Por Víctor Baca
In memoriam de mi querido José María Ímaz
(1964-2018)
Regeneración.- El arte se funda en la naturaleza. En el centro de ella está el hombre. Al ser humano no lo distingue el cuerpo, pues la transparencia de su alma está en el rostro. Se refleja en el rostro, nuestro rostro es la señal evidente del alma.
El joven Edgar Ruiz, pintor y artista gráfico de origen veracruzano (Orizaba, 1988), desde que estudió diseño gráfico y artes plásticas en el Instituto del estado de Puebla, ciudad donde radica desde hace quince años, descubrió la potencia de narrar y eligió concretar su mirada sobre los rostros de la ciudad.
Sabe que la escritura, los trazos, los colores solo tienen la misión de trasparentar el alma, no solo de los humanos sino de los seres animados. Éstos al combinarse piensan en una expresión de la composición del alma, la naturaleza se concentra en ella.
Reconoce que un rostro puede ser bello rompiendo los cánones y los estándares de la belleza coloquial. Y si pensamos un poco mientras admiramos los rostros de los grandes artistas, percibiremos que en realidad lo que admiramos es la forma cómo fueron inventando y moldeando la belleza: los trazos poseen un encanto que pocas veces nos permiten olvidar la historia de esos rostros.
Ruiz es un artista ortodoxo o iconoclasta que ha combinado su actividad estética con su pasión librera. Y justo por ello, labora en el centro de lectura más importante de la ciudad: Profética, rodeado de un ambiente que, por lo demás, lo ha acercado a los libros y posturas que son necesarias para cualquier artista.
Esto, además, lo ha hecho reflexionar sobre algunos artistas icónicos. Y en cuanto a técnica se refiere, el artista veracruzano es muy práctico y, conforme a lo que pretende de cada obra, decide usar pintura al óleo o acrílica, lápiz o bolígrafo e incluso hasta la tecnología digital. Aunque, más que el instrumento, Edgar sabe que más lo importante es la expresión. Seducido por la naturalidad y extrañeza de los rostros, no olvida que en ellos se concentra la vitalidad de las artes, admite que los colores, incluyendo sus luces y sombras, al concentrarse sobre el rostro, delinean señales características que tal vez solo los verdaderos artistas captan; lo que trazan, lo que narran no pretenden solo dibujar o pintar por el hecho mismo, sino por vislumbrar y diseñar lo que ese rostro cuenta, no es el parecido con nosotros sino lo que nosotros encontramos en él: lo que hemos vivido. El rostro y sus arrugas o cicatrices develan la historia, incluso la que nunca nos atrevemos a contar, la historia de nuestros secretos y de nuestros fracasos. O de algo brutal y en ocasiones pretencioso: nuestra vida.
Si en este momento volteáramos hacia el personaje que tenemos al lado, lo veremos conforme a lo que nos inspira su rostro. Si detenemos nuestra mirada, no hacia sus rasgos aparentes, sino en aquellos detalles distintivos que hermanan nuestro rostro con el de la persona observada, la sorpresa sería mayúscula. Y eso pasa precisamente con la persona amada. Al contemplarla, sus rasgos no sólo nos parecen armónicos (aunque no lo sean), sino incluso hermosos. Ya decía Kundera que “cuando estás enamorado de alguien, estás enamorado de su rostro y se convierte en un rostro que no se parece a ningún otro”. Y justo eso es lo que hace este artista veracruzano: arrojar una mirada amorosa sobre los rostros que le sirven de modelos, y aun a riesgo de que no todos alcancen a descubrir esta capacidad expresiva de la belleza.
Casi podríamos decir que los rostros de estas obras están cargados de defectos, ¿y qué rostro carece de ellos? Pero el artista que transita por las calles poblanas sabe que en el fondo no se trata de defectos, sino de las máculas vivenciales que, en armoniosa conjunción, producen el efecto de eso que llamamos belleza. Algunos afirman que los rostros, en realidad, son un florilegio de vicios y defectos. Y puede que tengan razón. Pero ¿no es justo ese uno de los sustratos de la naturaleza humana?
Cuando fijamos nuestra atención en algún rostro, incluso en aquellos que tienen maquillaje ⎼como ocurre en el caso de los payasos⎼ logramos advertir que debajo de la pintura asoma una colección de rasgos que no se pueden ocultar. Es natural: el alma, aun atiborrada de maquillaje, se transparenta. De ahí que el rostro, tanto de un indigente como de una persona “normal”, sea para este artista (y para quien contemple su obra) un verdadero cardumen de sensaciones.
Se sabe que a Edgar Ruiz le agrada exponer en cafés o cantinas, consciente de que el arte tiene la necesidad de acercarse a los lugares donde está su población objetivo: la gente común, pero, eso sí, nada ordinaria.
Y es que la mirada de Edgar Ruiz tampoco es ordinaria. Al contrario: sus meticulosas observaciones, al final, logran que sus objetos artísticos adquieran las dimensiones de una obra viva que, no sin esfuerzo, logra captar la entraña más íntima de cada uno de los rostros que nos comparte.
Es importante decir que ninguna arruga ni línea de expresión pasa por alto ante los pinceles del artista. Casi podríamos decir que cada pliegue, cada ceño, es avasallado, consumido (y consumado) mediante una perfecta combinación de colores, texturas, luces, sombras y, sobre todo, con talento.
Al mira su colección de rostros, en principio, uno imagina éstos sobre la base de sus propias limitaciones, pero enseguida descubrimos que dentro de éstas es como el pintor juega y cada día logra que sus rostros expresen una forma de vida, que como diría Rimbaud: a veces está en otra parte, rostros que si se reunieran tal vez contarían no la historia de las calles de Puebla, sino la historia del artista extrañado de su propio rostro.
La pasión de este joven pintor no sólo resulta curiosa, sino que en algún punto nos recuerda al maestro de la plástica mexicana Saturnino Herrán. Hay que recordar que el pintor hidrocálido de la época revolucionaria imaginó y se dio a la tarea de iniciar un nuevo paisaje en la pintura mexicana. Y Edgar Ruiz, me parece, podría ser una prolongación del artista que fuera amigo del poeta López Velarde. Y digo prolongación porque el joven pintor hace uso de las tecnologías sin que éstas lo condicionen, como acontece con muchos artistas jóvenes en la actualidad. Por fortuna, en sus obras encontramos un dejo de añeja tradición plástica.
No me parece mal que algunos artistas plásticos acudan a estas tecnologías. El problema es que, si se abusa de ellas, nos impiden catar sus habilidades manuales. Y todavía existe, por fortuna, un público al que le gusta apreciar esa magia que otorga el lápiz, el pincel o incluso el bolígrafo.
* Filósofo, escritor y académico, estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM. Es autor del poemario Lampos (Cuadrivio) y de la novela Tiempos Libres (Premio Letras Confinadas 2020). Dirigió por más de una década la revista de literatura Tierra prometida.