La violencia contra el otro en un mundo en calentamiento, por Naomi Klein

Agua

El calentamiento global se acelera con los procesos de explotación y contaminación que están asociados a la violencia para despojar a los pueblos del acceso a los recursos. Superar la desconexión y enlazar los diversos movimientos es la tarea más urgente. Es la única vía para construir un contrapoder que detenga es sistema altamente rentable –para algunos– pero cada vez más insostenible. El cambio climático acelera nuestras enfermedades sociales –desigualdad, guerras, racismo- pero también puede acelerar la unión de las fuerzas que trabajan por la justicia social y económica contra el militarismo.

Naomi Klein*

Regeneración, 21 de junio de 2016. «Superar estas desconexiones –fortaleciendo los hilos que enlazan nuestros diversos movimientos y cuestiones– es, en mi opinión, la tarea más urgente para cualquier persona que se preocupe por la justicia social y económica. Es la única vía para construir un contrapoder lo suficientemente robusto como para poder ganar a las fuerzas que protegen un statu quo altamente rentable –para algunos- pero cada vez más insostenible. El cambio climático actúa como acelerador de muchas de nuestras enfermedades sociales -desigualdad, guerras, racismo- pero puede también ser acelerador de todo lo contrario: de las fuerzas que trabajan por la justicia social y económica contra el militarismo.»

Edward Said no era un ecologista radical; provenía de una familia de comerciantes, artesanos y profesionales. En una ocasión se describió a sí mismo como “un caso extremo de palestino urbanita cuya relación con la tierra es básicamente metafórica”. En After the Last Sky, sus meditaciones sobre las fotografías de Jean Mohr exploraban los aspectos más íntimos de la vida palestina, desde la hospitalidad al deporte y a la decoración del hogar. El detalle más nimio –la colocación de un marco, la postura desafiante de un niño- provocaba en Said un torrente de percepciones. Pero cuando se enfrentaba a las imágenes de los campesinos palestinos –cuidando de sus rebaños, trabajando la tierra-, la especificidad se evaporaba súbitamente. ¿Qué tipo de cosecha estaban cultivando? ¿En qué estado se hallaba el suelo? ¿Disponían de agua? No era capaz de captarlo. “Sigo percibiendo una población de sufridos campesinos pobres, a veces peculiar, inmutable y colectiva”, confesaba Said. Se trataba de una percepción “mítica” –reconocía- que, sin embargo, mantuvo.

Si bien la agricultura era otro mundo para Said, pensaba que quienes dedicaban sus vidas a cuestiones como la contaminación del aire y del agua habitaban otro planeta. En una ocasión, hablando con su colega Rob Nixon, describió el ecologismo como “la indulgencia de mimados ecologistas radicales que carecen de una causa adecuada”. Pero los desafíos medioambientales del Oriente Medio son imposibles de ignorar para alguien inmerso, como Said, en su geopolítica. Se trata de una región intensamente vulnerable al calor y a la escasez de agua, al aumento del nivel del mar y a la desertificación. Un reciente informe sobre el cambio climático publicado en la revista Nature predice que, a menos que reduzcamos radical y rápidamente las emisiones, es probable que partes inmensas del Oriente Medio “experimenten niveles de temperatura intolerables para el ser humano” a finales de este siglo. Y esto es algo tan contundente como aseguran los científicos del clima. Sin embargo, en la región se tiende aún a tratar las cuestiones medioambientales como si fueran algo no prioritario o una causa superflua. La razón no es la ignorancia ni la indiferencia. Se trata tan sólo del ancho de banda. El cambio climático es una grave amenaza pero los aspectos más aterradores del mismo van a darse a medio plazo. Sin embargo, a corto plazo, hay siempre amenazas mucho más urgentes con las que lidiar: la ocupación militar, los ataques aéreos, la discriminación sistémica, el embargo. Nada puede competir con eso, ni debería intentarlo.

Hay otras razones por las que Said podría haber considerado el ecologismo como un patio de recreo burgués. El Estado israelí ha revestido desde hace mucho tiempo de un barniz verde su proyecto de construcción de la nación, algo que fue parte fundamental de los valores pioneros del “retorno a la tierra” sionista. Y, en este contexto, los árboles han estado, específicamente, entre las armas más potentes para el saqueo y la ocupación de la tierra. No se trata sólo de los innumerables olivos y árboles de pistachos arrancados para dejar espacio a los asentamientos y carreteras sólo para israelíes, también de los extensos bosques de pinos y eucaliptos que el Fondo Nacional Judío (JNF, por sus siglas en inglés), ha plantado de la forma más infame en esos huertos y en el espacio de los pueblos palestinos en función de su eslogan “convertir el desierto en vergel”, alardeando de haber plantado 250 millones de árboles en Israel desde 1901, muchos de ellos no autóctonos de la región. En los folletos propagandísticos, el JNF se promociona como otra ONG verde, preocupada por la gestión de los bosques y del agua, de los parques y del ocio. Es también el mayor terrateniente privado en el Estado de Israel y, a pesar de la cantidad de complicados retos legales, todavía se niega a arrendar o vender tierras a los no judíos.

Crecí en una comunidad judía donde todas las conmemoraciones –nacimientos y muertes, día de la madre, bar mitzvah- estaban marcadas por la compra orgullosa de un árbol del JNF en honor a la persona. No fue sino hasta la edad adulta cuando empecé a entender que esas entrañables coníferas de remotos lugares, cuyos certificados empapelaban las paredes de mi escuela primaria en Montreal, no eran benignas, no eran sólo algo para plantar y después abrazar. En realidad, esos árboles están entre los símbolos más flagrantes del sistema israelí de discriminación oficial, algo que debe desmantelarse si queremos llegar a conseguir una coexistencia pacífica.

El JNF es un ejemplo reciente y extremo de lo que algunos llaman “colonialismo verde”. Pero el fenómeno apenas es nuevo ni único en Israel. Hay una historia larga y penosa en las Américas respecto a hermosas extensiones de tierras salvajes convertidas en parques protegidos, y esa designación se utilizó después para impedir que los pueblos indígenas pudieran acceder a sus territorios ancestrales para cazar y pescar o, sencillamente, para vivir. Ha sucedido una vez y otra. Una versión contemporánea de este fenómeno es la compensación por emisiones de carbono. Los pueblos indígenas, de Brasil a Uganda, se han encontrado con que algunos de los saqueos de tierras más agresivos los están llevando a cabo organizaciones medioambientales. De repente, se decide otorgar a un bosque compensaciones por emisiones de carbono y se convierte en zona vedada para sus habitantes tradicionales. La consecuencia es que el mercado de compensaciones por emisiones de carbono ha creado una nueva clase de abusos “verdes” de los derechos humanos, siendo los campesinos y los pueblos indígenas atacados físicamente por guardabosques o mercenarios de la seguridad privada cuando intentan acceder a esas tierras. El comentario de Said acerca de los fanáticos medioambientales debe encuadrarse en tal contexto.

Y hay más. En el último año de la vida de Said, se estaba levantando ya la llamada “barrera de separación” a base de apropiarse de franjas inmensas de Cisjordania, aislando a los trabajadores palestinos de sus empleos, a los campesinos de sus campos, a los pacientes de los hospitales y dividiendo brutalmente a las familias. No había escasez de razones para oponerse al muro en virtud de los derechos humanos. Sin embargo, en aquel momento, algunas de las voces disidentes más potentes entre los judíos israelíes no se dedicaban a nada de eso. Yehudit Naot, entonces ministra de medio ambiente de Israel, estaba más preocupada por un documento en el que se informaba de que “La valla de separación… es perjudicial para el paisaje, la flora y la fauna, los corredores ecológicos y el drenaje de los arroyos”. “En realidad no quiero detener ni retrasar la construcción de la valla”, dijo, pero “me preocupa todo el daño medioambiental que va a provocar”. Como el activista palestino Omar Barghuti observó más tarde, “el ministerio y la Autoridad para la Protección de los Parques Nacionales organizaron diligentes esfuerzos de rescate para salvar una reserva afectada de lirios trasladándola a una reserva alternativa. También crearon pasajes diminutos (a través del muro) para los animales”.

Tal vez esto ponga en contexto el cinismo respecto al movimiento verde. La gente tiende a volverse cínica cuando sus vidas son consideradas menos importantes que las flores y los reptiles. Y sin embargo, hay mucho en el legado intelectual de Said que ilumina y aclara mucho más las causas subyacentes de la crisis ecológica global señalando formas de respuesta que son más inclusivas que los actuales modelos de campañas: formas que no piden a la gente que sufre que aparque sus preocupaciones respecto a la guerra, la pobreza y el racismo sistémico y se dedique en primer lugar a “salvar el mundo”, sino que demuestran que todas estas crisis están interrelacionadas y que las soluciones deberán también estarlo. En resumen, puede que Said no tuviera tiempo para los ecologistas fanáticos pero estos deben hacerle un hueco urgentemente a Said –y a otros muchos grandes pensadores poscoloniales antiimperialistas-, porque sin esos conocimientos no hay forma de entender cómo hemos acabado en este peligroso lugar, o para captar las transformaciones necesarias para poder sacarnos de él. Por tanto, a continuación expongo algunos pensamientos –en modo alguna completos- acerca de lo que podemos aprender al leer a Said en un mundo en calentamiento.

***

Era, y sigue siendo, uno de nuestros teóricos más desgarradoramente elocuentes del exilio y la nostalgia, pero la nostalgia de Said, siempre lo dejó claro, era de una patria que había sido alterada de forma tan radical que ya no existía realmente. Su posición era compleja: defendía ferozmente el derecho al retorno, pero nunca afirmó que su hogar fuera inamovible. Lo que importaba era el principio del respeto hacia todos los derechos humanos en condiciones de igualdad y la necesidad de que una justicia restaurativa informara nuestras acciones y políticas. Esta perspectiva es profundamente importante en esta época nuestra de costas erosionadas, de naciones que desaparecen bajo mares que aumentan de nivel, de arrecifes de coral en proceso de decoloración que sustentan culturas enteras, de un Ártico templado. Esto se debe a que el estado de anhelo de una patria radicalmente alterada –un hogar que puede incluso no existir ya- es algo que está siendo rápida y trágicamente globalizado. En marzo, dos importantes estudios, revisados por otros colegas científicos, advertían que el nivel del mar podría aumentar mucho más rápidamente de lo que se creía con anterioridad. Uno de los autores del primer estudio era James Hansen, quizá el climatólogo más respetado del mundo. Advertía que en la trayectoria actual de emisiones nos enfrentamos a la “pérdida de todas las ciudades costeras, de la mayoría de las grandes ciudades del mundo y de toda su historia”, y no en miles de años a partir de ahora sino en este mismo siglo. Si no exigimos cambios radicales, vamos de cabeza hacia un mundo entero de pueblos en búsqueda de un hogar que ya no existe.

Said nos ayuda a imaginar a qué podría parecerse también eso. Ayudó a popularizar el término árabe sumud (“quedarse quieto, resistir”): esa firme negativa a abandonar la tierra de uno a pesar de los intentos más desesperados de desalojo e incluso rodeados de continuos peligros. Es una palabra que se asocia más con lugares como Hebrón y Gaza, pero podría aplicarse igualmente hoy a los residentes en la costa de Luisiana que han levantado sus hogares sobre pilotes para no tener que evacuarlos, o los de las islas del Pacífico, cuyo eslogan es: “No estamos ahogándonos. Estamos luchando”. En países como las islas Marshall y Fiyi y Tuvalu, saben que es inevitable que el nivel del mar suba mucho, lo que hace probable que sus países no tengan futuro. Pero se niegan a preocuparse simplemente por la logística de la reubicación y no lo harían aunque hubiera países más seguros dispuestos a abrir sus fronteras; tendría que ser uno muy grande, ya que los refugiados del clima no están aún reconocidos en el derecho internacional. En cambio, están resistiendo activamente: bloqueando con sus canoas hawaianas tradicionales los buques australianos que llevan carbón, interrumpiendo las negociaciones internacionales sobre el clima con su incómoda presencia, exigiendo acciones más agresivas en defensa del clima. Si hay algo que merezca la pena celebrar del Acuerdo de París firmado en abril –que por desgracia es insuficiente–, se debe a este tipo de actuaciones ejemplares: el sumud climático.

Pero esto sólo araña la superficie de lo que podemos aprender al leer a Said en un mundo en calentamiento. Desde luego que era un gigante en el estudio de la “otredad”, que en su obra Orientalismo se describe como “ignorar, esencializar, despojar de humanidad a otra cultura, pueblo o región geográfica”. Y una vez que se ha determinado firmemente a ese otro, se ha preparado el terreno para cualquier trasgresión: expulsión violenta, robo de la tierra, ocupación, invasión. Porque el objetivo de la otredad es que el otro no tenga los mismos derechos, la misma humanidad que los que hacen tal distinción. ¿Qué tiene todo esto que ver con el cambio climático? Quizá todo.

Hemos calentado peligrosamente ya nuestro mundo y nuestros gobiernos siguen negándose a emprender las acciones necesarias para detener la tendencia. Hubo una época en que muchos tuvieron derecho a proclamar ignorancia. Pero durante las últimas tres décadas, desde que se creó el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático y empezaron las negociaciones sobre el clima, la negativa a reducir las emisiones ha ido acompañada de un pleno conocimiento de los peligros. Y este tipo de reluctancia habría sido funcionalmente imposible sin el racismo institucional, aunque sólo esté latente. Habría sido imposible sin el Orientalismo, sin todas las herramientas potentes en oferta que permiten que los poderosos desechen las vidas de los más vulnerables. Estas herramientas –que clasifican el valor relativo de los seres humanos- son las que permiten que se destrocen naciones enteras y culturas antiguas. Y, para empezar, son las que permitieron que se liberara todo ese carbono.

***

Los combustibles fósiles no son los únicos causantes del cambio climático –tenemos también la agricultura industrial y la desforestación- pero son los que más inciden en él. Lo que sucede con los combustibles fósiles es que son tan inherentemente sucios y tóxicos que requieren personas y lugares expiatorios: gente cuyos pulmones y cuerpos pueden inmolarse para trabajar en las minas de carbón, gente cuyas tierras y agua pueden sacrificarse para la minería a cielo abierto y los derrames de petróleo. Tan recientemente como en la década de 1970, los científicos que asesoran al gobierno de EE.UU. se refirieron a ciertas zonas del país designándolas como “zonas nacionales sacrificiales”. Piensen en las montañas de los Apalaches, dinamitadas para la minería de carbón, porque la minería de carbón denominada “de remoción de las cimas de las montañas” es más barata que cavar agujeros subterráneos. Tiene que haber teorías de la otredad que justifiquen el sacrificio de toda una geografía, teorías acerca de que las personas que allí viven son tan pobres y atrasadas que sus vidas y cultura no merecen protegerse. Después de todo, si eres un “palurdo”, ¿a quién le preocupan tus colinas? Convertir todo ese carbón en electricidad necesita también de otra capa de otredad: esta vez respecto a las barriadas urbanas cercanas a las centrales eléctricas y refinerías. En Norteamérica, estas comunidades son mayoritariamente de color, negros y latinos, obligados a llevar la carga tóxica de nuestra adicción colectiva a los combustibles fósiles con tasas marcadamente altas de enfermedades respiratorias y cánceres. Fue en las luchas contra este tipo de “racismo medioambiental” donde nació el movimiento por la justicia climática.

Las zonas sacrificiales de los combustibles fósiles salpican todo el planeta. Ahí tienen el Delta de Níger, envenenado cada año con un vertido de petróleo digno del Exxon Valdez, un proceso que Ken Saro-Wiwa, antes de que fuera asesinado por su gobierno, llamó “genocidio ecológico”. Las ejecuciones de los líderes comunitarios, dijo, fueron llevadas “todas a cabo por Shell”. En mi país, Canadá, la decisión de desenterrar las arenas bituminosas de Alberta –una forma de petróleo especialmente densa- ha requerido que se hagan añicos los tratados con los aborígenes, tratados firmados con la Corona británica que garantizaban a los pueblos indígenas el derecho a continuar cazando, pescando y viviendo de forma tradicional en sus tierras ancestrales. Fue necesario porque estos derechos carecen de sentido cuando se profana la tierra, cuando los ríos se contaminan y los alces y los peces están plagados de tumores. Y aún es peor: Fort McMurray –la ciudad situada en el centro del boom de las arenas bituminosas, donde viven muchos de los trabajadores y donde se gasta gran parte del dinero- es como un incendio infernal. Tan calurosa y seca es. Y esto es algo que tiene mucho que ver con lo que allí se está extrayendo.

Incluso sin esos hechos dramáticos, esta clase de extracción de recursos es una forma de violencia porque hace tanto daño a la tierra y al agua que provoca el fin de un tipo de vida, la muerte de las culturas que son inseparables de la tierra. El proceso del que se sirvió la política estatal en Canadá fue romper la conexión de los pueblos indígenas con su cultura, impuesta mediante la separación forzosa de los niños indígenas de sus familias, trasladándolos a internados donde su lengua y prácticas culturales estaban prohibidas y donde los abusos sexuales y físicos eran práctica habitual. Un informe reciente por la verdad y la reconciliación lo denominaba “genocidio cultural”. El trauma asociado con estos niveles de separación forzosa –de la tierra, de la cultura, de la familia- está directamente vinculado con la epidemia de desesperación que hace estragos entre tantas comunidades de aborígenes en la actualidad. En una sola noche de un sábado de abril, en la comunidad de Attawapiskat –con una población de 2.000 habitantes-, once personas intentaron suicidarse. Mientras tanto, DeBeers mantiene una mina de diamantes en el territorio tradicional de la comunidad; como todos los proyectos extractivos, se había prometido esperanza y oportunidad. “¿Por qué la gente no se fue?”, preguntan políticos y expertos. Pero muchos se van. Y esa partida está unida, en parte, a los miles de mujeres indígenas en Canadá que han sido asesinadas o han desparecido, a menudo en las grandes ciudades. Los informes de prensa rara vez relacionan la violencia contra las mujeres con la violencia contra la tierra –a menudo para extraer combustibles fósiles-, pero existe. Cada nuevo gobierno llega al poder prometiendo una nueva era de respeto a los derechos de los indígenas. No cumplen nada, porque los derechos de los indígenas, según los define la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, incluye el derecho a rechazar proyectos extractivos aunque esos proyectos promuevan el crecimiento económico nacional. Y eso es un problema, porque el crecimiento es nuestra religión, nuestro modo de vida. Por ello, incluso el guapo y encantador primer ministro de Canadá está vinculado y determinado a construir nuevos oleoductos para las arenas bituminosas contra los deseos expresos de las comunidades indígenas, que no quieren poner en riesgo su agua ni participar en una mayor desestabilización del clima.

Los combustibles fósiles necesitan zonas sacrificiales: siempre las han reclamado. Y no puedes tener un sistema construido a partir de zonas y pueblos sacrificados a menos que existan y persistan determinadas teorías intelectuales que lo justifiquen: desde el destino manifiesto a Terra Nullius a Orientalismo, desde los palurdos atrasados a los indios atrasados. A menudo oímos que se culpa a la “naturaleza humana” del cambio climático, a la codicia y miopía inherentes a nuestras especies. O se nos dice que hemos alterado tanto la tierra y a una escala tan planetario que estamos ahora viviendo en el Antropoceno, la edad de los humanos. Estas formas de explicar nuestras circunstancias actuales tienen un significado muy específico que se da por sobreentendido: que los humanos pertenecen a un único tipo, que la naturaleza humana puede reducirse a los rasgos que crearon esta crisis. De esta forma, los sistemas que determinados humanos crearon, y a los que otros humanos se resistieron con todas sus fuerzas, están libres de cualquier responsabilidad. Capitalismo, colonialismo, patriarcado, este tipo de sistemas. Los diagnósticos como este borran la propia existencia de sistemas humanos que organizaron la vida de forma diferente: sistemas que insisten en que los seres humanos deben pensar en el futuro de siete generaciones; que no deben ser sólo buenos ciudadanos sino también buenos ancestros; que no deben coger más de lo que necesitan y que deben devolver el resto a la tierra para proteger y aumentar los ciclos de la regeneración. Estos sistemas existieron y aún existen, pero los eliminamos cada vez que decimos que la crisis del clima es una crisis de la “naturaleza humana” y que estamos viviendo en la “edad del hombre”. Y pasan a estar bajo un ataque muy real cuando se construyen megaproyectos como las presas hidroeléctricas de Gualcarque en Honduras, un proyecto que, entre otras cosas, se llevó la vida de la defensora de la tierra Berta Cáceres, asesinada el pasado marzo.

***

Alguna gente insiste en que esto no tiene por qué ser malo. Podemos limpiar la extracción de recursos, no tenemos por qué hacerlo de la misma forma que se ha hecho en Honduras, en el Delta del Níger y en las arenas bituminosas de Alberta. Salvo que nos estamos quedando sin formas baratas y fáciles de conseguir combustibles fósiles, razón fundamental de que hayamos tenido que ver el aumento de la fractura hidráulica y la extracción de arenas bituminosas. Esto, a su vez, está empezando a cuestionar el pacto fáustico original de la era industrial: que hay que externalizar, descargar en el otro los riesgos más pesados, en la periferia exterior y dentro de nuestras propias naciones. Es algo que cada vez es menos posible. La fractura hidráulica está amenazando algunas de las zonas más pintorescas de Gran Bretaña según la zona de sacrificio va ampliándose, engullendo toda clase de lugares que se imaginaban estar a salvo. Por tanto, esto no va sólo de sofocar un grito ante lo feas que son las arenas bituminosas. Tiene que ver con reconocer que no hay una forma limpia, segura y no tóxica de dirigir una economía impulsada por combustibles fósiles. Y que nunca la hubo.

Hay una avalancha de pruebas de que tampoco hay forma pacífica de lograrlo. El problema es estructural. Los combustibles fósiles, a diferencia de las energías renovables como la eólica y solar, no están ampliamente distribuidos sino muy concentrados en lugares muy específicos, y esos lugares tienen la mala costumbre de estar en los países de otra gente. Sobre todo el más potente y preciado de esos combustibles: el petróleo. Es esta la razón de que el proyecto de Orientalismo, de la alterización del pueblo árabe y musulmán, haya sido desde el principio el socio silencioso de nuestra dependencia del petróleo; y, por lo tanto, inextricable a partir del efecto bumerán que representa el cambio climático. Si consideramos a los pueblos y naciones en su otredad –exóticos, primitivos, sedientos de sangre, como Said documentó en la década de 1970-, es mucho más fácil emprender guerras y dar golpes de Estado cuando se tiene la loca idea de que deberían controlar su propio petróleo en función de nuestros propios intereses. En 1953, Gran Bretaña y EE.UU. colaboraron para derrocar al gobierno democráticamente elegido de Muhammad Mossadegh después de que nacionalizara la Anglo-Iranian Oil Company (ahora BP). En 2003, exactamente cincuenta años después, se produjo otra coproducción angloestadounidense: la invasión ilegal y ocupación de Iraq. Las reverberaciones de cada intervención continúan sacudiendo nuestro mundo, al igual que las reverberaciones de la quema de todo ese petróleo. Por una parte, Oriente Medio está ahora desgarrado por las tenazas de la violencia causada por los combustibles fósiles y, por otra, por el impacto de su quema.

En su libro más reciente, The Conflict Shoreline, el arquitecto israelí Eyal Weizman tiene un punto de vista revolucionario sobre cómo se entrecruzan estas fuerzas. La forma primordial de entender el límite del desierto en Oriente Medio y África del Norte, explica, es la llamada “línea de aridez”, las zonas donde hay un promedio de 200 milímetros de lluvia al año, que ha sido considerada como el mínimo para que pueda crecer una cosecha de cereal a gran escala sin regadío. Estos límites meteorológicos no son fijos: han fluctuado por diversas razones, ya fuera porque los intentos de Israel de “convertir el desierto en vergel” los empujaban en una dirección, o por las sequías cíclicas que expandía un desierto en el otro. Y ahora, con el cambio climático, la intensificación de la sequía puede tener todo tipo de impactos en tal sentido. Weizman señala que la ciudad fronteriza siria de Daraa cae directamente en la línea de la aridez. Daraa es el lugar donde se ha registrado la sequía más intensa, lo que provocó cifras inmensas de campesinos desplazados en los años anteriores al estallido de la guerra civil siria, y ahí fue, precisamente, donde estalló el levantamiento sirio en 2011. La sequía no fue el único factor a la hora de desatar la crisis. Pero jugó claramente un papel el hecho de que hubiera 1,5 millones de personas internamente desplazadas en Siria como consecuencia de la sequía. La conexión entre agua, estrés por el calor y conflicto es un patrón recurrente que se va intensificando a lo largo de la línea de la aridez: a todo lo largo de ella se pueden ver lugares marcados por sequía, escasez de agua, temperaturas abrasadoras y conflicto militar: de Libia a Palestina a algunos de los más sangrientos campos de batalla en Afganistán y Pakistán.

Pero Weizman descubrió también lo que él llama “coincidencia asombrosa”. Cuando elaboras el mapa de los objetivos de los ataques occidentales con drones en la región, ves que “muchos de esos ataques –desde Waziristan del Sur a través del norte del Yemen, Somalia, Mali, Iraq, Gaza y Libia- se realizan directamente sobre, o cerca, de los 200 mm de la línea de la aridez”. Los puntos rojos en el mapa expuesto a continuación representan algunas de las zonas donde se han concentrado los ataques. Para mí, este es el intento más llamativo de visualizar el brutal escenario de la crisis del clima. Todo esto se auguró ya hace una década en un informe del ejército estadounidense. “El Oriente Medio”, observaba, “ha ido siempre asociado a dos recursos naturales: el petróleo (debido a su abundancia) y el agua (debido a su escasez)”. Eso es bastante cierto. Y ahora hay ciertas pautas que lo han dejado muy claro: en primer lugar, los aviones de combate occidentales siguieron esa abundancia de petróleo; ahora, los aviones no tripulados occidentales están siguiendo la escasez de agua, mientras la sequía exacerba el conflicto.

***

Al igual que las bombas siguen al petróleo y los drones siguen a la sequía, las embarcaciones siguen a ambos: botes atestados de refugiados que huyen de sus casas en la línea de la aridez devastada por la guerra y la sequía. Y la misma capacidad para deshumanizar al otro que sirvió para justificar las bombas y los drones está ahora cerniéndose sobre esos migrantes, manipulando su necesidad de seguridad como una amenaza hacia nosotros, su huida desesperada como una especie de ejército invasor. Las tácticas refinadas en Cisjordania y otras zonas ocupadas están ahora abriéndose camino hacia Norteamérica y Europa. Cuando vende su muro en la frontera con México, a Donald Trump le gusta decir: “Pregunten a Israel, el muro funciona”. Los campamentos de migrantes son arrasados con buldóceres en Calais, miles de personas se ahogan en el Mediterráneo y el gobierno australiano detiene a los supervivientes de guerras y regímenes despóticos en campos situados en las islas remotas de Nauru y Manus. Las condiciones son tan desesperadas que en Nauru, el pasado mes, un migrante iraní murió tras prenderse fuego para intentar llamar la atención del mundo. Otra migrante –una mujer de 21 años de Somalia- se prendió fuego pocos días después. Malcolm Turnbull, el primer ministro, advierte a los australianos que “no deben empañárseles los ojos por esto” y que “tenemos que mostrarnos muy claros y determinados en nuestro objetivo nacional”. Merece la pena tener a Nauru en mente la próxima vez que un columnista declare en uno de los periódicos de Murdoch, como Katie Hopkins hizo el pasado año, que es hora ya de que Gran Bretaña “se vuelva australiana. Que lance ataques aéreos, obligue a los migrantes a regresar a sus costas y queme los barcos”. Otro simbolismo es que Nauru es una de las islas del Pacífico muy vulnerable al aumento del nivel del mar. Sus habitantes, después de ver cómo sus hogares se convierten en prisiones para otros, tendrán posiblemente que emigrar también. Hoy han reclutado como guardias de prisión a los refugiados climáticos del mañana.

Tenemos que entender que lo que está sucediendo en Nauru y lo que les está sucediendo a ellos, son expresiones de la misma lógica. Una cultura que valora tan poco las vidas de color que está dispuesta a permitir que los seres humanos desaparezcan bajo las olas, o se prendan fuego en centros de detención, estará también deseando que se permita que los países donde viven estas personas desaparezcan bajo las olas o se deshidraten en el calor árido. Cuando eso suceda, se echará mano de las teorías de la jerarquía humana –debemos tener cuidado en ser de los primeros- para racionalizar estas decisiones monstruosas. Estamos haciendo ya tal racionalización, aunque sólo sea implícitamente. Si bien el cambio climático será finalmente una amenaza existencial para toda la humanidad, a corto plazo sabemos que discrimina y golpea primero y de la peor manera a los pobres, ya estén abandonados en lo alto de los tejados de Nueva Orleans durante el huracán Katrina o estén entre los 36 millones de seres que, según la ONU, se están enfrentando al hambre debido a la sequía que arrasa el sur y el este de África.

***

Se trata de una emergencia, una emergencia del momento actual, no del futuro, pero no estamos actuando como si lo fuera. El Acuerdo de París se compromete a mantener el calentamiento por debajo de 2ºC. Ese objetivo es algo más que insensato. Cuando se dio a conocer en 2009, los delegados africanos lo llamaron “sentencia de muerte”. La consigna de varias de las naciones-isla de baja altitud es “1,5º para seguir vivos”. En el último minuto, se añadió una cláusula al Acuerdo de París que dice que los países se “esforzarán por limitar el aumento de la temperatura a 1,5ºC”. No sólo no es vinculante sino que es una mentira: no estamos haciendo ese tipo de esfuerzos. Los gobiernos que hicieron esta promesa están presionando para llevar a cabo más fracturas hidráulicas y más desarrollos de las arenas bituminosas, lo cual es totalmente incompatible con los 2ºC, no digamos ya con 1,5º. Esto está sucediendo porque la gente más rica en los países más ricos del mundo piensa que ellos van a estar muy bien, que alguien se va a comer los riesgos mayores, incluso que cuando el cambio climático llame a su puerta, ya se ocuparán entonces de él.

Cuando las cosas se pongan aún más feas. Pudimos echar una vívida ojeada a ese futuro en la enorme crecida de las aguas que se produjo en Inglaterra en los pasados meses de diciembre y enero, inundando 16.000 hogares. Estas comunidades no sólo estaban enfrentando el mes de diciembre más húmedo desde que se tienen registros, también estaban lidiando con el hecho de que el gobierno ha emprendido un ataque implacable contra las agencias públicas y los ayuntamientos, que están en la primera línea de la defensa ante las inundaciones. Por tanto, es muy comprensible que hubiera muchos que quisieran cambiar a los autores de ese fracaso. ¿Por qué, se preguntaban, está Gran Bretaña gastando tanto dinero en refugiados y ayuda exterior cuando debería cuidarse a sí misma? “Que no se preocupen tanto de la ayuda exterior”, leímos en el Daily Mail. “¿Qué pasa con la ayuda nacional”. Y un editorial del Telegraph exigía: “¿Por qué deberían los contribuyentes británicos seguir pagando por defensas contra las inundaciones en el extranjero cuando necesitamos aquí el dinero?” No sé, ¿quizá porque Gran Bretaña inventó la máquina de vapor a carbón y ha estado quemando combustibles fósiles a una escala industrial mucho mayor que cualquier otra nación sobre la Tierra? Pero estoy divagando. La cuestión es que este podría haber sido el momento de entender que todos estamos afectados por el cambio climático y que debemos actuar juntos y ser solidarios los unos con los otros. Porque el cambio climático no sólo implica que todo es cada vez más caluroso y húmedo, sino que con nuestro actual modelo político y económico las cosas se están poniendo cada vez peor y más feas.

La lección más importante a sacar de todo esto es que no hay forma de enfrentar la crisis del clima de forma aislada, como si fuera un problema tecnocrático. Debe verse en el contexto de la austeridad y privatización, del colonialismo y militarismo y de los diversos sistemas de otredad necesarios para sustentar todo eso. Las conexiones e interrelaciones entre ellas saltan a la vista, sin embargo, muy a menudo la resistencia frente a ellas está muy compartimentada. La gente que está contra la austeridad casi nunca habla de cambio climático; la gente que se preocupa del cambio climático rara vez habla de guerra u ocupación. Apenas hacemos la conexión entre las pistolas que quitan la vida a los negros en las calles de las ciudades estadounidenses, y cuando están bajo custodia policial, y las fuerzas mucho mayores que aniquilan tantas vidas de color en las tierras áridas y en los precarias embarcaciones por todo el mundo.

Superar estas desconexiones –fortaleciendo los hilos que enlazan nuestros diversos movimientos y cuestiones- es, en mi opinión, la tarea más urgente para cualquier persona que se preocupe por la justicia social y económica. Es la única vía para construir un contrapoder lo suficientemente robusto como para poder ganar a las fuerzas que protegen un statu quo altamente rentable –para algunos- pero cada vez más insostenible. El cambio climático actúa como acelerador de muchas de nuestras enfermedades sociales –desigualdad, guerras, racismo- pero puede también ser acelerador de todo lo contrario: de las fuerzas que trabajan por la justicia social y económica contra el militarismo. En efecto, la crisis del clima –al poner a nuestras especies frente a una amenaza existencial y colocarnos ante un plazo firme e inflexible basado en la ciencia- podría ser el catalizador que necesitamos para tejer juntos un gran número de movimientos poderosos, vinculados por la creencia en el valor inherente de todos los pueblos y unidos por el rechazo de la mentalidad de la zona sacrificial, ya se se aplique a pueblos o lugares. Nos enfrentamos a tantas crisis superpuestas e interconectadas que no podemos permitirnos solucionar una cada vez. Necesitamos soluciones integradas, soluciones que rebajen radicalmente las emisiones, aunque creando un número enorme de puestos de trabajo de calidad sindicalizados y otorgando justicia a todos los que han sufrido abusos y han quedado excluidos bajo la actual economía extractiva.

Said murió el año en que Iraq fue invadido, pero vivió para ver cómo sus museos y bibliotecas eran saqueados, mientras su ministerio del petróleo era fielmente guardado. En medio de tantos atropellos, encontró esperanza en el movimiento antibelicista global, así como en las nuevas formas de comunicación de base abiertas por la tecnología; señaló “la existencia de comunidades alternativas por todo el planeta, de las que informan fuentes alternativas de noticias profundamente conscientes de los impulsos medioambientales, libertarios y a favor de los derechos humanos que nos vinculan en este diminuto planeta”. Su visión le hizo un hueco incluso a los ecologistas fanáticos. Recientemente me recordaron estas palabras cuando leía sobre las inundaciones en Inglaterra. En medio de tanta inculpación y señalar con el dedo, me topé con un correo de un hombre llamado Liam Cox. Estaba enfadado por la forma en que algunos medios de comunicación estaban utilizando el desastre para fomentar los sentimientos de rechazo hacia los extranjeros y escribía así:

Vivo en Hebden Bridge, Yorkshire, una de las zonas más afectadas por las inundaciones. Es horrible, todo está realmente empapado. Sin embargo… estoy vivo. Me siento seguro. Mi familia está segura. No vivimos con miedo. Soy libre. No hay balas volando a mi alrededor. No están cayendo bombas. No me estoy viendo obligado a huir de mi hogar y no estoy siendo rechazado por el país más rico del mundo ni criticado por sus habitantes.

Todos vosotros, tarados, no hacéis más que vomitar vuestra xenofobia… sobre cómo el dinero sólo debe gastarse “en nosotros mismos”, tenéis que miraros de cerca en un espejo. Y haceros una pregunta muy importante… ¿Soy un ser humano decente y honorable de verdad? Porque la patria no es sólo el Reino Unido, la patria es cualquier lugar de este planeta.

Creo que es una excelente última palabra.

Naomi Klein

London Review of Books

* Naomi Klein es una periodista e investigadora canadiense de gran influencia en el movimiento antiglobalización y el socialismo democrático. Entre sus libros publicados figuran No Logo, Vallas y Ventanas y La doctrina del shock.

Fuente: http://www.lrb.co.uk/…

Publicado por Rebelión y traducido del inglés por Sinfo Fernández)