Juan Gabriel era un hombre humilde, implacable, estoico. Siempre se contaba con él; quién le pedía, recibía. Pero no le podían fallar, porque entonces no había vuelta atrás.
Por Ana Ávila para Animal Político
En el rancho de Parácuaro, Michoacán, había caballos blancos. Los escuchaba caminar detrás de las paredes. Los perros aullaban. Todos eran huérfanos y venían de la calle. “Cuando ando en Acapulco y veo esos animales jalando las calandrias, todos flacos, los compro y me los traigo. Los perros también eran callejeros”.
Regresé con Juan Gabriel al inicio. La casa ya no de lámina con ladrillos desalineados, sino un rancho que a lo largo de sus hectáreas estaba rodeado de árboles. Los caballos y perros, amos de su territorio, paseaban desvergonzados ante la extraña.
El afán interminable por cobijar brotaba. En las calles pavimentadas del pueblo, las lámparas que compró para el alumbrado, los perros, los caballos. Quitarle lo huérfano a todo.
Lo que más me intrigaba de la personalidad de Juan Gabriel era su humildad y su capacidad de no perder de vista a los más desprotegidos. Yo le preguntaba qué por qué era así. Me respondía que sin humildad no éramos nada. “Una vez -me dijo- una joven que paseaba por Acapulco con sus amigas me pidió un autógrafo”. Mientras lo firmaba, la chica le comentó que era para su “sirvienta”. Juan Gabriel no le contestó nada, terminó y se despidió cortésmente.
Juan Gabriel entendía que esa niña rica se estaba deslindando de cualquier signo que demostrara ser una admiradora de un cantante de las clases populares. Negar lo que no fuera pop en inglés. Juan Gabriel me platicó que para él eran lecciones de humildad y así las tomaba. Le parecía muy bien que una trabajadora del hogar fuera su admiradora y que la niña le llevara su autógrafo.
Conocí a Juan Gabriel caminando con mi madre por San Miguel de Allende, platicamos un poco en la calle y luego nos volvimos a encontrar en un restaurante. Yo soy como usted, me dijo. Y eso cómo es, le pregunté. Pues vegetariano. Me reí. Creo que le caí bien porque paseaba con mi mamá y de alguna manera le gustaba aquello. Siento que así hubiera querido hacer con la suya.
Meses más tarde comíamos en su casa de Acapulco. Él pescado y yo frijoles con arroz porque se le había olvidado que yo no comía ningún tipo de carne. Cuando llegué a su casa, estaba recostado en un sofá en la terraza. Me hablaba de usted. “Grabe lo que quiera, todo lo puede publicar”.
Su cocina me recordaba a la casa de Frida y Diego en Coyoacán. Azulejos, ajos, chiles. Más tarde lo acompañaría a dar un concierto privado. Me caía muy bien, me gustaba hablar con él. En la noche estuvimos cerca de Disco Beach. Ahí le habían acondicionado un camerino con flores y botellas de agua. “Le voy a cantar a don Beto”, me contó. “Él me daba de comer cuando me venía de aventón con mis amigos a Acapulco. No teníamos nada de dinero y él nos recibía en su restaurante, le juré que cuando fuera famoso siempre vendría en su cumpleaños a cantarle y aquí estoy, año con año”.
De nueva cuenta regresábamos al tema de la humildad, ahora también combinada con lealtad. Juan Gabriel era un hombre implacable y estoico. Siempre se contaba con él; quién le pedía, recibía. Empezando por mí. Pero no le podían fallar. Me daba la impresión de que si llegaban a lastimar su corazón, no había vuelta atrás. Cada decepción era la primera. Su mamá cerrándole la puerta una y otra vez.
Juan Gabriel no paraba. Esa noche que cantó para don Beto como si estuviera en Bellas Artes, me preguntaba cuántos discos más, cuántas más canciones nos quedaban de él. Seguía escribiendo siempre. Mientras todos duermen, decía, yo sigo trabajando. Durante nuestro viaje, me contó de los abusos de las disqueras, de lo doloroso que fue no tener conciencia de lo que firmaba. En aquel entonces estaba por terminar un contrato; “voy a ser libre”, me decía. El único remedio que veía era seguir trabajando no sólo para recuperar lo que le quitaban las disqueras, sino como herramienta de vida.
Me contó que decidió trabajar siempre. No parar ni darse concesiones. “Uno se da sus gustos, pero siempre hay que andar cuidadoso”. Además de ser humilde, me insistía, “hay que ser buena gente y eso no se puede, si no sabemos perdonar, aceptar y comprender a los demás”.
Creo que Juan Gabriel no tenía que hablar para mostrarme lo que quería decir. Bastaba con escuchar los caballos blancos tras la pared, ver a los perros, huérfanos gordos por el jardín para saber que él era ellos y que en cada persona, cada animal rescatado, estaba él, su niño de la calle, sin calor, pero despierto, listo para morir como un grande.