Por Carlos Fazio/La Jornada*
El viernes 13 de febrero, el Comité de Naciones Unidas contra las Desapariciones Forzadas (CDF-ONU) puso en duda la certeza jurídica y la verdad histórica del procurador Jesús Murillo Karam sobre los hechos de los días 26 y 27 de septiembre en Iguala, Guerrero. Al referirse a los ataques contra los estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa, el comité con sede en Ginebra, Suiza, dijo que el caso ilustra los serios desafíos que enfrenta el Estado (mexicano) en materia de prevención, investigación y sanción de las desapariciones forzadas. Afirmó también que en México la desaparición forzada es un tipo de delitogeneralizado en gran parte del país y sus perpetradores, incluidos servidores públicos, gozan en su inmensa mayoría de total impunidad, reflejada en la casi inexistencia de condenas por ese delito.
El comité constató una serie de obstáculos en el acceso a la justicia en casos de desaparición, incluido el hecho de que las autoridades no inicien de inmediato la investigación penal (la procuraduría de Murillo Karam se tardó 10 días en atraer el caso), o clasifiquen hechos de desaparición forzada como otro delito. El señalamiento no es menor, dado que en el derecho internacional humanitario la desaparición forzada es una noción que comprende varios crímenes, incluidos la detención ilegal y la negación del debido proceso, lo que por lo general implica la tortura y los tratos crueles e inhumanos, y a menudo también el asesinato (ejecución extrajudicial). Además, según el Tribunal Penal Internacional (Roma, 1998), si se practica de forma generalizada o sistemática (incluso en tiempos de paz), la desaparición es considerada un crimen contra la humanidad, continuado e imprescriptible, sin posibilidad de indulto o amnistía y debe ser investigado en el fuero común.
Los crímenes contra la humanidad se consideran parte del ius cogens, las normas legales internacionales de más alto rango y, por tanto, constituyen una regla no negociable del derecho internacional; lo que implica que esos crímenes están sujetos a jurisdicción universal. De allí los esfuerzos de Murillo Karam por reclasificar los delitos de Iguala (con figuras jurídicas menos graves y atribuyéndoselos a un grupo de la economía criminal), con la intención de sustraer al Estado mexicano de toda responsabilidad en los hechos.
México ratificó en 2008 la Convención Internacional para la Protección de todas las Personas contra las Desapariciones Forzadas, y es uno de los 44 estados parte. De allí que, como le recordó ahora el CDF-ONU, tiene la obligación de investigar de manera efectiva a todos los agentes u órganos estatales que pudieran haber estado involucrados, así como a agotar todas las líneas de investigación ante hechos de desaparición forzada, recomendación que recoge una demanda central de los abogados, padres y compañeros de las víctimas de Ayotzinapa.
Al respecto, el comité recordó la obligación de sancionar a los superiores jerárquicos en la cadena de mando de acuerdo con el artículo 6 de la convención, que establece la responsabilidad penal del mando superior que haya tenido conocimiento de que los subordinados bajo su autoridad y control efectivos estaban cometiendo o se proponían cometer un delito de desaparición forzada, o haya conscientemente hecho caso omiso de información que lo indicase claramente, y teniendo responsabilidad sobre actividades relacionadas con la desaparición, no haya adoptado todas las medidas necesarias y razonables a su alcance para prevenir o reprimir que se cometiese o para poner los hechos en conocimiento de las autoridades competentes.
Dicha recomendación es crucial para romper el ciclo de impunidad en México. En el caso Iguala/Ayotzinapa, resulta evidente que los superiores jerárquicos en la cadena de mando de los organismos de seguridad del Estado (Sedena, Semar, Gobernación, Policía Federal, Cisen, Seido, PGR, Brigadas de Operaciones Mixtas, policía estatal de Guerrero), fueron informados en tiempo real por el Centro de Control, Comando, Comunicaciones y Cómputo (C-4) de Chilpancingo y sus respectivos agentes en la entidad (verbigracia, las bitácoras del 27 batallón de infantería que intervino en tareas de contención y rastrillaje, y los respectivos informes de fatiga de las policías estatal y federal), sobre qué hacían elementos del eslabón más débil de la cadena: las policías municipales de Iguala y Cocula.
Ya sea por acción, omisión, negligencia, colusión, protección o complicidad, existe algún grado de responsabilidad en distintos niveles de la cadena de mando de los aparatos de seguridad del Estado en torno a las ejecuciones extrajudiciales de cinco personas, la tortura y asesinato del estudiante Julio César Mondragón y la detención-desaparición de 43 normalistas. Pero el procurador Murillo se niega a abrir esa línea de investigación, y de esa forma alimenta y perpetúa la impunidad castrense en materia de violaciones a los derechos humanos.
Evidenciado antes por el Equipo Argentino de Antropología Forense, Murillo Karam tuvo ahora en Ginebra su viernes 13. En ese contexto, y en el de una crisis ideológica −hegemónica, diría Gramsci− en la coyuntura, de alteración profunda del bloque en el poder y también de una grave crisis de representación de los partidos políticos, no puede pasar desapercibida la reunión de la cúpula del Consejo Coordinador Empresarial con los mandos de las fuerzas armadas, general Salvador Cienfuegos (Sedena) y almirante Vidal Soberón (Semar), en el Club de Industriales.
Huelga decir que el aparato represivo constituye el núcleo central del Estado y que la clase o fracción hegemónica detenta, en general, el poder de ese aparato. Aunque con contradicciones en la coyuntura, quienes pusieron a Peña Nieto en Los Pinos recurren a las fuerzas armadas y piden ¡orden! Como sugirió la Rayuela de La Jornada del 14 de febrero, ¿asistimos a una privatización de los cuarteles? ¿Transitamos hacia una suerte de bonapartismo a la mexicana?
México, Regeneración 16 de febrero del 2015.
Fuente: La Jornada