Presidenta, presidenta.
Pregunté: ¿Qué pasa?
y me contestó una muchacha carirredonda y risueña, los brazos cargados de libros: Es que llegó Carmen Aristegui
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Pensé: Miren nada más, en la Ciudad de México allanan su oficina, roban su computadora, la maltratan y aquí los jóvenes, con sólo verla, la piden para presidenta de la República
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Allanar es siempre una amenaza; el mensaje es muy claro: Eres vulnerable y vamos a acabar contigo
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Ahora que se cumplió la profecía de La caída del telepresidente, libro de Jenaro Villamil, analista político y colaborador de Proceso, quien asegura día tras día que el rating de Peña Nieto anda por los suelos, muchas otras profecías esperan cumplirse a la vuelta de la esquina. Vivimos en un país que ya no tiene estructura (la renuncia de Carstens es muy grave y podría equipararse a la del secretario Hugo Margáin ante Echeverría en 1973).
Carmen Aristegui no podría ser presidenta por directa y clara y porque tampoco creo que esa sea su máxima aspiración. Además, ¿qué formación reciben los políticos mexicanos?
En sexenios pasados nos hablaron de Harvard, Yale y otras facultades de universidades estadunidenses de las que salieron nuestros mandatarios, pero en México, ¿qué escuela, qué universidad, qué facultad, qué instituto prepara al buen gobierno?
Debería haber una escuela, una formación que no sea la de Atlacomulco, la del cuatachismo o la menos nociva, la de Derecho (señor licenciado) o la de Ciencias Políticas de la Universidad Nacional Autónoma de México, a la que muchos entran porque la consideran un trampolín político.
En México le pegan mientras que en Nueva York recibe el Premio Knight de Periodismo 2016 del International Center for Journalists.
El grito que escuché en la FIL de Guadalajara sólo patentiza la urgencia que tiene un público pensante de una persona honrada, tenga o no vocación, esté o no preparada. Carmen –periodista que no aspira a puesto gubernamental alguno– representa la transparencia que buscamos y ese solo hecho le da no sólo credibilidad, sino la calidad moral de la que carece nuestra clase política.