Un caso reciente es el de San Francisco Xochicuatla, pueblo hñahñu ubicado en el municipio de Lerma, estado de México. Sus habitantes, igual que los de pueblos aledaños, se oponen a que la empresa Autopistas de Vanguardia (Autovan), subsidiaria de Constructora Teya, filial de Grupo Higa, construya la autopista Toluca-Naucalpan, porque destruiría el bosque que tan celosamente han cuidado por años, y con ello la ruta ancestral que año con año les permite subir hacia el cerro de la Campana donde, según su cosmovisión, se originó la vida. Con la construcción de la autopista, los hñahñu ya no podrían cruzar hacia el cerro de la Campana. En su defensa han recurrido a la denuncia de la agresión, la movilización para detener las obras y a los tribunales para hacer valer sus derechos. Y como la razón les asiste, los tribunales les han dado la razón.
En lugar de respetar los fallos judiciales, el Presidente de la República ha optado por la expropiación para despojar al pueblo hñahñu y entregar su patrimonio a la empresa que tiene en propiedad la casa de su esposa. Y para lograr su propósito, antes de la publicación de los decretos de expropiación ordenó que la policía ocupara los predios afectados, para evitar que los habitantes impidieran la entrada de la maquinaria que iba a iniciar las obras. No lo logró porque los pueblos respondieron instalando un campamento en el lugar donde planeaban realizar los trabajos. Los habitantes de Xochicuautla han dicho que su movilización es para seguir siendo pueblo, ejercer su autonomía, preservar la integridad de su territorio y exigir que la obra sea consultada antes de que se inicie, para que el pueblo determine si la quiere y, en su caso, en qué condiciones debe realizarse.
Más grave es la decisión del gobierno de intervenir militarmente en la comunidad nahua de Santa María Ostula, ubicada en las costas de Michoacán, con el fin de detener a Cemeí Verdía Zepeda, primer comandante de la Policía Comunitaria de esa comunidad y coordinador general de las autodefensas de los municipios de Aquila, Coahuayana y Chinicuila, cuyo objetivo es brindar seguridad a sus habitantes frente a la violencia del crimen organizado. Según testimonio de los representantes de la comunidad, los militares entraron disparando contra la población para que se alejara y no obstruyera su misión, lo que dio como resultado un niño muerto y otras cuatro personas heridas, entre ellas una niña. La acción es reprobable también porque violó los acuerdos de los comunitarios tenían con el gobierno del estado, entre ellos la entrega de armas, de cuya posesión se acusa al comandante comunitario detenido, así como de la aprobación de plazas de la Fuerza Rural para el municipio de Aquila, al que pertenece la comunidad agredida.
Desafortunadamente, no son los únicos casos, pues como estos existen muchos a lo largo y ancho de la República Mexicana. Puede ser que nombrar nueva guerra contra los pueblos indígenas a este tipo de actos represivos suene exagerado para algunos oídos. Lo que no se puede negar es que estamos ante un patrón sistemático de violación a los derechos de los pueblos indígenas, en el sentido que lo ha caracterizado la Corte Interamericana de Derechos Humanos: una pluralidad de actos con un mismo fin y una conducta repetida en el tiempo. Las consecuencias de esta situación pueden ser lamentables si no se corrigen desde ahora. Es probable que este tipo de acciones oficiales logre sus propósitos inmediatos de someter a los insumisos; pero en el largo plazo, está incubando un descontento y una irritación social cuyos resultados nadie puede predecir. Por eso más valdría corregir el rumbo. Ahora que aún hay tiempo. Después puede ser demasiado tarde.