Regeneración, 4 de diciembre de 2015.- La primera vez que hombres y mujeres salieron a excavar en busca de sus familiares desaparecidos, no sabían cómo hacerlo.
El líder de la expedición les dijo que buscarán tonos de color distintos en el terreno, evidencia de que la tierra fue removida. Les pidieron identificar alguna depresión en el suelo. Eso podría señalar una fosa clandestina.
Se encaminaron a las montañas con palas y picos y se detuvieron en un campo donde un hombre les dijo que, a veces, olía mal. En un terreno lleno de hierbas, arbustos espinosos y salpicado de flores amarillas y moradas, comenzaron a excavar. Diez centímetros, 20, 40, 60 y entonces pararon: entre la tierra apareció un hueso.
Mujeres y hombres lloraron, algunas rezaron, y luego siguieron la búsqueda en el terreno hasta que encontraron seis fosas.
«Sabíamos que íbamos a buscar gente enterrada, pero nunca nos imaginamos qué es lo que íbamos a encontrar», dijo Mario Vergara, quien busca a su hermano desaparecido el cinco julio de 2012 en la localidad cercana de Huitzuco. «Lo que vimos nos quebró».
Las expediciones comenzaron poco después de que 43 estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa fueran detenidos por la policía en Iguala el 26 de septiembre de 2014 y nunca más se volviera a saber de ellos.
En medio del escándalo desatado por los estudiantes y deseosos de encontrar a sus propios desaparecidos, cientos de familiares hicieron a un lado su miedo y el silencio y por primera vez denunciaron los secuestros de sus seres queridos, que se sumaron a la lista de casi 26 mil desaparecidos en todo México.
Cerca de 30 personas se reunieron por primera vez en noviembre de 2014 en el sótano de la iglesia San Gerardo, donde cada familia contó una historia peor que la otra sobre cómo sus seres queridos salieron a trabajar y nunca más volvieron, cómo hombres armados llegaron y se los llevaron de sus casas, o cómo fueron detenidos en un retén policial y ya no volvieron a saber de ellos.
Dieron muestras de ADN y decidieron buscar en las montañas de Iguala a sus hijos e hijas, esposos y parientes, conocidos como «Los Otros Desaparecidos».
Los restos del hijo de Gerardo Alcocer fueron recuperados de una esas fosas localizadas en la primera expedición. Gerardo Alberto, de 28 años, desapareció el 14 de abril de 2013 en Iguala y sus padres lo buscaron en el bar donde trabajaba de mesero, pero nadie les dio razón. Estuvieron en hospitales, la cárcel. Nada. Cientos de hojas con su foto tapizaron postes, paredes de Iguala.
Alcocer llegó a la iglesia con la esperanza de poder encontrar con vida a su hijo. Su epilepsia le impidió unirse a otras familias en las montañas. Su mayor agradecimiento, dijo, es al grupo por haber salido a buscar las fosas.
«La vida es para que los hijos entierren a los padres, no los padres a los hijos», dijo. «Y se siente feo, demasiado feo», añadió el hombre que aunque no volvió a ver con vida a su hijo, recuperó sus restos, algo que muy pocos pueden decir que lograron hacer en Guerrero y en muchos otros lugares de México.
En los primeros días de las búsquedas, Miguel Angel Jiménez, un activista y policía comunitario les enseñó que debían buscar «campamentos», porque los secuestradores suelen mantener a sus víctimas ahí antes de matarlas y las fosas podrían estar en los alrededores.
Buscaron entre matorrales y huizaches espinosos, restos de basura o ropa y vieron que los troncos de los árboles más grandes tenían algunas partes talladas que, al parecer, los secuestradores usaban como escalones para subir hasta la copa y vigilar.
En algunos lugares encontraron restos de platos térmicos, vasos desechables, botellas de cerveza, whisky, tequila. «Los campesinos no comen en platos desechables», Jiménez les decía, según contó Xitlali Miranda, una psicóloga que se unió a las búsquedas.
Jiménez se separó del grupo y a finales del verano lo mataron a tiros. Tal y como pasa con muchos asesinatos en la zona, no se ha determinado el móvil y nadie ha sido acusado del crimen.
Durante los primeros dos meses, las familias salieron a diario a las montañas en el noroeste de Iguala. Intentaban ser organizados, por ejemplo caminar alineados para peinar una zona, pero en cuestión de minutos la gente rompía la fila y se dispersaban. «Somos algo desordenados», dijo Miranda.
Las autoridades les prohibieron que volvieran a excavar. Argumentaron que alterarían la escena y dañarían o romperían los huesos. Pero las familias no suspendieron las búsquedas. Aunque ya no escarbaban, comenzaron a utilizar una varilla como otro método de detección: la enterraban en la tierra y si un olor quedaba impregnado en el metal, sabían que era una fosa para marcar y esperar a que llegara el gobierno.
«Mientras más reciente es el cuerpo, más olor tiene», dijo Miranda. «Como a carne descompuesta. Es un olor penetrante. Se te mete y quedas oliendo como si tuvieras todavía la varilla. No es un olor que se va».
Al paso del tiempo aprendieron varias cosas. Miranda dijo que la varilla no era infalible. «Hay cuerpos que son antiguos y no tienen ningún olor. Ahorita ya sabemos que ni siquiera la varilla es 100 por ciento seguro», dijo.
Después de que las familias marcaban las fosas, era el turno de las autoridades. Un equipo de peritos, uno del ministerio público y un antropólogo llegaban al lugar escoltados por autoridades federales. Iniciaban la operación tomando video y fotografías del área. Fijaban algunas varillas y ataban hilo que cruzaban de un lado a otro hasta hacer una cuadrícula.
Luego escarbaban en cada cuadrado con pala y pico y cuando pensaban que estarían cerca de algún resto, continuaban su trabajo con una especie de cuchara de albañil. Al dar con un hueso, seguían con una brocha para quitarle la tierra alrededor. Volvían a tomar video y fotografías y al final sacaban uno a uno los huesos que colocaban en cajas para llevarlos hasta los laboratorios periciales en la Ciudad de México.
Y aunque decían a las familias que no debían interferir, a veces ellos mismos pedían su ayuda.
«Me he metido a las fosas a escarbar, agarro los cuerpecitos, los esqueletitos», dijo Bertha Moreno, quien busca a su hijo, Manuel Cruz Moreno, un ayudante de albañil que desapareció el 2 de enero de 2009 cuando tenía 21 años. La señora aseguró que una antropóloga le pidió ayuda en algunos momentos.
Antes de suspender en el verano las búsquedas por las lluvias, las familias habían localizado más de 60 fosas clandestinas con restos de 104 personas, de las cuales sólo 13 habían sido identificadas, incluido el hijo de Alcocer.
Cuando las familias reanudaron las búsquedas el ocho de noviembre, encontraron los restos al parecer de una persona y en los días siguientes localizaron más. Las autoridades han exhumado los restos de 11 cuerpos, algunos con uniformes policiales.
(La Jornada)