Defender el territorio es defender la vida. Los seres humanos defienden su hábitat a diferentes niveles: el hogar en primer término, la comunidad, el edificio o el barrio, la región, el país, el planeta. Contra la dupla capital-Estado, la lucha por la vida mueve ya al cambio civilizatorio.
Víctor M. Toledo
Regeneración, 11 de octubre de 2016. Acaba de aparecer un libro sobre las luchas territoriales, escrito por dos de los intelectuales más involucrados en el tema: Carlos Walter Porto-Gonzalvez (apoyado por M. Betancourt) y Armando Bartra. El libro se titula Se hace terruño al andar: las luchas en defensa del territorio, y por la riqueza de lo que ahí se describe, documenta, analiza y reflexiona será una lectura obligada de un fenómeno de enorme trascendencia en más de un sentido. Ahí se consigna el explosivo impacto que han tenido las luchas por la defensa de los territorios en la última década, a tal punto que no hay ya estado de la República Mexicana en que no exista una batalla territorial (el número de conflictos socioambientales debe andar por los 400), y en el caso de Bolivia el principal conflicto territorial que tuvo lugar en las tierras bajas amazónicas generó la mayor marcha de protesta conocida en ese país con medio millón de manifestantes.
El libro viene a sumarse a la abundante literatura que sobre este tema ya existe en América Latina y especialmente en Colombia, donde destacan los estudios de Arturo Escobar (Sentipensar con la Tierra, 2014) o de Carlos Corredor (Globalización, sistema mundo y territorialidades locales, 2014) y, por supuesto, los de Orlando Fals-Borda (1925-2008) y su utopía del socialismo raizal, quien es sin duda el precursor de estas corrientes. ¿Por qué se han multiplicado e intensificado tan rápidamente estas batallas en México y en América Latina?
La respuesta es múltiple. La primera es porque estas batallas surgen como una reacción ante la devastación producida por los proyectos extractivos depredadores impulsados desde la complicidad entre el capital y el Estado. Minería, petróleo y gas, hidroelectricidad, parques eólicos, pero también proyectos carreteros, turísticos, habitacionales, forestales, agroindustriales y biotecnológicos. Pero no sólo eso. El territorio es una de las dimensiones del espacio vital de individuos y colectividades; ahí se produce y reproduce la memoria biocultural (ver), el proceso metabólico entre lo natural y lo social. Defender el territorio es defender la vida. Y aún más para algunos autores se trata de batallas epistemológicas (B. De Sousa-Santos) y ontológicas (A. Escobar). En este caso “…lo que ocupa es el proyecto moderno de un mundo que busca convertir a los muchos mundos existentes en uno solo” (Escobar, 2014: 76). Ante el avasallante proyecto globalizador neoliberal, las luchas por los territorios se convierten en luchas por los muchos mundos que habitan el planeta. En palabras del pensamiento zapatista, se trata de luchas por un mundo en que quepan muchos mundos; o sea, luchas por la defensa del pluriverso (Escobar, 2014: 77).
Vistas desde la ecología política, las luchas territoriales no son sino la ecologización de las luchas campesinas, indígenas, de pescadores y de afrodescendientes, y al mismo tiempo la popularización (campesinización, indianización, etcétera) del ambientalismo, cuyo origen fue no solamente urbano, sino industrial y eurocéntrico. Esto lo advertí hace más de dos décadas en un texto titulado Toda la utopía, el nuevo movimiento ecológico de los campesinos e indígenas de México (1992); y años después lo desarrollé ampliamente al analizar la rebelión zapatista en mi libro La paz en Chiapas: ecología, luchas indígenas y modernidad alternativa (2000).
Hay todavía una dimensión más que creo rebasa en trascendencia todas las anteriores. Las luchas territoriales cimbran la noción de nación-Estado, al traer de nuevo el tema de la diversidad de los espacios (que siempre ha sido una papa caliente). Todo país es, en mayor o menor medida, un complejo mosaico de regiones, comarcas, municipios, departamentos, provincias, cada uno conteniendo su propia identidad biocultural y donde los pueblos poseen maneras particulares de pensar y actuar y de interpretar su entorno y el mundo todo. Frente a esta realidad la idea de Estado-nación aparece como un yugo que uniformiza, más aún en estos tiempos en que la civilización moderna busca aplastar y desaparecer toda alteridad o diferencia. Los estados-nación son arquitecturas societarias insostenibles porque están fincadas en la supresión de diversidades bioculturales y sus múltiples expresiones. Por ello las luchas territoriales no solamente son multiclasistas y anticapitalistas (A. Bartra), también son multisectoriales y civilizatorias. El fin último de las r-existencias territoriales (C.W. Porto-Goncalvez) es la autonomía de los espacios e ineludiblemente la autogestión, autosuficiencia y autodefensa. Ahí están ya los ejemplos concretos a escala regional (los caracoles zapatistas de Chiapas) y municipal (Cherán, en Michoacán, y Cacahuatepec, en Guerrero). En los próximos años veremos entonces una explosión de movimientos autonómicos regionales, principalmente en Bolivia, Ecuador, Colombia, Guatemala y México, que seguirán el ejemplo neo-zapatista sin disparar un tiro. De ahí seguirán las confederaciones de regiones, y quizás de naciones fincadas en la identidad cultural (Guatemala podría ser Mayalandia).
A la crisis de la civilización moderna e industrial, que es tanto ecológica como social, se irán sumando más y más batallas por el territorio, entendido como el espacio vital en todas sus escalas. Los seres humanos defienden su hábitat a diferentes niveles: el hogar en primer término, la comunidad, el edificio o el barrio, la región, el país, el planeta. Contra la dupla capital-Estado, la lucha por la vida mueve ya al cambio civilizatorio.
(Publicado en La Jornada)