Por Elena Elena Poniatowska/La Jornada
Cuando María Sabina oficia el rito de los hongos alucinantes allá en la montaña de Huautla de Jiménez, Oaxaca, dice una letanía.
Es un canto antiguo que parece venir del centro de la tierra. Los hongos se toman por pares, sí, en pareja, casaditos, un hongo mujer y un hongo macho y se degluten con ese grueso chocolate pedregoso, el entablillado en forma de círculo, el que se muele en metate.
A veces se toman con miel para paliar su negra amargura. Son negros como los muros del jacal encarbonado por el humo del anafre. Y de pronto, el alma suelta sus amarras, empieza a flotar y atraviesa las paredes tiznadas de la choza y la sierra mazateca ya de por sí tan misteriosa se va poblando de éxtasis y de delirios; cada árbol es un hombre que camina, cada sonido se amplifica hasta lograr una inmensa sinfonía de la tierra, cada hierba del camino tiene su música, los canutos son flautas, el maizal se mece en el aire, la luz se vuelve cegadora, es el sol el que está girando en nuestro pecho, sus longitudes de onda no son las normales; los hombres y las mujeres parecen insolados, caminan a tropezones, sus piernas no los sostienen, hablan trastabillando, como si hubieran perdido la facultad de comunicarse.
Entonces el canto de María Sabina se alza fuerte y rítmico; todas sus arrugas repiten su himno encantatorio que es una afirmación de sí misma, una conjura y una consagración.
Su letanía parece venir desde el fondo de las edades como si fuera de fuego y aire, como si fuera la tierra la que hablara y no esta mujer pequeñísima que al regresar a la vida común y corriente se sienta en una sillita al sol y saca sus anteojos para coser. María Sabina es la diosa y la sacerdotisa de un oficio muy antiguo y muy secreto, el del conocimiento de sí mismo, el principio del arte:
Soy una mujer que llora.
Soy una mujer que habla.
Soy una mujer que da.
Soy una mujer que golpea.
Soy una mujer espíritu.
Soy una mujer que grita.
Soy Jesucristo.
Soy San Pedro.
Soy un santo.
Soy una santa.
Soy una mujer del aire.
Soy una mujer de luz.
Soy una mujer pura.
Soy una mujer muñeca.
Soy una mujer reloj.
Soy una mujer pájaro.
Soy la mujer Jesús.
Soy el corazón de Cristo.
Soy el corazón de la Virgen.
Soy el corazón de Nuestro
Padre.
Soy el corazón del Padre.
Soy la mujer que espera.
Soy la mujer que se esfuerza.
Soy la mujer de la victoria.
Soy la mujer del
pensamiento.
Soy la mujer creadora.
Soy la mujer doctora.
Soy la mujer luna.
Soy la mujer intérprete.
Soy la mujer estrella.
Soy la mujer cielo.
Soy conocida en el cielo.
Dios me conoce.
Todavía hay santos.
Oye, luna.
Oye, mujer cruz del sur.
Oye, estrella de la mañana.
Ven,
Cómo podremos descansar.
Estamos fatigados.
Aún no llega el día.
Así, con frases muy cortas, María Sabina nos va convenciendo de que el arte no tiene más tema que los que por siglos ha tratado, el pájaro, el reloj, la estrella de la mañana, la muñeca, la soledad de una mujer que grita en un páramo inmenso, como dice Rosario Castellanos, la religión, la espera, el hermoso esfuerzo humano, el rumor que hacemos los hombres al amanecer, el alba que despunta en la neblina, la mujer intérprete, la que lleva las palabras del hombre al hombre, al niño, al enfermo, la consoladora, la traductora, la Malinche, la que sabe darles sentido a las palabras.
Cuando uno lee los títulos que los pintores oaxaqueños ponen a sus originales: Mujer de Oaxaca o Calabaza o Serpiente o Ventana abierta oMujer en verde nos damos cuenta que se trata del mismo y eterno tema, la misma búsqueda de lo divino sobre la tierra; el campo y el agua florida precortesianos son los mismos que el paisaje después de la lluvia que más tarde pintarán el Dr. Atl o Luis Nishizawa o las tortugas y los conejos que Francisco Toledo convierte en guías para llevarnos paso a paso al musgo de la selva profunda y húmeda de la sierra mazateca, a los honguitos negros al pie de la corteza. ¿Qué es lo que los une? Esto tan misterioso que llamamos arte.
Los pintores son de la misma sustancia que la de la sacerdotisa María Sabina que repite en un sonsonete: Soy conocida en el Cielo. Dios me conoce. O Soy una mujer de aire. Soy una mujer de luz.
¿Qué va a pasar con México?, se preguntaría ahora María Sabina ¿Por qué matan a los pobres? ¿Por qué la destrucción del país?
Proteja este jardín que es suyo, dice Malcolm Lowry en su Bajo el volcán.
Sí, la tierra puede ser un inmenso jardín si la cuidamos. Y una forma de cuidar el jardín y de amarlo es enseñar a verlo. Los artistas enseñan a ver. Señalan, apuntan, dicen.
Entonces crece el árbol frente a los ojos del que no veía, se ilumina el vitral, se redondean las manzanas, se abrillanta el rostro fresco de la niña recién salida del agua. Es entonces también cuando nos sabe el pan y la sal y cuando encontramos nuestro modo, nuestra forma, el molde exacto y sereno en que ha de transcurrir nuestra vida sobre la tierra.