Por: Pedro Salmerón Sanginés | La Jornada
El régimen emanado de la Revolución Mexicana, como todos, construyó su versión de la historia. Ese discurso histórico fue una de las principales fuentes de legitimidad del Estado. Jesús Reyes Heroles, presidente e ideólogo del PRI, afirmó que la continuidad histórica es la coraza de la revolución, donde por revolución entendía al régimen gobernante.
Se trataba, pues, de la narración histórica legitimadora, pero también era una historia popular y antimperialista, pues el régimen, de Obregón a Cárdenas, llevó adelante una transformación de la dependencia que requería el acotamiento de los grandes intereses trasnacionales, que habían dictado nuestra vida económica en el porfiriato; así como la búsqueda de un camino propio de desarrollo, que limitara el saqueo y moderara la miseria. Para ello eran ineludibles el reparto agrario, la política social, la intervención del Estado en la economía y la legislación laboral, nada de lo cual podía hacerse sin el apoyo de los trabajadores organizados.
Durante casi 40 años más, el régimen aprovechó la inercia de las políticas populares y nacionalistas del general Cárdenas. Aunque Daniel Cosío Villegas señaló correctamente el rumbo neoporfirista que tomaba el gobierno de Miguel Alemán; aunque ese mismo gobierno, usando al Ejército, destruyó la democracia y la autonomía de los sindicatos; aunque los campesinos insurgentes de la UGOCM que devendrían en el grupo guerrillero que asaltó el Cuartel Madera demostraron, en los años 60, que en el campo privaba el neolatifundismo; en fin, aunque el Ejército tomó por asalto las instalaciones del sindicato ferrocarrilero en 1958 y disparó contra los estudiantes en 1968. Al régimen le seguía sirviendo aquel discurso histórico como elemento legitimador. Ese discurso era una de las dos piezas centrales de su legitimidad, junto con la eficacia (muchas veces más aparente que real) de su política económica.
A partir de 1968, cuando numerosos sectores advirtieron la incapacidad del régimen para incorporarlos o dar cauce a sus demandas y, sin duda, después de la crisis de 1982 y la inflación galopante de los años 80, los dos elementos claves de legitimación del régimen, el discurso histórico y la supuesta eficacia en la conducción de la economía, perdieron vigencia hasta vaciarse de contenido.
Ese discurso se basaba en la continuidad histórica del México antiguo, la Independencia, la Reforma y la Revolución, entendida esta última como revolución popular, agraria y nacionalista, pero enseñada también de una forma mecánica y maniquea, que presentaba al régimen como el heredero de aquellas luchas y el encargado de administrarlas. Estos argumentos fueron desmantelados por los historiadores profesionales al mismo tiempo que el régimen perdía sus otras fuentes de legitimidad. Entre 1967 y 1982 se publicaron una docena de libros señeros, después de los cuales nadie podría defender la continuidad postulada por Reyes Heroles, salvo cinismo, ignorancia o estupidez.
A los autores de este conjunto de libros los llamaron genéricamente revisionistas, aunque había al menos tres grupos distintos entre ellos: quienes negaban el carácter revolucionario del movimiento iniciado en 1910, adscribiéndose a interpretaciones más o menos toquevilleanas o gatopardistas (la revolución revolucionó todo para no cambiar nada) o, más aún, para argumentar que la revolución detuvo el crecimiento y tuvo efectos marcadamente nocivos; quienes estudiaban a fondo problemas políticos y sociales del movimiento, con énfasis en su carácter regional; y por otro lado, quienes mostraban el carácter radical y revolucionario de una insurgencia popular derrotada, pero también, el carácter progresista y nacionalista de los gobiernos posrevolucionarios, hasta 1940.
Esta devastadora ofensiva emprendida por estudiosos preocupados por el presente nacional, coincidió con la crisis, evidenciada desde 1982: las devaluaciones sucesivas, la inflación galopante y la conducción del país por el rumbo neoliberal, todo lo cual quitó al régimen el otro pilar de su discurso legitimador: la supuesta eficacia económica. De ahí vino la verdadera caída del sistema, la abrumadora derrota electoral del PRI en 1988.
Pero el gobierno cometió un fraude monumental e impuso a su candidato, quien ya siendo presidente encontró la manera de construir nuevas fuentes para legitimar al régimen. Estas fuentes legitimaban a otro régimen, pues insensiblemente se produjo un cambio de régimen en la década de 1980 (la reiteración de la palabra régimen no obedece a un descuido). En el nuevo discurso legitimador la historia tenía poco espacio, pues no resultaba muy útil para las obsesiones del gobierno de Salinas de Gortari y sus sucesores: a un régimen que pretendía imponer su visión de la historia le siguió otro que pretendía deconstruir (desmitificar) la historia o desentenderse de ella.
Y el nuevo régimen encontró de inmediato los desmitificadores que necesitaba.
Twitter: @salme_villista