La historia de la educación mexicana que nos cuentan Nuño y sus colaboradores en el preámbulo de su nuevo modelo educativo no es una versión más que pudiera tener el mismo valor que otras narraciones del mismo asunto: es simplemente una falsedad.
Por Manuel Pérez Rocha
El presente y el pasado, un continuo inseparable, constituyen la historia; además, como pedía Mafalda, la historia también debe hacerse hacia adelante. Un asunto tan complejo como la evolución de la educación mexicana y su estado actual puede narrarse de muchas maneras, con diversos enfoques y escogiendo en cada caso los asuntos relevantes para el propósito del relato, porque todo relato tiene un propósito, o varios; algunos legítimos, otros corrompidos, intereses académicos, intereses políticos, intereses económicos; o intereses personales, como construirse a uno mismo una identidad, y un lugar en la historia.
La historia de la educación mexicana, usada como preámbulo del llamado nuevo modelo educativo de la SEP, es una caricatura interesada; su interés es ataviar al secretario Nuño y al gobierno de Peña como los grandes reformadores, como educadores que vienen a enmendar la plana a los únicos otros dos educadores mexicanos que, para Nuño y colaboradores, merecen ser recordados: Vasconcelos y Torres Bodet. Todo lo demás no existió, o su existencia fue irrelevante para el momento actual, porque el modelo educativo de Nuño, dicen, viene a superar un primer modelo diseñado hace un siglo por Vasconcelos y continuado después por Torres Bodet. Ese modelo, dictaminan, no es útil para el siglo XXI; sin embargo, ni ahora ni antes han presentado un análisis serio de ese supuesto modelo obsoleto, ni un diagnóstico que sustente su nuevo modelo.
Sin fundamento alguno, y con un simplismo inadmisible, caracterizan a lo que consideran el modelo Vasconcelos-Torres Bodet como un modelo vertical (¡!) que no corresponde a las necesidades del siglo XXI. Ninguna mención merece el sistema de educación normal (uno de los asuntos más candentes de este momento), ni la conflictiva realidad que vivieron los educadores mexicanos desde el término de la revolución armada hasta finales de los años 70, ni los valiosos debates que se dieron en esos años en torno a lo que ellos llaman modelo educativo. Tampoco merecen atención las universidades, ni siquiera la UNAM. Argumentarán que su modelo se refiere a la educación obligatoria (primaria, secundaria y media superior); sin embargo, pasan por alto que en muchas universidades, incluyendo la UNAM, se imparte educación media superior y que es en la Universidad Nacional en donde se han dado los proyectos (modelos) más importantes de bachillerato: desde el siglo XIX la Escuela Nacional Preparatoria y desde 1971 el Colegio de Ciencias y Humanidades. Ambas instituciones, y sus modelos, han tenido una trascendencia histórica en el sistema educativo nacional y en el devenir de la sociedad mexicana.
La ignorancia de la historia es la ignorancia de la realidad, un lujo que no se pueden dar quienes quieren modificarla; por eso la estudian bien los maestros disidentes (véanse sus publicaciones). Por el contrario, quienes quieren prolongar la vida de un sistema de dominación, de privilegios y oprobios tienen que ignorarla pues de conocerla, y al mismo tiempo desatender sus lecciones, entrarían en insostenible estado de disonancia cognoscitiva. La consustancial subjetividad de las humanidades, entre ellas la historia, es compatible con el espíritu científico en la medida en que el rigor metodológico de investigación, análisis y crítica esté dirigido por una exigente actitud ética, honesta; como dice Bertolt Brecht, impulsado por la valentía de asumir en el comportamiento propio las consecuencias de las verdades encontradas, de las verdades que vale la pena decir.
El pueblo mexicano tiene un lugar central en la historia de la educación nacional. Grandes proezas, como las identificadas con Vasconcelos (por ejemplo, las misiones culturales, la labor editorial, la construcción de escuelas y edificios, el impulso de las artes), no se explican si no se toman en cuenta los movimientos sociales y las inquietudes intelectuales y culturales del pueblo gestadas desde el siglo XIX. El mal llamado modelo educativo del siglo XX mexicano (ningún educador de esa época habló de modelo, había en realidad varios proyectos en permanente tensión), mucho más rico que la caricatura que hace de él Nuño, no se entiende sin tener en cuenta esa historia ¿Estarán dispuestos nuestros actuales pedagogos de temporal a reconocer que algunos de los ideales educativos humanistas, que sirven de mero adorno a su modelo, fueron materia de las luchas que hace 100 años libraban los revolucionarios mexicanos, entre ellos los anarquistas y socialistas?
Tampoco se entiende nuestra historia si se pretende ocultar el nefasto y corruptor efecto del priísmo y su ancestro a partir de 1940. Muy interesada es la referencia de Nuño al priísta Torres Bodet, quien, independientemente de sus aciertos y valores literarios, contribuyó de manera definitiva a la consolidación del corruptor y charrísimo SNTE, y al cruento exterminio de las organizaciones magisteriales autónomas, democráticas y progresistas que se venían construyendo en las décadas anteriores a 1940. Tampoco se entiende nuestra historia si se ignoran las luchas del magisterio mexicano a lo largo de la segunda mitad del siglo XX y las que hoy protagoniza. El gobierno ha pretendido hacer creer que el amplio movimiento social de hoy, extendido en casi todo el territorio nacional, es una perversa maniobra de un puñado de líderes corruptos que defienden intereses ilegítimos.
La historia de la educación mexicana que nos cuentan Nuño y sus colaboradores en el preámbulo de su nuevo modelo educativo no es una versión más que pudiera tener el mismo valor que otras narraciones del mismo asunto: es simplemente una falsedad, una muestra del menosprecio que estos reformadores tienen por lo que hacen y han hecho millones de mexicanos, y una evidencia más de la corrupción de su discurso. Los maestros mexicanos saben bien que están construyendo historia hacia adelante.