Por Jorge Zepeda/ El País*
La pregunta es simple, las consecuencias desmesuradas: ¿por qué razón los sicarios de un cártel de tercer nivel se tomarían las enormes molestias que supone cremar 43 cuerpos? Durante años nos hemos acostumbrado a que los narcotraficantes dejen los restos de sus víctimas a un lado del camino o, en algunos casos, sepultados en fosas comunes en el monte. Incinerar casi medio centenar de personas, envolver los restos en bolsas y trasladarlos a la cuenca de un río supone tomarse molestias desacostumbradas y una estrategia más digna de un programa de CSI que del rudimentario presidente municipal corrupto de Iguala, a quien se atribuye la autoría intelectual de la tragedia.
Desde principios de diciembre científicos de la UNAM [Universidad Nacional Autónoma de México] señalaron la imposibilidad física de que los cuerpos hubieran sido cremados en el basurero de Cocula, como han sostenido las autoridades. A lo largo de esta semana precisaron su reclamo: se habrían necesitado hornos crematorios como los que tienen algunas instalaciones públicas. Los académicos exigen que se investigue la actividad reciente de los crematorios del Ejército en la región. El señalamiento se respalda con los mensajes de un par de los estudiantes antes de que fueran despojados de sus teléfonos celulares.
Los científicos argumentan que sería imposible ocultar los residuos de los combustibles y materiales necesarios para convertir en cenizas los restos óseos de tantas víctimas en un lugar abierto. Para cremar 43 cuerpos se requieren 33 toneladas de troncos de árboles de cuatro pulgadas de diámetro y 995 llantas que contienen 2,5 toneladas de acero. “Para que el acero se derrita y los cuerpos se reduzcan a cenizas se debe alcanzar entre 1.425 y 1.540 grados centígrados. La hipótesis de que fueron quemados en el basurero de Cocula no tienen ningún sustento en hechos físicos o químicos naturales”, expone el estudio encabezado por Jorge Antonio Montemayor Aldrete, investigador titular del Instituto de Física de la UNAM. Además, la cremación de 43 cadáveres en esas condiciones emitiría una columna visible de humo denso desde varios kilómetros a la redonda, lo cual no fue percibido por los vecinos de la región (declaraciones del científico al periódico La Jornada y al diario digital Sinembargo.mx).
Lo cual nos regresa a la pregunta incómoda: ¿quién tiene los medios físicos y, más importante aún, las razones para esfumar 43 cuerpos de los jóvenes estudiantes en materia de horas mientras eran buscados por sus familiares? Más de 90 personas han sido detenidas pero ninguna ha confesado haberse encontrado presente durante la incineración. Entre más conocemos a los integrantes del cártel Guerreros Unidos, supuestos responsables de la matanza, miramos con más escepticismo la tesis oficial. Y no porque a los esbirros en cuestión les falte salvajismo para perpetrar una brutalidad de esta magnitud. Por el contrario, justamente porque les sobra salvajismo resulta difícil atribuirles las habilidades para convertirse en prestidigitadores capaces de esfumar medio centenar de personas y mantener el silencio durante meses sobre la manera en que llevaron a cabo semejante proeza.
El Ejército ha emitido un escueto mensaje en respuesta al documento de los científicos de la UNAM. Asegura no contar con crematorios en la región, aunque omite cualquier mención a la posibilidad de que se investigue los consumos de gas entre el 26 y el 28 de septiembre en hospitales y otras instalaciones militares de la zona, como había solicitado el estudio de los forenses: “Se requieren 53 kilogramos de gas para cremar un cuerpo”, habían dicho los físicos universitarios; es decir más de dos toneladas para eliminar los rastros de 43 personas. Activistas, familiares e investigadores universitarios han solicitado a la PGR [Procuradoría General de la República] que se abra una línea de indagación sobre los militares.
Los analistas políticos o la opinión pública carecen de elementos concretos para dar por buena cualquiera de las hipótesis. Pero también es cierto que ninguna puede descartarse, incluyendo la del Ejército. Dos meses antes los militares asesinaron en Tlatlaya a 22 personas sometidas, luego de una operación en contra de drogas. Están documentados los intentos de las autoridades civiles del Estado de México para ocultar la responsabilidad del Ejército, incluyendo las declaraciones exculpatorias por parte del gobernador Eruviel Ávila, las torturas de testigos y la reserva legal de 12 años para impedir el acceso a la información de esa tragedia. Es decir, la maquinaria del Gobierno mexicano a tope para impedir que se ventile un crimen de Estado.
El caso de Ayotzinapa sería aún más grave toda vez que las víctimas son participantes de una manifestación política disidente. Las implicaciones nacionales e internacionales de un escándalo de esta magnitud podrían ser incalculables. No hay evidencias concretas de la responsabilidad del Ejército, hasta ahora, pero tampoco satisface a nadie las versiones oficiales sobre la culpabilidad del crimen organizado.
El Gobierno de Peña Nieto tendría que ser el más interesado en investigar y dilucidar si algún estamento vinculado al Estado mexicano tiene una responsabilidad concreta. De lo contrario las consecuencias podrían ser aún peores. Por desgracia hasta ahora la actitud evasiva, si no es que cómplice, se asemeja más a la del Gobierno serbio tras los crímenes de sus generales en la guerra de los Balcanes. Si el Ejército es inocente, urge mostrarlo. Y si no, urge purgarlo, antes de que el escándalo se lleve entre las patas lo que queda del actual sexenio.
México Regeneración, 8 de enero de 2015-