Por Miguel Concha/La Jornada*
Como se sabe, el libro El capital en el siglo XXI, de Thomas Piketty, ha provocado un interés inusitado, convirtiéndose en una de las publicaciones más vendidas a escala mundial. La razón principal es que aborda en forma objetiva e interesante los resultados del modelo socioeconómico en el que han estado inmersos en los últimos 40 años la mayoría de los países, incluido México. Ciertamente han surgido grupos de opinión que han tratado de relativizar y minimizar sus conclusiones, señalando que algunos datos no están debidamente soportados. Sin embargo, han sido ya aclarados por el autor, y desde luego no alteran el escenario descrito ni el mensaje básico del libro.
El estudio está basado en análisis numéricos que sustentan los resultados respecto de la distribución de la riqueza y los ingresos de los ciudadanos de países que cuentan con elementos estadísticos suficientes para llegar a conclusiones sobre el tema. En lo general está enfocado en Estados Unidos (EU), Alemania, Inglaterra, Francia y países escandinavos. En la primera parte, el aspecto medular del libro muestra de manera estadística que el crecimiento anual del producto interno bruto (PIB) mundial es sensiblemente menor a la tasa de retorno de capital del grupo de personas de altos ingresos, los ricos, como los llama el autor. Desde luego señala que esta discrepancia se da en diversos grados en cada país, pero los resultados indican que el crecimiento del PIB mundial, que ha sido de 2.2 por ciento anual en años recientes, continuará decreciendo hasta llegar a 1.5 por ciento, mientras por el contrario los ingresos de los poseedores de capital continuarán incrementándose en cifras de 4 a 5 por ciento anual. Confirmando lo anterior, un estudio de la organización Oxfam, presentado en Davos, Suiza, muestra que en 2016 el uno por ciento de la población mundial será poseedora de más riqueza que el 99 por ciento restante.
Las clases medias y las medias altas serán las que aportarán esa redistribución en beneficio de las clases altas, originándose inexorablemente una cada vez mayor desigualdad en la situación económica entre los pobres y los ricos. Esto propiciará una convivencia ríspida, difícil, así como reacciones sociales de todo tipo. Lo más preocupante es que esta tendencia se ha venido acentuando de forma acelerada a partir de 1970. Tomando como ejemplo a EU, la riqueza de 10 por ciento de la población de mayores ingresos alcanzó 72 por ciento, y por el contrario 50 por ciento de menos recursos es sólo dueño de 2 por ciento de ella.
El autor atribuye esta explosión de la desigualdad a diversas razones, entre otras la factibilidad de especulaciones desmesuradas en inversiones o rendimientos de capital. Recientemente se publicó en nuestro país una nota relativa a la compra en acciones efectuada por un banquero de una empresa, cuyo valor era de 155 millones de dólares cuando la adquirió, y que vendió en 1991 cuando su valor era de 24 mil millones de dólares. Es decir, por cada peso que invirtió, recibió 155.
Los supersueldos de los altos ejecutivos, práctica iniciada en EU, y que ha venido proliferando en el resto del mundo, a grado tal que el uno por ciento de la población estadunidense asalariada obtiene 25 por ciento del ingreso total de los salarios de ese país, es otra de las razones del reciente efecto en la desigualdad. Otra de las causas es el ejercicio de prácticas monopólicas que originan graves imperfecciones en la fijación de los precios en perjuicio de la mayoría consumidora, al no existir suficiente competencia.
La educación es otro de los elementos fundamentales en el tema de la desigualdad a escala mundial, pues en general los descendientes de las personas con ingresos más altos son los que mayoritariamente tienen acceso a los centros de enseñanza superior, convirtiéndose esto en una barrera insalvable para la movilidad social de las clases de menos recursos. La redistribución de la riqueza, mediante un sistema fiscal eficiente y equitativo, es en cambio un elemento fundamental para lograr la reducción de la desigualdad. En Suecia la recaudación fiscal respecto del PIB es de 55 por ciento. En la mayoría de los países europeos ronda entre 40 y 50 por ciento.
En EU es de 30 por ciento. En nuestro país oscila en alrededor de 22 por ciento, y puede afirmarse que no es equitativo. Las causas mencionadas en el libro acerca de la desigualdad social en el orbe aplican desde luego en nuestro país, pero habrá que agregar el ingrediente de nuestro alto nivel de corrupción que, según declaran increíblemente algunos de nuestros gobernadores, requieren para mantener la paz social, o quizá las prebendas clientelares.
El índice de Gini, metodología utilizada para medir la desigualdad de los países, nos ubica en el lugar 108 de entre 194, en buena parte también por la corrupción. Las propuestas de solución que el autor propone consisten en modernizar el estado social, no en desmantelarlo, aceptando que tiene que haber un mínimo de bienestar generalizado que incluya alimentación, educación, salud y pensiones, y desde luego corregir la espiral creciente de la desigualdad, que propiciará cada vez más una difícil y ríspida convivencia.
Las medidas concretas de solución que señala consisten en modificar los sistemas fiscales con gravámenes sobre el capital con tasas progresivas, así como ampliar la progresividad de las tasas sobre el ingreso, y desde luego el establecimiento y auténtico ejercicio del estado de derecho que regule e impida las razones de la desigualdad creciente. En conclusión, señala que para retomar el control del capitalismo no se puede asumir que el mercado lo hará en forma automática, equitativa y eficiente, sino que hay que apostarle a una democracia auténticamente representativa, capaz de regular las imperfecciones del mercado, mejorar la redistribución del ingreso a través de la estructura fiscal y corregir el resto de las causas de desigualdad antes descritas. ¿Le harán caso?
México, Regeneración, 11 de abril del 2015. Fuente:La Jornada. Foto: Pobreza