Por: Luis Hernández Navarro
Para cambiar el país no hacen falta argumentos ni razones. No se requiere convencer ni consensuar. Basta con vencer. Las nuevas leyes se aprueban a la fuerza. Pasan porque pasan. Esa es la marca de la casa Atlacomulco. Así ha sido siempre en el estado de México. Así fue durante el año que está a punto de terminar.
La imagen no deja lugar a dudas. En los estados, gases lacrimógenos, desalojos y toletazos contra manifestantes que rechazan la privatización petrolera. En la ciudad de México, vallas metálicas y cerco de granaderos y policías federales alrededor del Senado y la Cámara de Diputados. En todo el país, aprobación vía rápida, sin debate, de la reforma constitucional energética.
Para transformar México hay que restaurar la presidencia imperial, sostienen el nuevo PRI y sus apologistas. No importa el desaseo parlamentario, ni llenar la Constitución de parches e incongruencias, ni hacer votar a los legisladores dictámenes que desconocen, ni que el país se crispe aún más. Lo central es cumplir con las instrucciones del hombre de Los Pinos.
Presidencia imperial fue un concepto acuñado por Arthur Schlesinger Jr, historiador y asistente especial del presidente John F. Kennedy, en un libro del mismo nombre, que le hizo ganar el Premio Pulitzer. Enrique Krauze lo utilizó tiempo después para describir la naturaleza del presidencialismo mexicano bajo el reinado del PRI.
Durante 2013, el Ejecutivo ha ido controlando todos y cada uno de los hilos de poder. La lista es enorme. Ha sometido a los otros poderes de la unión a su conducción, disciplinado a los gobernadores, decidido quiénes son los dirigentes de los partidos de oposición con quienes tratará, centralizado aspectos medulares del gasto público para definir quiénes hacen o no negocios, encarcelado a líderes sindicales oficialistas, recentralizado las plazas del sector educativo que eran responsabilidad de los estados y concentrado la adquisición de medicamentos para el sector público.
Desde arriba, sin consulta, la nueva presidencia imperial decidió cambiar el país. Puso a México, aún más, a girar en la órbita imperial estadunidense. Canceló conquistas sociales básicas en el terreno laboral y educativo. Abrió a los poderes fácticos empresariales la puerta para definir la agenda educativa nacional y para participar en el reparto de la renta petrolera.
En plena crisis de representatividad, apoyó una reforma política que fortalece la partidocracia, dándole la facultad de decidir quiénes de sus militantes pueden o no relegirse, suicida al Instituto Federal Electoral (IFE), apuesta por la consolidación de un sistema bipartidista, crea obstáculos de supervivencia casi imposibles de salvar a los partidos pequeños, y, por la vía de la nulidad de la elección, se facilita a sí misma deshacerse de candidatos incómodos.
Avanza, también, como documentó Miguel Concha en estas mismas páginas el pasado sábado, en un plan legislativo para construir un Estado represor legitimado. De hecho, se acaba de modificar el artículo 29 constitucional para autorizar al Presidente a suspender o restringir las garantías constitucionales, al tiempo que se amplió el alcance del delito de terrorismo. El Congreso de la Unión se apresta ahora a aprobar reformas que atentan contra el derecho a protestar, y que pueden utilizarse de manera discresional para criminalizar a quienes se oponen a la administración pública.
De manera paralela, asistimos, sin exageración, al retorno de la guerra sucia. Allí está el dramático caso de Guerrero, documentado la semana pasada en este mismo espacio. O el de Chiapas, explicado por Pedro Faro, integrante del Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas, en el último número de Ojarasca. O lo sucedido en Michoacán, declarado oficialmente un casi estado fallido.
La sucesiva aprobación de legislaciones represivas, la ocupación de espacios y edificios públicos por policías y vallas que se han vuelto parte del paisaje cotidiano de la ciudad de México no son una excepción en el territorio nacional. Son la otra cara de la moneda de la presidencia imperial. Son parte sustancial de ella.
Lo son porque las contrarreformas en marcha y la pretensión de reconstituir la presidencia imperial han profundizado la división del país, enardecido los ánimos y precipitado una serie de protestas, hasta el momento desarticuladas, muchas de ellas espontáneas. Desde que la visita de Peña Nieto como candidato a la Universidad Iberoamericana desencadenó la formación del movimiento #YoSoy132, se han desatado, de manera intermitente y sostenida, oleadas de descontento popular, cada vez más radicales.
El destino final de esas movilizaciones es incierto. Apenas ahora, literalmente de un día para otro, brotó una vigorosa movilización contra el aumento a las tarifas al Metro en la ciudad de México, que se ha imbricado con el repudio a la reforma energética. Ninguna fuerza política organizada convocó a la desobediencia. El llamado surgió de las redes sociales. Desde entonces, miles de personas han saltado los torniquetes del sistema de transporte colectivo. Aunque, por el momento el movimiento tiene más chispa que gasolina, puede convertirse en algo mucho mayor. Tratar de desautorizarlo diciendo que quienes lo encabezan son jóvenes es un absurdo. Históricamente, los estudiantes han desempeñado un papel central en la lucha contra el alza en los transportes.
Este diciembre, México es otro país, distinto al que había en diciembre de 2012. De arriba abajo, con el sello del Grupo Atlacomulco, la presidencia imperial lo transformó. Al hacerlo abrió, una tras otra, diversas cajas de Pandora. Está por verse si puede manejar los demonios que comenzaron ya a surgir de su interior.
Twitter: @lhan55