Pero comer en el mismo plato es pensar y compartir. Así ha sido en nuestra casa. Pienso en El banquete o del amor, de Platón: hay una cocina, un comedor, unos cubiertos colocados, al tiempo que una pregunta, una ilusión, una senda o un ramillete de flores y deseos (estos o aquellos) que se comparten día con día.
En estos años, la comida de nuestra casa, siempre compartiendo, ha sido aderezada con un montón de especias, hierbas y minerales: tulasí para los resfriados; azahar por si escuece la preocupación; albahaca para el bienestar y comino para la buena memoria. Por supuesto: la infaltable sal, el ajo de Hécate, la beneficiosa pimienta y el dulce azúcar.
Al calor del guiso o del premio que el estómago recibe por un postre, el amor a las palabras siempre nos ha acompañado. Hablamos de las palabras como significantes, como significados. Su pasado. Su hoy. Las palabras se convierten, entonces, en unidad de sentido, compuestas unas con otras para ser reflejo de una idea, una utopía, el sello que la lengua besa al pronunciarlas. Las vemos en los libros, las escuchamos pronunciadas, las pronunciamos escuchando. En esta casa, amamos las palabras por sobre todas las cosas porque las palabras transforman. No hace falta nada más: decir y escuchar. Cuando hace falta, también callar.
Si digo que las palabras transforman es por su profundidad: significan al mundo mismo. La lengua de los hombres es la de su propia conciencia. Habrá quienes gusten esquivarla, le confieran una alusión distinta, la rebajen o perviertan. Habrá quienes bien la comprendan, la interpreten, la acaricien o la rebalsen con alegría del depósito en que fue vaciada. La lengua de esta casa es la de nuestra propia conciencia. Conciencia libre, llana, simple, trabajadora, incluyente, feliz, transformadora. Es una lengua que, como la bufanda, se va tejiendo con las propias manos. Es lengua-portavoz de un montón de experiencias, maduraciones y para muchos, quimeras del hombre-alma. Es lengua-traducción de un cúmulo de sueños, interpretaciones del mundo o, acaso para unos, fanfarronadas (respetables) del hombre-alma que no silencia su garganta ante lo injusto.
Las palabras que salen del alma tienen cabida en el mundo de la utopía. Pero, según quién las escucha, cómo se advierten: son enredosas para el que vive con envidia; son confesiones del delito para el que husga la tenebra; son señuelos para el que descarta sin conocer. Como aquél que se negaba a mirar por el telescopio de Galileo, temiendo encontrar el universo y sus estrellas. Pero, si son las palabras según quien las escucha, también pueden transformarse en la claridad que faltaba, en la esperanza de un mañana mejor, en el sueño del que junta con el prójimo el estambre que haga falta para tejer, entre todos, a la mejor nación del mundo.
Las palabras que hoy quiero compartir con ustedes son “cambio verdadero”. Un sustantivo y un adjetivo. Fueron dichas, no sé bien, si cuando tomábamos un café de Tumbalá, trozábamos un pan de muerto o cantábamos Las Mañanitas en algún cumpleaños. Lo que sé es que, habiéndolas concebido, quien haya sido, cuando haya sido (no lo recuerdo), en ellas se significaba nuestra propia conciencia.
Cambio verdadero es cimentar con honradez y trabajo a la nación mexicana, con el esfuerzo de todos. Es la seguridad de caminar por nuestras calles con una sonrisa; es que todos nuestros hijos tengan escuela o trabajo, es vivir el arte y la cultura como símbolo del esplendor humano; es libertad, honor y paz. Cambio verdadero es justicia, fraternidad, amor, dignidad, ternura y cobijo, respeto, conciencia, claridad.
Decir cambio verdadero, desde nuestro hogar, es la intención de transformar al mundo mediante la palabra. Las palabras significan al mundo mismo, aunque sea el nuestro (quizá no de todos) pero sí de los soñadores que de este modo queremos hacerlo.
Vamos por un cambio verdadero.
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