Umberto Eco: No aseguro que internet mejoró el periodismo

 

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El autor de ‘El nombre de la rosa’ y ‘Apocalípticos e integrados’ presenta su última novela, ‘Número cero’, sobre las crisis del periodismo a partir de la historia de un diario fallido

Darío Prieto | El Mundo

Regeneración, 5 de mayo de 2015. Milán. Umberto Eco (Alessandria, 1932) ha escrito mucho y muy atinado sobre cuestiones como la representación, el símbolo y la cultura. Quizá por tirar tan alto, ahora ha decidido ‘rebajarse’ a hablar… del periodismo. ‘Número cero’ (Penguin Random House) es una novela sobre ‘Domani’, un periódico ficticio y fallido montado por un ricachón para poner en aprietos a Dios sabe quién. Una redacción compuesta de perdedores se dedica a hacer números cero del invento, lo cual sirve al autor de ‘El nombre de la rosa’ para soltar ideas como las que siguen, mientras mastica un purito en su casa con vistas al Castello Sforzesco de Milán.

¿Por qué quiso hacer este libro?

Llevo escribiendo artículos y ensayos sobre los defectos del periodismo italiano desde 1960, en muchos casos con polémicas, en otros discutiendo con amigos… Yo mismo he escrito en periódicos, así que se trata de una crítica desde el interior. Desde hace 10 años tenía en la cabeza esta idea de hacer una novela sobre los defectos del periodismo, pero lo había ido retrasando. Hasta hoy.

¿Y por qué ambientarlo en 1992?
1992 fue un año en el que se estableció un giro copernicano. Los partidos entraron en crisis y comenzaron todos estos procesos judiciales contra la corrupción, por lo que había esta esperanza de que todo cambiase. Pero dos años después llegó Berlusconi… [risas ]. Me interesaba que en la novela nuestro presente fuese un futuro que la gente todavía desconocía. Por eso, en el libro, el director del periódico, Simei, dice que los teléfonos móviles son una moda pasajera.
La imagen del periódico que aparece en el libro es muy negativa, como una herramienta de difamación.
No todos los periódicos son una ‘máquina de fango’. Los vespertinos ingleses, por ejemplo, con todos los cotilleos de la familia real, lo hacen para vender un poquito más. Pero en Italia este mecanismo se ha usado como herramienta política para deslegitimar al adversario. Por ejemplo, hay un caso real que cuento en la novela sobre un juez que había hecho algo que no había sentado muy bien. Y le fueron fotografiando hasta que le sacaron fumando en una imagen en la que se apreciaba que llevaba unos calcetines de colores chillones, sugiriendo que se trataba de un ser un poco raro.
Umberto Eco
En el libro Simei dice que «los periódicos le dicen a la gente cómo tiene que pensar»
Depende de quién los lea. A mí, por ejemplo, los periódicos no me dicen qué tengo que pensar. También porque no leo uno sólo y estoy abierto a muchas sugerencias. Pero un lector más ingenuo o menos preparado está más influenciado, más aún por la televisión.
¿Cree que los periódicos han perdido poder por los excesos del pasado?
Si un periódico importante hace hoy una entrevista al primer ministro, ésta sigue teniendo un peso y hasta se puede discutir de ella en el parlamento. Ahora bien, este poder de influir no es sobre el público, sino sobre las altas esferas. El verdadero chantaje no llega cuando yo digo a mucha gente que usted ha robado, sino cuando se lo cuento solamente a dos y ya está. Es poner una noticia en la mesa de la persona importante y sugerir que se podría contar más. Ahí es donde los periódicos tienen el verdadero poder, no sobre el hombre de la calle que puede leer el mismo texto de una forma distraída. Es una influencia sobre la ‘cima’, por decirlo de algún modo. ¿Por qué hay tantos pequeños periódicos que no tendrían razón de existir, si no reciben subvenciones y venden muy poco? Porque su función es la de enviar un mensaje privado. Dicen: ‘Yo sé algunas cosas y podría decir más’.
¿’Domani’ tiene algo que ver con la realidad?
Me inspiré en un personaje real, que no está mencionado en el libro, Mino Peccorelli, que durante los años 60 y 70 tenía una agencia de noticias en Italia cuya circulación era limitadísima, pero llegaba a las mesas de los ministros y diputados. En él se lanzaba sospechas y era tan peligroso que lo mataron en 1979, por este pequeño pseudo-boletín que servía como instrumento de chantaje.
¿Qué opina de la actual crisis de los periódicos?
La crisis de los periódicos no empieza ahora, sino en 1954, con la llegada de la televisión. Antes decían lo que había pasado el día anterior, pero desde ese momento la gente ya lo sabe. El gran humorista y escritor Achille Campanile dijo en los años 60 que el periódico es como una carta que dice: «Seguirá un telegrama». Lo que pasa es que el telegrama es del día anterior. Y esto es un problema. Los periódicos se parecen cada vez más a los semanarios, lo que, a su vez, pone en peligro a los semanarios. Pero es que un diario no tiene la capacidad de un semanario de hacer las cosas tranquilamente, porque se trabaja al filo de la noche. Hay que tener también en cuenta el esquema publicitario y el aumento de los anuncios: cuando yo era niño, había periódicos de dos páginas, tan sólo, y hoy son de 60. Y hay que llenarlas. Si eres un periódico serio, puedes hacerlo con comentarios y análisis, pero si no, te conviertes en esta máquina de fango que llena páginas y que obliga a leerlas por este mecanismo que los alemanes llaman ‘Schaden-freude’, el placer del dolor ajeno.
Roberto Saviano ha dicho que el libro es un «manual de comunicación contemporánea».
No creo que sea un manual, pero también se ha dicho que debería estudiarse en las escuelas de periodismo. Esto quizás sí, pero como mal manual de periodismo, de lo que no se puede hacer [risas].
En su anterior novela, ‘El cementerio de Praga’, el protagonista se dedica también a crear bulos. ¿Hay una conexión entre ambos libros?
Hay una conexión con otros muchos libros míos, como ‘El péndulo de Foucault’, porque siempre me ha preocupado la paranoia del complot. Y hoy todavía más, porque internet está lleno de este tipo de contenidos. Lo que más me interesa es cómo se construye el complot, conectando hechos que parecen no tener relación. En la novela, el periodista Bragadoccio es lo que hace, al conectar en un único hilo los últimos momentos de Mussolini con lo que sucedió en Italia en las décadas siguientes.
¿Cómo se pueden combatir estos ‘complots’?
Una de las primeras cosas que habría que enseñar a los niños es cómo filtrar noticias en internet, a distinguir las verdaderas de las falsas. Un ejercicio podría ser elegir un argumento y buscarlo en 10 sitios distintos. Haciendo una comparación se podría crear un sentido crítico. Hay síndromes del complot que resulta muy fácil demostrar que son mentira y otros que no tanto. Por ejemplo, esa idea de que los estadounidenses no llegaron a la Luna y que las imágenes que se ven son una reconstrucción que se hizo en un estudio. ¿Cuál es el argumento contrario? Que si esto hubiese sido así, los soviéticos lo hubiesen dicho y demostrado. Pero si se callaron, es que no había ninguna prueba y, por tanto, es una estupidez. O ‘Los protocolos de los sabios de Sion’, cuya falsedad se demostró hace 100 años, pero en internet sigue circulando y en las bibliotecas árabes está entre los libros más consultados. Es verdad, hay complots reales, como el que se organizó para matar a Julio César. O la Conspiración de la pólvora de Guy Fawkes, que fue descubierta y no llegó a término. O lo que sucede habitualmente en la bolsa, con las OPAs y todos movimientos que empiezan siendo secretos y luego se materializan. Pero los más peligrosos son los complots mentirosos, porque no logran salir bien, se quedan en el imaginario colectivo, obsesionando a la gente, y nadie puede desmontarlos porque no existen. Pongamos que usted es ateo: todas las religiones son la descripción de un complot que no existe. Pongamos que es católico creyente: el resto de las religiones son un complot inexistente.
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Un personaje de la novela dice en un momento que «el placer de la erudición está reservado a los perdedores».
Es una paradoja, pero también es verdad que puede haber un físico que gana el Premio Nobel y no sabe nada la historia de la literatura. O puede haber un corrector de libros que sabe muchísimo de muchas cosas y ve que esto no le sirve para nada en la vida. Hoy se da un fenómeno de hiperespecialización, que es muy estadounidense. Recuerdo hablar con un profesor de francés de una universidad de EEUU de que estábamos llegando a un taylorismo de la cultura, es decir, que cada uno es capaz de hacer una sola cosa. Y me preguntó que qué era el taylorismo. Pues eso mismo que le pasaba a él, que no sabía casi nada de ninguna otra cosa.
¿Cómo ve la influencia de internet en los ‘mass media’?
No estoy seguro de que internet haya mejorado el periodismo, porque es más fácil encontrar mentiras en internet que en una agencia como Reuters.
¿Cómo valora que las noticias más vistas de internet sean las que son? ¿Es el lector culpable?
Con Facebook y Twitter es la totalidad del público la que difunde opiniones e ideas. En el viejo periodismo, por muy asqueroso que fuese un periódico, había un control. Pero ahora todos los que habitan el planeta, incluyendo los locos y los idiotas, tienen derecho a la palabra pública. Hoy, en internet, su mensaje tiene la misma autoridad que el premio Nobel y el periodista riguroso. O, por ejemplo, lo que pasa con los libros. Antes las editoriales ejercían de filtro, aunque podían equivocarse: esto se publica y esto no. Ahora, cualquiera puede publicar un libro en internet y resulta complicado argumentar con un joven las diferencias entre algo bueno y algo malo. Sí, se podrá decir que la clave está en que le guste o no. Pero entonces es cuando recuerdo ese ‘anuncio’ que decía: «Come mierda: millones de moscas no pueden estar equivocadas».
¿Tiene esto algo que ver con alguna dinámica particular de estos tiempos?
Aquella chica que succionaba el pene de Bill Clinton, cómo se llamaba, Monica Lewinsky, ha regresado para hablar de ello y da conferencias. ¿Se podría esperar que permaneciese callada y desapareciese? No. Lo mismo que el ladrón o el mafioso va a televisión a contar lo que ha hecho. Éste es un fenómeno totalmente nuevo en la historia de la humanidad: es importante aparecer en público. Hace no mucho, en Italia, un marido cornudo compró una página de publicidad del ‘Corriere della Sera’, que cuesta un montón de dinero, para decir que su mujer era una puta. Y la mujer compró a continuación otra página para decir que el marido no estaba bien. Esta importancia de mostrarse ante otra gente era algo que hasta ahora sólo se veía en algunos asesinos en serie, que querían llamar la atención de los medios y de la policía. Pero un ‘serial killer’ es un loco, y ahora son las personas comunes las que tienen esta necesidad. Es como compartir una colonoscopia con el mundo. La actitud de muchos intelectuales de hoy es llevarse continuamente las manos a la cabeza.
¿Cuál es su técnica para no caer en lo apocalíptico?
Escribir libros. Describir los problemas. Y tener la esperanza de que alguien que los lea piense, por ejemplo, que va a ser más cauto a la hora de leer un periódico. El intelectual debe denunciar los vicios de la sociedad; si se desata un incendio en un teatro no puede sentarse en una silla a recitar poesía: tiene que llamar a los bomberos, como haría cualquier otro ciudadano.
Pero sigue habiendo muchos intelectuales que, como Platón, aseguran que todo iría mejor si se les diese el poder.
Pero esta idea de Platón se demostró fallida cuando fue a Sicilia. Es por esto que siempre he preferido a Aristóteles, porque aconsejaba y se ocupaba de otras cosas serias, aparte de la política.
¿Cuál es la clave para, con 83 años, seguir manteniendo la pasión por contar?
Siempre he contado algo. Antes contaba chistes, pero en los últimos años he parado, porque Berlusconi ya contaba demasiados. Pero desde pequeño escribía cómics y novelas, que nunca terminaba. Luego contaba cosas a mis hijos. Y ahora tengo a mis nietos. Pero, hablando de mis libros, si te fijas bien en mis libros de filosofía y ensayo, son también narraciones, siempre cuento cómo he procedido en la búsqueda. Hay muchas formas de contar. Dar clases a los estudiantes es una de ellas, porque siempre he pensado que nuestra forma de conocer no es a través de las definiciones, sino de las historias. Cuándo un crío pregunta de dónde vienen los niños no se le da una lección de genética, sino que se habla del polen, las mariposas, la semilla de papá… Las cosmologías son en realidad novelas del origen del mundo. Los historiadores no hacen sino contar… No nos damos cuenta de que es la forma principal de ver el mundo. Y nos sirve para entender cosas como lo que pasa en Siria e Irak. Porque el fanático no cuenta historias: tiene una verdad en la cabeza y la repite.
¿Qué le parecen las entrevistas?
Es un problema que yo, como autor, me encuentro. Se publica un libro y, hace tiempo, uno esperaba las críticas, que podían tardar un par de meses, porque el crítico tenía que leerse el volumen. Ahora o se habla el día después o nada. Y hay que hacer una entrevista, porque si no la das, no hay crítica. Y la entrevista es un texto que siempre habla bien del libro, lo cual es una manera de engañar al lector, porque es obvio que el autor va a hablar bien de su libro, mientras que uno espera una argumentación contrastada del crítico. Me ha pasado lo siguiente: dar una conferencia y, al término de ésta, venirme un periodista a que le contase lo mismo que había dicho. ¡Maldita sea, si estabas ahí! ¡Podías haberme grabado, es tu trabajo! Pero está esta idea de que la entrevista es más noble, más ‘scoop’. Y ves un periódico hoy y está lleno de entrevistas, cuando las únicas que tienen realmente sentido son con aquellas personas que no las dan, como corruptos, asesinos o gente así. Una entrevista conmigo es una pérdida de tiempo [risilla].