Por: Ismael Hossein-Zadeh | Global Research
Traducido por Sara Plaza
Regeneración, 10 de julio 2014.-Es conocido por todos que en los últimos años la economía de EE.UU. ha experimentado desarrollos muy desiguales. Mientras que el sector financiero ha disfrutado de altas tasas de crecimiento, la economía real sigue estancada con bajas tasas de crecimiento. En consecuencia, al tiempo que la oligarquía financiera se está quedando con la mayor parte del extraordinario aumento del precio de los activos, la abrumadora mayoría de los ciudadanos sufren el empeoramiento sistemático de sus condiciones de vida.
Por ejemplo, en un informe reciente del Banco de la Reserva Federal se demuestra que el aumento de la riqueza nacional total de EE.UU. en el primer cuarto del año 2014 fue de 1.49 billones, en tanto que la economía real (evaluada en términos del PIB) se contrajo 1% —según el Departamento de Comercio, el descenso del PIB fue realmente del 2,9% (no del 1%). En otro informe similar, el Financial Times señalaba hace poco que la riqueza del conjunto de los hogares se ha incrementado en un 43% desde lo más crudo de la crisis económica en 2008, a pesar de la lenta o inexistente recuperación del mercado de trabajo y la reducción efectiva de la renta media por familia, por debajo del 7,6% desde 2008 [1].
La explicación de esta manifiesta y creciente brecha entre el aumento del patrimonio financiero y la ausencia de crecimiento real se encuentra en la inflación del precio de los activos —una burbuja financiera mayor que la que estalló en 2008. Del incremento de 1,49 billones durante los tres primeros meses del año 2014, unos 361 mil millones de dólares se debieron a la revaloración del precio de las acciones, mientras que 758 mil millones de dólares correspondieron a la inflación inmobiliaria. No es solo que la burbuja del precio de las acciones haya beneficiado en gran medida a los ricos, que son quienes poseen la mayoría de estas, sino que además «el aumento del valor de las casas se ha concentrado en las mansiones de los super-ricos, no en las modestas viviendas de los trabajadores». De acuerdo con las cifras publicadas por Redfin, un grupo inmobiliario, entre enero y abril de 2014 las «ventas del 1% de las viviendas más caras de EE.UU., las que cuestan 1,67 millones de dólares o más, han crecido un 21%, mientras que las ventas del 99% restante han caído un 7,6%» [1].
El Financial Times, que recogió las cifras de Redfin, señaló tendencias parecidas en las ventas de bienes de consumo:
Las ventas de los establecimientos de lujo como LVMH (Louis Vuitton, Bulgari) y Tiffany aumentaron un 9%; las ventas de los establecimientos cuyos clientes son sobre todo de clase obrera descendieron. Walmart bajó un 5%, las ventas de Sears cayeron un 6,8%. En el extremo inferior, solamente las tiendas baratas a las que recurren cada vez más estadounidenses para estirar sus dólares vieron incrementar sus ventas. Dollar Tree, el mayor establecimiento de este tipo, registró un crecimiento de ventas del 7,2%. … El periódico observó que las ganancias demuestran la efectividad de las políticas para recuperar la riqueza perdida durante la recesión, pero su capacidad para estimular la economía ha sido limitada, ya que la mayor parte ha ido a parar a las familias ricas que poseen acciones y grandes casas [1].
El enriquecimiento de la oligarquía financiera, por un lado, y el simultáneo empobrecimiento de la mayoría de la sociedad por el otro, se asemeja al crecimiento de un parásito en un organismo vivo a consta de la sangre o los alimentos esenciales para la vida de dicho organismo. Esta transferencia parasitaria de sangre económica desde la base hacia arriba no es simplemente el resultado de la dinámica de la mano invisible del mercado, o de las fuerzas ciegas de la competencia económica capitalista. Acaso más importante sea el hecho de que dicha transferencia es la consecuencia lógica de insidiosas políticas económicas cuidadosamente elaboradas, diseñadas para consolidar la austeridad neoliberal.
Política monetaria por el lado de la oferta: la inflación del precio de los activos como estímulo económico
Desde la Gran Depresión de los años 30, los gobiernos de los países capitalistas centrales han aplicado dos tipos fundamentales de estímulos: por el lado de la demanda, o keynesianos, y por el lado de la oferta, o neoliberales. Los primeros están dirigidas a impulsar el poder adquisitivo de los trabajadores y otros sectores de la población de manera directa: inyectando poder de compra en el sistema mediante inversiones a gran escala en infraestructura y otras empresas que creen empleo. Las medidas de este tipo, que se adoptaron inmediatamente después de la Gran Depresión y/o la Segunda Guerra Mundial y estuvieron vigentes hasta finales de los años 70 y principios de los 80, fueron la piedra angular de los programas del New Deal en EE.UU y de las políticas socialdemócratas en otras grandes economías capitalistas.
Los paladines de la economía de la oferta también proponen medidas de estímulo para recuperarse del estancamiento económico. Sin embargo, lo hacen de manera indirecta, dando un rodeo, en dos etapas. La primera tiene por objetivo enriquecer todavía más a los ricos, a través de políticas fiscales que bajen los impuestos a las rentas altas, o bien con políticas monetarias que favorezcan la inflación del precio de los activos, que en gran medida benefician a esas mismas rentas. La segunda etapa consiste esencialmente en una esperanza o un deseo: se espera que, tras inyectar recursos adicionales al 1% más rico durante la primera etapa, el 99% restante se beneficie del «efecto de goteo» posterior, impulsando así la demanda agregada y la actividad económica.
Formalmente, estas medidas se introdujeron cuando Ronald Reagan fue elegido presidente en 1980. En un primer momento, los arquitectos de la economía de la oferta se concentraron en la política fiscal. Y tras llevar a cabo con éxito su programa de reducción drástica de impuestos a los ricos dirigieron su atención a la política monetaria, sirviéndose de ella como instrumento redistributivo fundamental a favor del 1%.
Desde los tiempos de Alan Geenspan como presidente del Banco de la Reserva Federal, pasando por Ben Bernanke y hasta llegar a la actual Janet Yellen, esta política ha consistido esencialmente en ofrecer financiamiento gratuito (o casi) e limitado a los grandes bancos y otros actores de Wall Street. Aunque no está en el debate público, los responsables de la política monetaria de Wall Street a la cabeza del Banco de las Reserva Federal y el Departamento del Tesoro, han visto la inyección de dinero barato a Wall Street como una medida de estímulo monetario que funcionaría mediante la inflación del precio de los activos y el «efecto de goteo» posterior.
La lógica oficial para inundar de dinero barato el sistema financiero se sigue justificando públicamente por los mismos motivos que los estímulos monetarios keynesianos tradicionales: que tales inyecciones de dinero al sector financiero se traducirían en préstamos a la economía real, y de ese modo se incentivaría la inversión productiva, el empleo y el crecimiento. Esta explicación para suministrar dinero fácil se basa, sin embargo, en tres condiciones previas fundamentales: que los fabricantes se enfrenten a un mercado de dinero/capital caro y restrictivo; que los fabricantes prevean o se encuentren ante una gran demanda de lo que producen o pudieran llegar a producir; y que haya algo semejante a una separación entre los sectores financiero y real de la economía, como pasaba, más o menos, mientras estuvo vigente la Ley Glass-Steagall (desde 1933 hasta 1998), que estipulaba de manera expresa los tipos y las cantidades de inversión que los bancos y otros intermediarios financieros podían realizar.
Sin embargo, ninguna de estas condiciones está presente en la actual economía estadounidense. Para empezar, no hay escasez de liquidez en el sector productivo; de hecho, el sector parece estar sentado sobre una montaña de dinero pero no aumenta la producción debido al descenso de la demanda, afectada por la austeridad.
Con más de 25 millones de estadounidenses desempleados o trabajando solo a tiempo parcial que buscan y necesitan trabajos a tiempo completo, las empresas estadounidenses acumulan más de 2 billones de dólares en efectivo, negándose a invertir en actividades productivas o puestos de trabajo, y dedicándose, en cambio, a la especulación y la recompra de acciones que son más rentables para sus altos directivos. La recompra de acciones de las empresas no financieras se dio a un ritmo anual de 427 mil millones de dólares en el primer cuatrimestre, según la Reserva Federal [1].
En segundo lugar, dado que los actores del sector financiero ya no están limitados por las restricciones reglamentarias sobre los tipos y las cantidades de su inversión, por qué habrían de buscar o esperar a los prestatarios del sector real (quienes, como se mencionó, tienen suficiente dinero en efectivo), en lugar de invertir en el mucho más lucrativo negocio de la especulación. No es de extrañar que a medida que se han ido eliminando los obstáculos reglamentarios durante las últimas décadas, las burbujas financieras y sus estallidos se hayan convertido en un patrón recurrente.
En realidad, no solo los bancos de Wall Street y otros beneficiarios de la política monetaria dedican el dinero recibido casi sin intereses a la inversión especulativa, sino que cada vez más empresas del sector productivo desvían una parte creciente de sus beneficios hacia la especulación en lugar de la producción — su razonamiento parece ser el siguiente: ¿por qué molestarse en la engorrosa tarea de producir cuando se pueden obtener mayores retornos comprando y vendiendo títulos? La atracción por las ganancias especulativas, facilitada por la amplia desregularización del sector financiero, es lo suficientemente fuerte como para inducir al capital a abandonar las actividades productivas en pos de mayores retornos en la especulación. Esta constante transferencia de recursos del sector productivo al financiero es exactamente lo contrario de lo que los responsables de la política monetaria —y toda la teoría económica neoclásica/dominante— afirman que ocurre: el flujo de dinero desde el sector financiero hacia el productivo.
Esta huída de capitales del sector real al financiero, y el desfase entre la rentabilidad empresarial y la inversión real fueron señalados en un artículo de Robin Harding publicado en el Financial Times el 24 de julio de 2013. Titulado «Corporate Investment: A Mysterious Divergence», el artículo revelaba que en las últimas tres décadas habría tenido lugar una «desconexión» entre la rentabilidad empresarial y la inversión real; esto indicaría que, al contrario que en ocasiones anteriores, una parte significativa de los beneficios empresariales no está siendo reinvertida para aumentar la capacidad. En lugar de eso, se está desviando hacia otro tipo de inversiones no productivas que ofrecen rendimientos superiores del capital invertido por los accionistas. Hasta los años 80, las dos se mantuvieron a la par —alrededor del 9% del PIB. Desde entonces, y especialmente en los últimos años, mientras que la inversión real ha descendido hasta el 4% del PIB, las ganancias empresariales han aumentado hasta cerca del 12% del PIB [2].
Los altos cargos financieros que dirigen la política monetaria en EE.UU. y otros grandes países capitalistas no pueden ignorar estos hechos: que la mayor parte de la liquidez que tan generosamente inyectan al sector financiero se utiliza para transacciones especulativas en ese mismo sector sin que se aprecie ningún impacto positivo en la economía real. De modo que la pregunta es: ¿por qué insisten entonces en bombear dinero al sector financiero? La respuesta, como se mencionó anteriormente, es que en lugar de la política monetaria keynesiana parece que acaban de descubrir un nuevo estímulo monetario (del lado de la oferta): «el efecto goteo» de la inflación del precio de los activos.
Al presentar la inflación del precio de los activos como una herramienta monetaria para estimular la economía, los responsables de estas políticas, tanto en EE.UU. como en otros países capitalistas, ya no son reacios a crear burbujas financieras; esas burbujas son vistas y mostradas como capaces de estimular la economía gracias a la mejora de la demanda como consecuencia de la revalorización de los activos. En lugar de regular o limitar las actividades especulativas del sector financiero, los responsables de la política económica, con el Banco de la Reserva Federal a la cabeza desde los días de Alan Greenspan, han estado favoreciendo las burbujas del precio de los activos —enriqueciendo a los ricos todavía más y exacerbando las desigualdades.
Aparte de cuestiones tales como la justicia social y la seguridad económica para la mayoría de la sociedad, la idea de crear burbujas de activos como vectores de estimulación económica es además insostenible —mejor dicho, destructiva— a largo plazo: las burbujas financieras, sin importar cuánto puedan llegar a durar o crecer, en última instancia están ligadas al valor real producido (por los trabajadores) en una economía. Los agentes de la oligarquía financiera que dirigen la política económica no parecen preocuparse ante esta siniestra perspectiva ya que aparentemente han descubierto algo parecido a un plan de aseguramiento [insurance protection scheme] que podría proteger al mercado y a los principales actores financieros contra los riesgos de las burbujas financieras.
Asegurar las burbujas financieras: una nueva burbuja para tapar la que estalló
Al parecer, a quienes defienden las burbujas de activos como un estímulo económico no les preocupan los efectos desestabilizadores de las burbujas que ellos contribuyen a crear, ya que tienden a pensar (o esperar) que las probables perturbaciones y pérdidas provocadas por el posible estallido de una burbuja pueden compensarse creando otra burbuja. En otras palabras, creen haber encontrado una póliza de seguros para las burbujas que estallan inflando otras nuevas. El profesor Peter Gowan de la London Metropolitan University describe esta estrategia perversa con las siguientes palabras:
Tanto los reguladores de Washington como los de Wall Street obviamente pensaron que juntos podrían controlar los estallidos. Esto significaba que no había necesidad de evitar que dichas burbujas se formaran: por el contrario, es evidente que ambos reguladores y operadores las crearon, pensando sin duda que una de las maneras de controlar las que estallaban era inflar una nueva en otro sector: tras la crisis de las «dot com», la burbuja inmobiliaria; detrás de aquella, una de los precios de la energía o de los mercados emergentes, y así sucesivamente [3].
Randall W. Forsyth de [la revista financiera] Barron’s señala igualmente que «Greenspan siempre sostuvo que los responsables de política monetaria pueden… limpiar las secuelas de la quiebra —lo que significaba impulsar una nueva burbuja, alegó». Es obvio que con esta política de asegurar realmente las burbujas financieras la propuesta especulativa siempre saldría ganando, una propuesta a la que acertadamente se denomina «daños morales» [«moral hazard»], ya que fomenta la asunción de riesgos a costa de otros —en este caso el 99%, pues el coste de rescatar a los jugadores «too-big-to-fail» [demasiado grandes para quebrar] se paga con políticas de austeridad que favorecen los recortes. Sabiendo que «la Reserva Federal intervendría para rescatar a los mercados, fueron de exceso en exceso», sigue diciendo Forsyth. «Así que, la quiebra del [fondo de cobertura] Long-Term Capital Management en 1998 engendró el crédito fácil que llevó a la burbuja y al estallido de las ‘dot com’, que a su vez condujo a la facilidad extrema y a la burbuja inmobiliaria» [4].
La política de proteger a los mayores especuladores financieros contra la bancarrota muestra, entre otras cosas, que los arquitectos neoliberales de los últimos años han descartado no solo las políticas socialdemócratas del New Deal de gestión de la demanda, sino también las políticas de libre mercado de no intervención como las defendidas, por ejemplo, por la Escuela Austriaca de Economía. Tienden a ser intervencionistas cuando la oligarquía empresarial-financiera necesita ayuda, pero abogan por la economía del «laissez-faire» cuando quienes la necesitan son la clase obrera y las organizaciones de base. Antes del auge del gran capital y su control de la política económica, las burbujas especulativas no contaban con un seguro que cubriera los riesgos del estallido: los especuladores, accionistas e inversores perdían su dinero; la economía real se liberaba del peso muerto de la deuda insostenible; y (después de un doloroso pero relativamente corto periodo de tiempo) el mercado reasignaba el capital a actividades productivas. Sin embargo, en la era del gran capital y los poderosos financistas, el proceso para crear una «tabula rasa» [«clean slate»] está bloqueado, pues las entidades financieras que juegan un papel fundamental provocando burbujas y estallidos también controlan las políticas [4].
Referencias :
[1] Citado en Patrick Martin, “Wealth report shows deepening social polarization in US”; see also Rob Uri, “Monetary Policy as Class Warfare, Revisited” < http://www.counterpunch.org/2014/05/23/monetary-policy-as-class-warfare-revisited/>.
[2] Robin Harding, “Corporate investment: A mysterious divergence” .
[3] Citado en Ismael Hossein-zadeh, Beyond Mainstream Explanations of the Financial Crisis (Routledge 2014), p. 16.
[4] Randall W. Forsyth, “Ignoring the Austrians Got Us in This Mess”.
Ismael Hossein-zadeh es Profesor Emérito de Economía (Drake University). Autor de Beyond Mainstream Explanations of the Financial Crisis (Routledge, 2014), The Political Economy of U.S. Militarism (Palgrave-Macmillan, 2007), y Soviet Non-capitalist Development: The Case of Nasser’s Egypt (Praeger Publishers, 1989). Ha colaborado además en Hopeless: Barack Obama and the Politics of Illusion (AK Press, 2012).
Artículo original en inglés publicado en GlobalResearch: http://www.globalresearch.ca/financial-bubble-implosions-asset-price-inflation-and-social-inequality/5389535