Regeneración, 19 de mayo 2014.-Un conjunto de gentes, organizaciones y medios hemos insistido en repetidas ocasiones, desde hace tiempo, que le toca al actual gobierno cumplir con los acuerdos de San Andrés, establecidos desde 1996 entre la organización zapatista y el gobierno federal, y que jamás cumplió el gobierno de la República, en aquel tiempo bajo la Presidencia de Ernesto Zedillo. Y que tampoco nunca cumplieron los gobiernos de Vicente Fox y Felipe Calderón.
Con la llegada a la Presidencia de Enrique Peña Nieto se ha seguido insistiendo en el cumplimiento de ese compromiso que no sólo fue de palabra, sino que consta en documentos, como el del 16 de febrero de 1996, sobre el tema de derechos y cultura indígenas, por el cual el gobierno de la República se comprometió a enviar a las instancias de debate y decisión nacional los acuerdos entre el EZLN y el gobierno de la República.
Pero ni una palabra sobre tal compromiso. Más aún: todo indicaría que el gobierno actual no sólo lo ha olvidado, sino que ha orquestado en las regiones zapatistas de Chiapas un verdadero plan contrainsurgente, que en rigor no se ha detenido en estos años, y cuyo último y muy grave hecho se ha traducido en el “brutal asesinato del zapatista Galeano, en varios heridos y en la destrucción de la escuela y la clínica de la Realidad”, ese lugar emblemático del zapatismo, lo cual revela que “se trata de una ingeniería de conflictos y de una guerra de desgaste…, que tiene la finalidad de crear las condiciones que permitan el gran despojo neoliberal a los pueblos y la recolonización de nuestra patria” (tal como lo dijimos un conjunto de firmantes del documento publicado en El Correo Ilustrado de La Jornada –el grupo Paz con Democracia– del pasado 14 de mayo, en el que también dijimos que “tal estrategia contrainsurgente del Estado mexicano…, es, por lo demás, aplicada en todo el país contra las expresiones de resistencia social”). Añadíamos que no se trata de enfrentamientos intracomunitarios, como otra vez lo dice mentirosamente el gobierno (recordando sus palabras en el brutal asesinato de 45 personas en Acteal, en diciembre de 1997), sino de una verdadera nueva agresión organizada en contra de las bases zapatistas en Chiapas.
El conjunto de hechos anteriores no sólo confirma el alejamiento del gobierno de Peña Nieto de la población indígena en México, sino en rigor su alejamiento y hostilidad hacia las clases populares. Y su ausencia de perspectiva histórica al ignorar el significado innovador del movimiento zapatista mexicano, reconocimiento que ha recibido no sólo de amplios sectores de la sociedad mexicana, sino también de infinidad de organizaciones de carácter internacional, que nuevamente han protestado abundantemente por esta agresión al EZLN. Sin considerar que hoy el zapatismo mexicano y su forma de hacer política se han universalizado y representan para muchos pueblos un ejemplo o paradigma que siguen otros movimientos sociales en el mundo.
No significa que el zapatismo haya inventado las nuevas formas de hacer política de los movimientos sociales, pero sí significa, como decía, un paradigma para muchos. Con una lucidez y una audacia que ahora se reconoce, el EZLN tomó la iniciativa a finales del siglo XX de postular nuevas formas de democracia y de participación ciudadana, que se sintetizan en su famoso mandar obedeciendo, profundamente alejado de las simuladas democracias de la representación. En este sentido, la acción de los zapatistas en Chiapas ha significado una ampliación radical de la política, en el sentido de que propone una democracia del pueblo que implica la real participación ciudadana en las tomas de decisión que interesan a las mayorías.
Debería entonces concluirse que la verdadera política y la real democracia no es aquella que hacen los políticos o las fórmulas establecidas en los dudosos regímenes democráticos vigentes (en los cuales mandan los poderes fácticos y los contados miembros de las oligarquías), sino en verdad la ciudadanía, el pueblo en el sentido pleno de la palabra.
Es entonces justo decir que la política y la democracia representan una de las formas más altas del desarrollo humano, entendido como el aumento de las opciones para que las personas puedan mejorar su vida. Podría decirse también que la democracia y la política es desarrollo humano en la esfera de lo público, es decir, que se trata de la extensión de las opciones de carácter colectivo que inciden en la calidad de nuestras vidas. Los zapatistas de Chiapas en México habrían hecho plena realidad el principio de Amartya Sen, de que el desarrollo humano es el proceso de expansión de las libertades reales de que goza un pueblo.
Diría también que, en el fondo, se trata de una suerte de izquierda social organizada, contestataria y afirmativa que es una verdadera vanguardia política y democrática, y que es también la principal punta de resistencia contra los autoritarismos locales y de las recetas del llamado Consenso de Washington (principalmente liberalización de los mercados, privatizaciones y desregulación). Tal izquierda social es, desde luego, mucho más heterogénea y diversificada que sus ancestros, y también distinta en sus formas de organización (horizontalidad mayor, democracia directa), discursos diferentes (algunas de las palabras claves serían autonomía, dignidad, medio ambiente, diversidad), siendo también diferentes sus repertorios de acción y prácticas (simbólicos, experimentales, mediáticos, espacios de autogestión y de producción colectiva, etcétera), que tienden a renovar radicalmente el panorama. Por supuesto, dejando atrás las conductas verticalistas y jerárquicas, y combinando una pluralidad de aspiraciones y acciones, aun cuando muchos digan que se trata de ideas y conductas preñadas de utopías: reconocimiento de las diversidades sociales y culturales, la conciencia ecológica que se difunde, la reivindicación de la igualdad entre hombres y mujeres, el estrecho vínculo entre los problemas locales y los globales, la cultura experimental y participativa, etcétera.
Dicho resumidamente: tales son algunos de los logros y características del zapatismo mexicano, lo cual lo ha hecho merecedor a las agresiones y violencia que inspira al gobierno mexicano actual (y de hace rato), por lo que señalábamos la grave ausencia de perspectiva histórica del mandatario.