Cuento de Elena Poniatowska para la versión dominical del diario La Jornada.
Por Elena Poniatwska| La Jornada
Regeneración, 12 de agosto de 2018.- Las azoteas tienen precipicios a sus costados. Cuando uno está arriba, la ciudad no es más que un solo techo. Abajo, en la calle, hormiguea la gente. ¿Para qué se mueve tanto con sus rostros fijos en la acera, sus nucas frágiles: cabecitas de alfiler? Por la mañana, las azoteas son la cúspide de montañas de concreto de la ciudad; las calles, su río profundo.
Algunas azoteas semejan jardines que han brotado entre la piedra, sembrados a ojo de pájaro por el viento. Otras ponen al Hermano Sol de Carlos Pellicer a secar miles de banderas blancas: sábanas, camisas, enaguas que para los aviadores son pañuelos de adiós…
Las azoteas viven estrictamente ligadas al alba y al crepúsculo.
De día, las lavanderas se protegen bajo un toldo, tienden la ropa y no se quedan mucho tiempo porque el sol pega duro, pero temprano en la mañana, con la energía de la primera hora, sube alguna criadita a bañarse en una palangana porque hoy le toca su salida; otra a lavar su vestido dominguero –el menos percudido– para que esté seco y planchado por la tarde. Allá arriba las muchachas reciben todas las luces que trae el día; luces agua, de música, luces buenas, alegres, de puro oro, que las resarcen de todas las órdenes de la patrona: barre, sacude, lava, contesta, no contestes.
Las azoteas son el patrimonio de las criadas. A la hora del crepúsculo suben a platicar: entablan amistad con otras del mismo edificio, leen la carta que como padrenuestro reciben de su pueblo: “Por la presente te mando saludar, deseando estés bien de salud, con el favor de Dios”, y hacen señas a sus donjuanes. Es el único lugar donde son libres. Por eso se peinan alisándose con el agua del lavadero para que no les caiga orzuela, para que no se troce el cabello.
–Eduviges, ¿qué cosa hay en la azotea?
–¡Ay, niño, ven tú a ver!…
–Mi mamá no me deja… Dice que sólo los gatos…
(Eduviges respinga con lo de “gatos”.)
–Mira, hay pelotas, globos perdidos, papalotes, aviones atorados en la antena de televisión…
¡Nada tan bonito como asomarse a un tragaluz! Huele a sopa, a frituras; se ven las recámaras, la mesa con su mantel bordado y la intimidad de la inquilina del tres, la del siete: “¿Sabes?, la señora del 16 tiene un jarrón rechulo. Lo vi por el tragaluz”.
Cuando comienza a oscurecer, varios gritos surgen desde el abismo: “¡Eduviges! ¡Eduviges!”
–Me llama mi patrona pa’ lo de la merienda.
A diferencia de los tejados de los pueblos, donde se tienden a secar las calabazas y el maíz, casi todas las azoteas de la ciudad son color de lluvia y de viento. Se alzan por encima del bullicio interno del edificio, de las miles de puertas que se abren y se cierran, de las radionovelas y los timbrazos. Entonces, las azoteas son torres de silencio que coronan las casas y allá los ruidos llegan atenuados y tan sólo se escuchan los zumbidos del agua en los tubos; los tinacos despreocupados que gotean y el chapoteo del aire sobre la sábana mojada.