzar a los demás a que acepten leyes establecidas, como condición necesaria del bienestar de la sociedad.

Esto ocurrió así durante la antigüedad y continúa en nuestros días. Pero los hombres obligados por la fuerza a obedecer ciertas órdenes, no siempre las consideran como a las mejores, por ello se sublevan a menudo contra sus dominadores, las derriban y reemplazan las antiguas órdenes por otras nuevas que, con arreglo a su convicción garantizan a los hombres un bien mayor, por su parte gozan de la autoridad menos para el bien común que por su bien personal; de manera que el nuevo poder era como el antiguo y con frecuencia aun más injusto.

También lo era cuando se revolucionaron contra el poder existente y le vencieron. Cuando la victoria quedó de parte del poder existente, entonces éste, para garantirse siguió aumentando los medios de defensa y coartó aún más la libertad de sus súbditos.

Siempre ha sucedido así, en la antigüedad y en los tiempos modernos, y lo mismo sucedió con firme evidencia en nuestro mundo europeo durante todo el siglo XIX. En la primera mitad del citado siglo las revoluciones, en su mayor parte, triunfaron, pero los poderes nuevos que vinieron a reemplazar a los antiguos—Napoleón I, Carlos X, Napoleón III,—no aumentaron la libertad de los ciudadanos, en la segunda mitad, después de 1848, todas las tentativas de revolución fueron suprimidas por los gobiernos y, gracias a las revoluciones antiguas y a las tentativas nuevas, los gobiernos, se defienden cada vez más, y sirviéndose de las invenciones técnicas del siglo pasado que dieron a los hombres un imperio sobre la naturaleza que antes no tenían, aumentan su poder, por más que hacia fines del pasado siglo ese poder ha crecido hasta un grado tal que la lucha del pueblo contra ellos se ha hecho imposible.

Los gobiernos han acaparado en sus manos, no sólo enormes riquezas de las que han despojado a los pueblos, no solamente ejércitos disciplinados reclutados con cuidado, sino también los medios morales de acción sobre las masas: la dirección de la prensa, de la religión, y principalmente, la educación. Y estos medios están tan bien organizados y son tan poderosos que, desde 1848 no ha habido en Europa una sola tentativa feliz de revolución.

 

II

 

Este fenómeno es completamente nuevo y peculiar de nuestro tiempo. Cualquiera que fuese el poder de Nerón, Gengis-Kan, Carlomagno, no podían reprimir las revoluciones en sus reinos, y además se encontraban imposibilitados para guiar la actividad intelectual de sus súbditos, su instrucción, su educación, su religión. Ahora todos los medios están en poder de los gobiernos. No es solamente el sistema Macadam sustituyendo el viejo empedrado de París quien ha hecho imposible las barricadas que se han visto levantar en esta ciudad durante la Revolución. En la última mitad del siglo xix un macadam semejante se encuentra en todas las ramas de la administración pública: la policía pública, el espionaje, la banalidad de la prensa, los ferrocarriles, el telégrafo, el teléfono, las fotografías, las prisiones, las fortalezas, las inmensas riquezas, la educación de las nuevas generaciones, y principalmente el ejército, no son más que macadams en las manos del gobierno.

Todo está tan bien organizado que los gobiernos más insignificantes, los más necios, casi por acción refleja, por instinto de salvaguardia, no toman nunca más que preparativos contra la revolución, y, siempre sin hacer ningún esfuerzo, ahogan las tímidas tentativas de rebelión que los revolucionarios suelen hacer a veces, no logrando con ello otra cosa más que aumentar el poder de los gobiernos.

El único medio con que en la actualidad se puede vencer a los gobiernos es este: que el ejército formado por hombres del pueblo, después de haber comprendido la injusticia, el perjuicio que les hace, dejen de sostenerle.

Pero, bajo este punto de vista, los gobiernos saben que su fuerza principal está en el ejército, y han organizado tan bien el reclutamiento y la disciplina, que ninguna propaganda hecha por el pueblo puede arrancar al ejército de las manos del gobierno. Ni un solo hombre perteneciente al ejército y que esté sumido al hipnotismo, que se llama disciplina, a despecho de toda convicción política, no puede estando en las filas, sustraerse al mando, lo mismo que no puede bajar el párpado cuando le amenazan el ojo. Y, los jóvenes de veinte años, que se recluían para el servicio, educándoles en el espíritu embustero, eclesiástico, ó materialista, y, también patriótico, no pueden negarse a servir, lo mismo que los niños que se envían a la escuela no  pueden negarse a ir. Al entrar esos jóvenes en el servicio, cualesquiera que sean sus convicciones, gracias a la hábil disciplina elaborada por los siglos,  en un año, inevitablemente, serán transformados en instrumentos dóciles del poder. Si se presenta algún caso de negativa al servicio militar, muy raro, uno por cada diez mil, este caso proviene únicamente de los titulados sectarios que proceden así, con arreglo a sus ideas religiosas, ó las que el gobierno no reconoce. De manera que en nuestro tiempo, en nuestro mundo europeo, si el gobierno desea conservar el poder, —y no puede dejar de desearlo puesto que la destrucción del poder sería la pérdida de los gobernantes—no puede organizarse ninguna revolución seria, y si se organizara alguna tentativa de este género, en seguida será suprimida y no tendrá otra consecuencia más que la pérdida de bastantes personas y el aumento del poder del gobierno. Los revolucionarios, los socialistas que se guían por las tradiciones, arrastrados por la lucha convertida» para algunos en profesión, no pueden verlo; pero todos los hombres que juzgan con libertad los acontecimientos históricos, no pueden dejar de notarlo.

III

 

La lucha entre el poder y el pueblo dura desde hace muchos siglos; trajo primero el cambio de un poder por otro, el de éste por un tercero, etc. Desde la mitad del siglo último, en nuestro mundo europeo, el poder de los gobiernos existentes, gracias a los perfeccionamientos técnicos, se ha rodeado de tales medios de defensa que la lucha contra él por la fuerza se ha hecho imposible. Y, a medida que el poder se ha ido haciendo cada vez más fuerte, ha mostrado también cada vez más su inseguridad, la contradicción interior que excita entre el poder bienhechor y la violencia—pues esto es la esencia de todo poder—habiendo crecido la última cada vez más. Resulta evidente que el poder—que para ser bien hecho debería estar en manos de los hombres mejores —se encuentra siempre en manos de los peores, pues los hombres mejores a causa de la esencia del poder en sí, que consiste en el empleo de la violencia para con los demás, no pueden desearle, y por esta razón, no le alcanzan ni le conservan nunca.

Es tan evidente esta contradicción, que parece que todos los hombres deberán verla. Sin embargo, el solemne aparato del poder, el miedo que excita, la inercia de la tradición son tan poderosos que siglos, millares de años, transcurrirán antes que los hombres comprendan su error. Solamente en los últimos tiempos, se ha empezado a comprender—á pesar de toda la solemnidad de que el poder sigue rodeándose—que su esencia consiste en amenazar a los hombres con la privación de la libertad, de la vida, y a poner en práctica estas amenazas; por esta causa, los que como los reyes, los emperadores, los ministros, los jueces, y los demás que consagran toda su vida a esto, sin otro pretexto que el deseo de guardar su situación ventajosa, no solamente no son los mejores hombres, sino que son siempre los peores, y, siéndolo, no pueden ayudar al bien de los hombres con su poder, al contrario han suscitado y suscitarán siempre una de las causas principales de los males de la humanidad. He aquí, por qué el poder que en otras épocas excitaba en el pueblo entusiasmo y adhesión, ahora entre la mayor y mejor parte de los hombres provoca no sólo indiferencia, sino también muy a menudo desprecio y odio. Esta clase de hombres, siendo los más inteligentes, comprende hoy que todo el aparato solemne de que se rodea el poder, no es otra cosa más que la camisa roja y el pantalón de pana con que se viste el verdugo, para distinguirse de los demás prisioneros, puesto que él se encarga de la necesidad más inmoral y más repugnante del suplicio de los hombres.

Y el poder, conociendo la nueva forma de mirar las cosas, que cada vez se extiende más entre el pueblo, en la actualidad no se apoya más que en la potencia espiritual, sobre lo sagrado, sobre la elección; pero no se sostiene más que por la violencia, pues ha perdido y sigue perdiendo la confianza del pueblo. Perdiendo esta confianza se ve forzado a recurrir cada vez más, al acaparamiento de todas las manifestaciones de la vida del pueblo, y gracias a esto provoca un descontento-general aún más grande.

 

IV

 

El poder se ha convertido en inquebrantable, pero ya no se apoya sobre unción, la elección, la representación ú otros principios espirituales; se mantiene por la fuerza, y, al mismo tiempo, el pueblo, cesa de creer en el poder y de respetarle y sólo se somete a el porque no puede hacer otra cosa.

Desde la mitad del siglo último, desde que el poder se hizo inquebrantable y al mismo tiempo perdió en el pueblo su justificación y su prestigio, empezó a aparecer entre los hombres una doctrina que la libertad —no esa libertad fantástica que propagan los partidarios de la violencia afirmando que el hombre está obligado bajo pena de castigo, a ejecutar las órdenes de los demás hombres, y si la sola y verdadera libertad, que consiste en que cada hombre pueda vivir y proceder según su propia razón; pagar ó no los impuestos, entrar ó no en el servicio, estar ó no en buenas ó malas relaciones con el pueblo vecino— que esta libertad sola y verdadera es incompatible con cualquier poder de los hombres sobre los demás.

Según esta doctrina, el poder no es como antes se creía, algo de divino, de augusto, ya no es una condición necesaria para la vida social, sino, simplemente una consecuencia de la violencia grosera de unos sobre otros. Que el poder esté en manos de Luis XVI ó del Comité de salvación pública, del Directorio ó del Consulado, de Napoleón ó de Luis XVI, del Sultán, del Presidente, del Mikado ó de los primeros ministros, en todas partes en donde existe el poder de los unos sobre los otros, no habrá libertad y sí opresión. Por esta causa el poder debe ser destruido.

¿Pero cómo destruirle? ¿Y cómo una vez destruido el poder, arreglarse para que los hombres no vuelvan al estado salvaje de grosera violencia ejercida por unos sobre otros?

 Todos los anarquistas —como se llaman los propagadores de esta doctrina— están completamente de acuerdo sobre la contestación a la primera pregunta, y dicen que el poder, para ser destruido de un modo eficaz, debe ser destruido, no por la fuerza, y sí por la conciencia que tendrán los hombres de su inutilidad y de su peligro. Pero a la segunda pregunta: ¿Cómo debe establecerse la sociedad sin poder? responden de diferentes maneras.

El ingles Godwin, que vivía a fines del siglo XVIII y en los comienzos del XIX, y el francés Proudhon que ‘escribió a mediados del siglo último, respondían a la primera pregunta que bastaba para destruir el poder, que los hombres tu vieran conciencia de que el bien general (Godwin) y la justicia (Proudhon) eran violados por el poder y que si se extendía entre el pueblo la convicción de que el bien general y la justicia pueden realizarse, pero únicamente con la ausencia del poder, éste se destruiría por si mismo.

A la segunda pregunta: ¿cómo sin poder podría garantirse el bien estar de la sociedad? Godwin y Proudhon respondían que los hombres guiados por la conciencia del bien general (Godwin) y por la justicia (Proudhon) encontrarían necesariamente las formas de la vida más razonables, más justas, y más ventajosas para todos.

Otros anarquistas, como Bakounine y Kropotkine, reconocen también como medio de destrucción del poder, la conciencia, entre las masas, del perjuicio que causa y de sus anomalías con el progreso de la humanidad; pero creen, sin embargo, posible y hasta necesaria la revolución a la que aconsejan estén los hombres preparados. A la segunda pregunta, contestan que desde que el Estado y la propiedad queden destruidos, los; hombres se acomodarán con facilidad a las condiciones razonables, libres y ventajosas de la vida.

A la pregunta sobre los medios de destruir el poder, el alemán Max Stirner y el escritor americano Tucker responden  casi lo mismo que los citados anteriormente. Ambos estiman que si uno comprendiese que el interés personal de cada uno, es un guía completamente suficiente y legal para los actos humanos y que el poder no hace más que impedir la manifestación de esos principios directores de la vida humana, el poder se destruiría por si solo, gracias a la no obediencia y principalmente, como ha dicho Tucker, a la no participación en la autoridad. Su contestación a la segunda pregunta, es que los hombres desembarazándose de la creencia supersticiosa sobre la necesidad del poder, no seguirían más que su interés personal, se agruparían entre ellos según las formas más regulares y más ventajosas para cada cual.

Todas estas doctrinas tienen completa razón sobre el punto de que si el poder debe destruirse no ha de ser por la fuerza, puesto que del poder quedaría el podar, y que no puede esperarse ese resultado más que iluminando la conciencia de los hombres, y que los hombres no deben ni obedecerle ni participar de él. Esta verdad es indiscutible. El poder no puede ser destruido más que por la conciencia razonable de los hombres. ¿Pero en qué debe consistir esta conciencia? Los anarquistas suponen que puede basarse en las condiciones relativas al bien general, en la justicia, en el progreso, y en el interés general de los hombres. Pero sin descubrir que todos esos» principios no concuerdan entre sí las mismas definiciones del bien general, la justicia, del progreso, del interés personal son infinitamente variadas; por esto es difícil suponer que los hombres en desacuerdo y comprendiendo de una manera diferente los principios, en nombre de los cuales luchan contra el poder, puedan destruirle cuando está establecido con tanta fuerza y se defiende con tanta habilidad. Y la suposición que las consideraciones del bien general, de la justicia, de la ley del progreso pueden ser suficientes para que los hombres se libren del poder, pero que no tienen ninguna razón para sacrificar el bien personal al bien general, se agrupen en las condiciones equitativas que no coarten la libertad individual, esta suposición es aún menos fundada. En cuanto a la materia utilitaria y egoísta de Max Stirner y de Tucker, que afirma que los procedimientos de cada uno según su interés personal, establecerían aproximaciones equitativas entre todos, no es solamente arbitraria, sino contraria en absoluto a lo que ha pasado y aún pasa en realidad.

De manera que, reconociendo con razón el arma espiritual como único medio de la destrucción del poder, la doctrina del anarquismo, basándose en una concepción no religiosa y materialista del mundo, no posee esta arma espiritual y se limita a suposiciones, a sueños que dan la posibilidad a los defensores de la violencia —gracias a la falsedad de los medios de realización de su doctrina— de negar sus verdaderas bases.

Y esa arma espiritual es conocida por los hombres desde hace mucho tiempo, siempre destruyó el poder y dio a los que la emplearon una libertad tan completa, que nadie se la ha podido quitar. Esta arma —y no hay otra— es la concepción religiosa de la vida en la cual el hombre considera su existencia terrestre como una manifestación parcial de su vida, ligada con la vida infinita, y juzga que la sumisión a estas leyeses más obligatoria para él que la obediencia a cualquiera de las leyes humanas.

No hay más que una concepción religiosa del mundo, uniendo a todos los hombres en la misma concepción de la vida, incompatible con la sumisión y la participación del poder, que puede destruirse y efectivamente serlo.

Y semejante concepción del mundo, puede sólo dar a los hombres la posibilidad hasta sin participar del poder, de encontrar las formas razonables y equitativas de la vida.

Y, cosa asombrosa, después de haber sido guiados por la vida misma a la convicción que el poder existente es inquebrantable y, en nuestro tiempo, no puede ser destruido más que por la fuerza, los hombres han comprendido—pero solamente entonces —esta verdad evidente hasta el ridículo, que el poder y todo el mal que hace no son más que consecuencias de su mala vida, y he aquí por qué es necesario que los hombres hagan buena vida para destruir el poder y el mal que éste hace.

Los hombres han empezado a comprenderlo, y ahora es preciso que aun lo comprendan que no hay más que un medio de realizar bien la vida humana; profesar y cumplir la doctrina religiosa accesible a la mayoría de los hombres. Y solamente será cuando profesen y cumplan esta doctrina religiosa como podrán alcanzar el ideal que ha nacido ahora en su conciencia y al cual aspiran.

Todas las restantes tentativas de destrucción del poder y de una buena organización de la vida de los hombres sin el poder, no será más que un gasto inútil de fuerzas, no acercando sino alejando a la humanidad del fin a que tiende.

 

V

 

He aquí lo que yo quería decir a vosotros a los hombres sinceros, que no estáis conformes con la vida egoísta y deseáis consagrar todas vuestras fuerzas al servicio de vuestros hermanos. Si tomáis parte ó deseáis tomar parte, en el arte de gobernar, y por este medio servir al pueblo, reflexionad en lo que es cada gobierno que se sostiene por el poder. Después de esto, no podéis dejar de ver que no hay ni un solo gobierno que no cometa ó no se prepare a cometer determinados actos, apoyándose en la violencia, el pillaje y la matanza.

Un escritor americano poco conocido Thoreau en una obra “Por qué el hombre no debe obedecer al gobierno” refiere como él se ha negado a pagar un dólar de impuesto, dando como razón que no quería, con ese dólar, participar en las obras de un gobierno que permite la esclavitud de los negros. ¿Los ciudadanos —no hablo de Rusia, sino de países más avanzados; de la América del Norte con sus actos de Cuba, Filipinas, su conducta para con los negros y la expulsión de los chinos: Inglaterra, con el opio, y los Boers, ó Francia con sus horrores de militarismo— no deben y no pueden guardar la misma actitud con su gobierno?

He aquí, por qué un hombre sincero que desee servir a los hombres, si seriamente se ha dado cuenta de lo que es cada gobierno no puede participar de otra manera más que basándose en el principio «El fin justifica los medios.»

Pero una actividad semejante siempre fue perjudicial a los que la emprendieron y a quienes iba dirigida.

La cuestión es muy sencilla. Al someteros al gobierno y gozando de sus leyes, deseáis alcanzar el mayor grado de libertad posible y los mayores derechos para el pueblo. Pero la libertad y los derechos del pueblo están en razón inversa del poder del gobierno y en general, de las clases dominantes. Cuanta más libertad y derechos tenga el pueblo, menos será el poder y las ventajas de los que gobiernan. Los gobiernos lo saben y teniendo el poder en las manos, admiten voluntariamente, las charlatanerías liberales de todas clases, y hasta algunas medidas liberales insignificantes que justifiquen su poder, y contener en el acto, por la fuerza, toda tentativa liberal que no sólo amenace las ventajas de los gobiernos, sino, su existencia. De manera que todos los esfuerzos de servir al pueblo por el poder administrativo ó el parlamento, os conducen únicamente al resultado de aumentar con vuestra actividad el poder de las clases dominantes y consciente ó inconscientemente participáis de ella. Hay hombres que hasta desean servir al pueblo por medio de las instituciones existentes.

Si vosotros sois de esas personas sinceras que quieren servir al pueblo por medio de la actividad revolucionaria socialista, sin hablar de la insuficiencia de este fin, del bienestar material que nunca satisface a nadie, reflexionar sobre los medios de que disponéis para lograrlo. Esos medios son: primero y principal, inmorales, por que contienen la mentira, el engaño, la violencia y las matanzas y, segundo, en ningún caso alcanzarán su objeto.

La fuerza y la prudencia de los gobiernos que defienden su vida, son en la actualidad tan grandes que ninguna astucia, engaño, crueldad, no sólo no podrán derribarles, sino quebrantarles. Actualmente toda tentativa   de   revolución   no reporta más que una nueva justificación de la violencia de los gobiernos y aumenta su poderío. ¿Aun admitiendo lo que es hasta imposible; que en nuestro tiempo la revolución sea coronada por el éxito primeramente, porque pensar que, en contrarío a todo lo que fue siempre, el poder que destruiría el poder aumentaría la libertad de los hombres y sería más benéfico que el que hubiese sido destruido? Segundo si en contra del buen sentido y de la experiencia, fuese posible admitir que el poder que destruya al poder diese a los hombres la libertad de establecer las condiciones de la vida que juzgan más útiles para ellos, no hay ningún motivo para pensar que los hombres que viven la vida egoísta establecerían entre ellos mejores condiciones que antes.

Que el rey de Dahomey dé la constitución, hasta la más liberal que pueda existir y hasta que también realice la nacionalización de los instrumentos de trabajo que, según los socialistas, salvará a los hombres de todos los males, alguien deberá tener el poder para vigilar que esas condiciones se cumplan, y que los instrumentos de trabajo no caigan bajo el dominio de particulares. Y como esos hombres serán dahomeyanos, con su concepción del mundo, entonces, evidentemente, bajo una forma ú otra, la violencia de algunos dahomeyanos sobre los demás, será la misma que si no hubiese constitución ni nacionalización de los instrumentos de trabajo. Antes de establecer el estado socialista sería necesario que los dahomeyanos perdiesen su afición a las víctimas ensangrentadas. La misma cosa es también necesaria para los europeos.

Para que los hombres puedan vivir la vida común sin oprimirse mutuamente, no son las instituciones sostenidas por la fuerza las que se necesitan, y si un estado moral de los hombres en el cual por convicción interna, y no por fuerza procedan con los demás como quieren que los otros procedan con ellos. Y, hay hombres que así lo hacen. Viven en comunidad religiosa en América del Norte, en Rusia, en el Canadá. Esos hombres viven sin leyes sostenidas por la fuerza y viven en común sin oprimirse unos a otros. Así, la actividad razonable, propia de nuestro tiempo, para los hombres de nuestra sociedad cristiana es una: la profesión y la propaganda, por las palabras y los actos de la doctrina religiosa última y superior que conocemos; la doctrina cristiana, no la que se acomoda al orden existente de la vida, no exigiendo a los hombres más que cumplan con los ritos exteriores ó se conformen con la fe ó el sermón, con la salvación por la redención, y sí, ese cristianismo  vital cuya cualidad necesaria está no sólo en la no participación en los actos del gobierno, sino en la obediencia a sus exigencias, puesto que estas exigencias, desde las contribuciones hasta los tribunales armados son completamente contrarias al verdadero cristianismo.

Siendo esto así, es evidente que la actividad de los hombres que deseen servir a su prójimo debe dirigirse no a la institución de las formas nuevas, sino hacia el cambio y perfección de sí mismo y de los demás hombres.

Los hombres que procedan en contra de esto piensan por regla general, que las formas de la vida, y las cualidades de los humanos y las ideas que tienen del mundo pueden perfeccionarse simultáneamente. Pero al pensar eso los hombres cometen el error de costumbre y toman el efecto por la causa y la causa por el efecto ó el fenómeno que le acompaña. El cambio de las cualidades de los hombres y de su concepto del mundo entraña inevitablemente el cambio de las formas en las cuales han vivido los hombres mientras que los cambios de las formas de la vida no solamente no ayudan al cambio de las condiciones de los hombres y de su concepción del mundo, sino impiden aún más dirigiendo sobre una vía falsa la atención y la actividad de los seres humanos. Cambiar las formas de la vida esperando por este medio, cambiar las cualidades de los hombres y su concepto sobre el mundo, es lo mismo que colocar de diferentes maneras leña verde en una estufa, con la esperanza de que puesta de cierto modo arderá la leña verde. Sólo la leña seca se enciende de cualquier modo que se coloque.

Este error es tan evidente que los hombres no podrían ignorarle sino hubiese una causa que les prepara a este engaño. Esta causa estriba en que el cambio de las cualidades de los hombres debe empezar por si mismos y exige mucha lucha y trabajo, mientras que el cambio de la forma de la vida de los demás se hace con facilidad, sin trabajo interior, y tiene el aspecto de una actividad muy grave é importante.

Es en contra de este error, fuente del mayor mal, contra lo que deseo poneros en guardia, a vosotros, a los hombres, que sinceramente queréis servir al prójimo con vuestra vida.

 

VI

 

«Pero nosotros no podemos vivir tranquilamente profesando y propagando el cristianismo, cuando vemos a nuestro alrededor hombres que sufren. Queremos servirles con actividad. Estamos prontos a dar nuestro trabajo y hasta nuestra vida para ello» dicen los hombres con una indignación más ó menos sincera.

¿Pero, por qué sabéis que estáis llamados a servir a los hombres por ese medio, precisamente que os parece el más útil y el más eficaz? respondería yo a esos contradictores. Lo que decís muestra únicamente que ya habéis decidido que no se puede servir a la humanidad por la vía cristiana y que se ha cesado de prestarle servicios fuera de la actividad política que os atrae.

Pero todos los hombres políticos piensan lo mismo y entre ellos todos se muestran hostiles por más que no todos puedan tener razón. Esto estaría bien si cada cual pudiese servir a los hombres en la forma que fuese de su agrado, pero esto es imposible. No hay más que un solo medio de servir a los hombres y de mejorar su situación: es el de profesar la doctrina en donde se tienda por el trabajo del espíritu a la mejoración de sí mismo. Y la perfección del verdadero cristiano, que naturalmente, vive de continuo entre los hombres y no se aleja de ellos, consiste en establecer las mejores y más cordiales relaciones entre él y los demás hombres. El establecimiento de semejantes relaciones entre los hombres no puede por menos que mejorar su situación general, aunque la forma de esta mejora permanezca desconocida para el hombre.

Verdad es, que sirviendo con la actividad gubernamental, parlamentaria ó revolucionaria, definimos de antemano los resultados que esperamos conseguir, y con ellos podemos aprovecharnos de todas las ventajas de la vida agradable, lujosa y adquirir una situación brillante, el aplauso de los hombres y la gloria. Y si alguna vez ocurre que los que toman parte en semejante actividad sufren, entonces sus sufrimientos son de aquellos que ante la esperanza del éxito se soportan con facilidad. En la actividad militar aún son más probables los sufrimientos y la muerte, y sin embargo, sólo la eligen los hombres poco morales y egoístas.

Pero la actividad religiosa: 1° no muestra los resultados que espera, 2° exige se renuncie al éxito exterior, y no sólo no da una posición brillante y gloriosa; sino que coloca a los hombres en la situación más ínfima; sometiéndoles no sólo al desprecio y a la censura de los demás, sino a los sufrimientos y a la muerte.

Así es, que en nuestra época de servicio militar obligatorio, la actividad religiosa, obliga a cada hombre (llamado para servir a la matanza) a soportar todos los castigos que los gobiernos imponen por negarse al servicio militar. Por esta causa es difícil la actividad religiosa, pero en cambio, solamente ella da al hombre la conciencia de la verdadera libertad, y la tranquilidad del que hace lo que debe.

Esta actividad es la única verdaderamente fértil y, excepto el fin supremo, espera pasando por los medios naturales y más sencillos, los resultados que los hombres públicos esperan conseguir por medios artificiales.

De manera que el medio de servir a los hombres, no es más que uno: es decir, vivir por sí la vida honrada. Y este medio, no sólo no es una quimera, como piensan aquéllos que es desventajoso para ellos, sino, que son quimeras todos los demás medios, por los cuales los caudillos de las masas las arrastran a la vida falsa, alejándolas de la única vida verdadera.

 

VII

 

«Admitamos que esto sea así: ¿pero cuándo podrá realizarse?» dicen los hombres que desean ver lo antes posible la realización de este ideal.

Es evidente que sería mucho mejor que pudiese hacerse lo antes posible, inmediatamente; pero no puede hacerse, es preciso esperar que las semillas germinen, que den hojas y en seguida se transformen en árboles y así podríamos formar el bosque.

Se pueden plantar ramas y, en poco tiempo se vería algo semejante a una selva, pero no sería más que un remedo. Como hacen los gobiernos se puede establecer un orden semejante, pero no haría más que alejar el verdadero orden. 1° Porqué engañan a los hombres mostrándoles un orden que no existe. 2° Porque semejante buen orden no se obtiene más que por el poder, y el poder deprava a los hombres, dominadores y dominados, y, en consecuencia, hace menos posible el verdadero buen orden.

Así es, que las tentativas de realizar el ideal con rapidez, no sólo no ayudará su verdadera realización, sino que la estorban.

La pregunta vuelve a quedar reducida a esta: ¿el ideal del hombre—la sociedad bien organizada sin la violencia—se realizará pronto ó no? Esto depende de los que dirigen las masas y desean francamente el bien del pueblo, si comprenden pronto que nada aleja a los hombres de la realización de su ideal que lo que ahora hacen, a saber, mantener las antiguas supersticiones ó la negativa de toda religión, sujetar la actividad del pueblo al servicio del gobierno. Que los hombres que desean con sinceridad mejorar la suerte de su prójimo comprendan toda la variedad de los medios propios de los hombres políticos y revolucionarios para establecer el bien de los hombres, que comprendan que el único medio de librar a los hombres de sus males, está en que los hombres por sí mismos dejen de vivir la vida egoísta, pagana, y empiecen a vivir la vida humana, cristiana, y no reconozcan como ahora, ser posible y legal, aprovecharse de la violencia sobre el prójimo, participando de ella para lograr su bien  personal, sino que por el contrario,   siguiendo en la   vida la ley fundamental suprema, procedan con los otros como os otros quieren que procedan con ellos, etc. y la forma irrazonable, cruel de la vida, en la cual vivimos ahora, se destruirá, para establecerse una forma nueva, propia de la conciencia de los hombres.

¡Qué se piense únicamente en la enorme y hermosa forma espiritual, que se gasta ahora para servir al Estado, que ya ha vivido lo suyo y para detener la revolución; que se piense en toda la fuerza joven, ardiente que se gasta en los fines revolucionarios en la lucha imposible contra el Estado impulsada por los sueños socialistas completamente irrealizables! Y todo esto sirve no solo para alejar, sino, para hacer imposible la realización del bien al cual aspiran todos los hombres. ¿Qué sucedería si todos los hombres que gastan sus fuerzas tan infructuosamente, y con frecuencia en perjuicio del prójimo, la dirigiesen sobre este punto, único, queda la posibi­lidad de la buena vida social, basada en el per­feccionamiento interior?

¿Cuántas veces podrían construir con materiales nuevos, sólidos, una cosa nueva, si todos los esfuerzos gastados, para restaurar la vieja, se empleasen resueltamente y la buena fe en la preparación de los materiales para construir la casa nueva que, con seguridad en sus comienzos no podría ser tan lujosa y cómoda para ciertos privilegiados como la vieja, pero que indudablemente sería más sólida y ofrecería todas las posibilidades de la necesaria perfección no sólo para un elegido, sino para todos los hombres?

De manera que todo lo que he dicho aquí se resume en esta verdad, la más sencilla indiscutible y comprensible para todos: que el reinado de la buena vida entre los hombres exige necesariamente que los hombres sean buenos.

No hay más que un solo medio de proceder sobre la buena vida de los hombres; que en sí sean buenos.

He aquí por qué la actividad de los hombres que desean ayudar al establecimiento de la buena vida no puede estar más que en la perfección interior cuyo cumplimiento lo explica el Evangelio en estas palabras: «Sed perfecto como nuestro Padre en el Cielo».



* León Tolstoy (1828-1910): Fue un gran novelista ruso, profundo pensador social y moral, y uno de los más grandes autores del realismo de todos los tiempos. A los 16 años, ingresó en la Universidad de Kazán, donde estudio lenguas y más tarde leyes. Fue influido por los escritos del filósofo francés Jean Jacques Rousseau. Abandonó sus estudios en 1847. Durante sus viajes por el extranjero (en 1857 y 1861), visitó escuelas alemanas y francesas y, más tarde, abrió en Yásnaia Polonia una escuela para niños campesinos en la que aplicó sus métodos educativos, que anticipaban la educación progresista moderna, esto iba de la mano con su filosofía. Sus novelas principales, «Guerra y paz» (1863-1869) y «Ana Karénina» (1873-1877).

** Este artículo titulado “A los hombres políticos” pp 65-93, en Tolstoy, León. Cristianismo y Anarquismo, Ediciones Antorcha. México, D. F., 1982.