Por Víctor Flores Olea.
Regeneración, 25 de enero de 2016.- En las semanas recientes ha surgido en la opinión pública, como último escándalo, las diferencias abismales entre la riqueza y los capitales concentrados y un mar de pobreza y miseria que los rodean. Los abismos diferenciales parecen ser, en efecto, escandalosos e insultantes: mientras 1 por ciento de la población recibe al año mas de 90 por ciento de la riqueza total, 99 por ciento de la misma recibe apenas las sobras de una riqueza super concentrada. Como era de esperarse, de este hecho se derivan multitud de efectos de todo tipo: políticos, sociales, morales, económicos, que vale la pena examinar aunque sea muy rápidamente.
Desde luego vale la pena preguntarse si el fenómeno anterior describe esencialmente la realidad de nuestro mundo social y si es plenamente vigente la teoría de la lucha de clases, que fue uno de los ejes centrales de la teoría revolucionaria de Marx. Naturalmente, hoy muchos autores, aun reconociendo tales desigualdades, niegan la existencia de la lucha de clases, argumentando que la moderna sociedad la nulifica por diversos expedientes, como son a veces la seguridad social extendida y otros beneficios sociales ampliados que se han desarrollado sobre todo en los países más ricos, etcétera. Por supuesto, el enorme e innegable crecimiento de las clases medias en estos países, que incluso se sitúan como el verdadero motor del crecimiento, habrían desvanecido o inhibido de manera espectacular el potencial subversivo de tales clases.
Por supuesto, los controles sociales por las más modernas técnicas (la televisión, por ejemplo, y buena parte de la prensa, también en general los aparatos educativos y culturales) presentan el mundo de las clases medias, y a veces hasta de las más necesitadas de estas clases, como un mundo que vale la pena vivirse y por el que debe lucharse, ya que un día conducirá a un bienestar generalizado. Es evidente que esta avalancha de argumentos, y otros del mismo tipo que se difunden también por los aparatos de comunicación social, han influido innegablemente en la pérdida de claridad, y a veces hasta de vigencia, de la teoría de la lucha de clases. Por mi parte, puedo decir que sólo muy excepcionalmente escuché en la difusión reciente las tremendas situaciones, también trágicas, a que conduce la abismal inequidad en el reparto mundial de la riqueza.
Es claro que duele pensar en la distancia que se ha creado entre los más ricos y los más pobres, pero también es cierto que las maquinarias ideológicas se han propuesto aminorar o borrar la sensación de tragedia que generan tales diferencias, funcionando con gran eficacia. Pero además, por supuesto, no son bastante las diferencias abismales entre ricos y pobres para la creación o aparición de una situación revolucionaria. De ahí el genio de Lenin y de otros, el trabajo preparatorio y organizativo que sabemos es fundamental para crear en el horizonte la posibilidad de un gran cambio social.
Pero dejando por lo pronto a un lado esta vía radical, poco socorrida hoy por los problemas a que ha dado lugar en el pasado, muchos han pensado en paliativos y medidas reformistas que no sólo aminoren los riesgos de enfrentamientos sociales y de mayor violencia. Tales medidas han tenido un efecto digamos positivo en los países desarrollados, pero han sido prácticamente nulas en la gran franja de los países pobres, o de alcance muy limitado. Desde el punto de vista político, y también teórico, representan la orientación dominante en la mayor parte del mundo. Mientras, y este es el lado trágico del asunto, las diferencias de bienestar y de servicios, por ejemplo en la salud y en lo educativo, lo mismo en las zonas pobres que en las zonas ricas del mundo, siguen creciendo sin remedio, aun cuando las proporciones sean distintas.
Aunque hoy, además de las diferencias de riqueza entre las clases, se ha establecido una desigualdad creciente entre las naciones ricas y las pobres. Por supuesto que estas diferencias entre zonas del mundo ricas y otras sin recursos o con recursos limitados ha existido siempre, con la diferencia de que ahora en buen número de las naciones pobres o relativamente pobres se ven en el espejo de las ricas y pugnan por alcanzarlas y lograr, si posible, avances parecidos, o al menos adelantos que los alejen de la pobreza extrema en que viven. En Naciones Unidas desde hace alrededor de cinco décadas se estableció un llamado diálogo norte-sur que en estricto sentido no ha dado ningún resultado, y menos espectacular. Es decir, los países ricos no parecen dispuestos a despojarse de una fracción de su riqueza o de su tecnología para contribuir en serio al desarrollo de otros países. Su relación con éstos ha sido casi invariablemente de dominio y explotación y no, ni mucho menos, de colaboración para el desarrollo del otro. No obstante que por su tremendo desarrollo en multitud de campos estarían en la plena posibilidad de contribuir a modificar la situación de países y regiones enteras, haciendo posible su desarrollo y hasta su prosperidad. Pero ese tiempo de la historia humana parece hoy todavía muy lejano y utópico.
Por lo demás, esta situación, a mi entender, no deja de estar en la raíz de un buen número de eventos actuales, y mencionaré en primer término los de la violencia terrorista que se ha desatado en diferentes partes del mundo: hablo ahora de los países desarrollados, y del año 2001 en Nueva York y la de hace apenas unos cuantos meses en París. No es que hayan sido revanchas o venganzas en sentido estricto, pero sin duda el colonialismo y la prepotencia imperial de algunos siglos han contribuido entre algunos a fomentar el clima de violencia que vemos, o el espíritu de la violencia en contra de los dominadores, sobre todo cuando a la situación vivida durante décadas se le añade un plus religioso que agrega seguridad y decisión a los tratados muchas veces como inferiores.
Como puede verse, esta desigualdad humana dentro de sociedades y entre las naciones es seguramente el tema o problema más agudo que se vive en la actualidad, sin que se haga demasiado para resolverlo.