Patriotismo estomacal por Juan Villoro

Último bastión de resistencia, la comida muestra lo que somos. Por desgracia, Trump no conoció nuestra verdadera mesa de negociación, donde el olor del epazote se mezcla con el chile de árbol.

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Por:Juan Villoro

Los mexicanos estamos orgullosos de nuestra comida, pero estamos más orgullosos de soportarla. Las salsas vernáculas estimulan el gusto y provocan desafíos en la conducta. Alimento y rito, nuestra gastronomía es tan compleja como las palabras que la describen. Cuesta trabajo elogiarla de inmediato porque no siempre sabes qué estás comiendo y porque resulta imposible decir «huauzontle» o «papaloquelite» con la boca llena.

Las arriesgadas mezclas de lo dulce y lo picante son difíciles de entender para quienes no crecieron comiendo jícama con chile piquín o trasquilando el pelo de tamarindo enchilado del Pelón Pelo Rico. Nuestra enciclopedia del gusto exige ser razonada. Para comer armadillo pibil se necesita, por lo menos, una explicación.

Pero el verdadero orgullo nacional no dimana de degustar un pato en mole con acitrón, sino de agregarle tres salsas picantes y seguir como si nada. La digestión es nuestra principal señal de identidad.

En días de fiesta, los platillos no se ofrecen para saciar el apetito del comensal sino para llevarlo a la deliciosa frontera del empacho. El festín llega a su clímax con una inquietud en el estómago, un pálpito que todavía no es un retortijón, pero anuncia su posibilidad. Sólo en ese umbral de la gastritis, el invitado descubre que la comida estuvo rica. Sobrevienen entonces las anécdotas de las muchas cosas que nos han hecho daño. Con vanidad de pavorreales, los hombres presumen de sus estómagos de hierro mientras las mujeres los recuerdan bebiendo Melox y Pepto-Bismol.

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Si un extranjero se asusta del modo en que comemos, reaccionamos con ultrajado narcisismo y hablamos de guisos espantosos que supuestamente nos encantan. En Me estás matando, Susana, adaptación cinematográfica de Ciudades desiertas, la novela de José Agustín, el protagonista (magníficamente interpretado por Gael García Bernal) viaja a Estados Unidos y enfrenta la habitual crítica a la dudosa higiene y la extravagancia de la gastronomía mexicana. Con patriotismo estomacal, el mexicano se ufana de haber comido insectos y pene de toro extra crispy en estado de erección. En otra escena de la novela, participa en una competencia para comer picante, convencido con inquebrantable integrismo de que nadie puede ganarle a un graduado en chiles cuaresmeños y habaneros.

Una curiosa superstición nos hace pensar que las enfermedades se combaten de tanto contraerlas. Ante un guiso incierto, alguien es capaz de decir: «¿Cómo me va a caer mal? ¡Llevo años comiendo tacos en la glorieta de Vaqueritos!». Ponerse en riesgo durante décadas es visto como una protección para otros malestares.

Resulta difícil imaginar a un patriota delicado del estómago. Moctezuma pedía que le inventaran un platillo al día, Agustín de Iturbide fue festejado con chiles en nogada, Álvaro Obregón murió pidiendo unos frijoles y el general Sóstenes Rocha bebía aguardiente con pólvora. En cambio, el independentista italiano Giuseppe Garibaldi se convirtió en nuestro país en un inofensivo panqué con chochitos.

Nuestra cultura del gusto exige cortejar la indigestión sin alcanzarla; rebasar ese límite es algo más que un descuido: una muestra de extranjería. La identidad se mide en el estómago. Si la tercera ración del pipián nos afecta, nos volvemos forasteros aquejados de la «venganza de Moctezuma».

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Todo esto viene a cuento porque México perdió una oportunidad de demostrar su sentido de la soberanía con la visita de Donald Trump. En un tuit, el poeta y ensayista Luigi Amara sugirió que la única razón para agasajar a ese invitado indeseable era ofrecerle un agua de limón con chía y salmonelosis. Por su parte, Gil Gamés opinó en Milenio que la ocasión se prestaba para ofrecer un menú con torta de chilaquil acompañada de mezcal Tobalá con víbora de cascabel. Un banquete desafiante habría servido para advertirle a Trump que Estados Unidos nos podrá quitar la mitad del territorio y poner un Walmart en cada colonia, pero jamás conquistará nuestras entrañas.

Último bastión de resistencia, la comida muestra lo que somos. Por desgracia, Trump no conoció nuestra verdadera mesa de negociación, donde el olor del epazote se mezcla con el chile de árbol.

Carecemos de las tres variantes de la política: la exterior, la interior y la intest