Regeneración, 29 de marzo 2014.-Lo que sucede con la línea 12 del Metro lleva, queriéndolo o no, a derroteros de suspicacia y nos reconecta con la parte de nuestra historia que ha estado tan ligada a los trenes, las vías y las estaciones de ese sistema de transporte, que tuvo su primer gran auge en el siglo XIX. Después de algunos ensayos en tramos cortos, a la primera línea de ferrocarril digna de tal nombre, de México a Puebla, la inauguró Benito Juárez en 1869.
En el mundo había entonces ya muchos kilómetros de vías férreas y la ciencia, que avanzaba a toda prisa, resolvió muy bien la relación que debe haber, precisa y milimétrica, entre rieles y ruedas.
Ya sabían que el hierro se dilata con el calor y se contrae con el frío, por eso, durmientes de madera y, por eso, el problema de las curvas se atendió con ruedas levemente cónicas.
Los avances tecnológicos extendieron las redes ferroviarias por el mundo; asombra así que el problema técnico de la adecuación de rieles con ruedas o ruedas con rieles haya sido la causa de la suspensión de un servicio que tanto costó a la ciudad y que a tantos usuarios afecta. Los mal pensados sospechamos que hay gato encerrado.
La política y los ferrocarriles en México han corrido parejos desde hace años; los caminos reales abiertos prácticamente a mano por fray Sebastián de Aparicio, tuvieron pronto que competir con los caminos de hierro.
Hay anécdotas, obras de arte, tragedias y comedias alrededor del ferrocarril. José María Velasco pintó hermosos óleos en los que la locomotora, echando bocanadas de humo, arrastra sus carros bordeando barrancas en medio de una ubérrima naturaleza tropical; recuerdo La Barranca de Metlac, entre otros. López Velarde describió al tren, que va por la vía, como aguinaldo de juguetería.
Posada hizo grabados alusivos e ilustró corridos sobre desgracias y descarrilamientos; los cristeros y los zapatistas volaron trenes en sus respectivas y paralelas guerras contra poderes opresivos; es un lugar común decir que la red que el gobierno de Díaz pudo extender a todo lo largo del país, sirvió de vehículo a los revolucionarios que lo derrocaron a él y a Huerta.
Una emotiva fotografía de la Revolución muestra la imagen de una adelita con rebozo y cananas, aferrada a los barrotes de la puerta de un carro de ferrocarril, oteando a la distancia, seguro buscando a su Juan, que imaginamos corriendo por el andén para llegar a tiempo y partir.
La novela de la Revolución mexicana está llena de relatos en los que el ferrocarril es escenario y protagonista. Las manos de mamá”, de Nellie Campobello; Se Llevaron el Cañón para Bachimba, de Rafael F. Muñoz; La escondida, de Miguel N. Lira, entre otras, pintan el ambiente y la importancia de este medio de transporte. No olvidamos términos como el ferrocarril central, el nacional, la vía angosta, la vía ancha, que eran referencias cotidianas de la vida de entonces.
En la capital nos conformamos con los tranvías, primero de mulitas y después eléctricos; el Metro se inauguró tardíamente. Eran presidente, Díaz Ordaz, y jefe del Departamento del DF, el general y licenciado Corona del Rosal. El flamante medio de transporte se hizo pronto parte del paisaje urbano y desplazó a los tranvías amarillos; se convirtió en la solución (y suplicio) de millones de usuarios y ha funcionado durante décadas sin problemas graves. Que yo recuerde sólo un accidente sobre calzada de Tlalpan, suicidios esporádicos, especialmente en primavera, y nada más.
Lo que ahora sucede es raro, da en que pensar. La tecnología actual se supone que es más avanzada que la de otras épocas, y dándole vueltas al tema, recordé un popular corrido de hace 100 años:
El tren que corría
por el ancha vía
de pronto se fue a estrellar
con un airoplano (sic)
que andaba en el llano
volando sin descansar….
Pregunto para un corrido de hoy sobre la línea 12, ¿a quién ligamos al tren que corría y a quien con el airoplano con el se fue a estrellar?