Por Luis Hernández Navarro*
Después de realizar una asamblea, cerca de 4 mil pobladores de Ayutla de los Libres y Tecoanapa marcharon tres kilómetros por la carretera que comunica Ayutla con Cruz Grande, la cabecera del municipio de Florencio Villarreal, sede del 47 batallón de infantería. Exigieron la salida del Ejército de la región, el retiro de los retenes y el respeto al libre tránsito. Incansablemente gritaron: ¡Queremos escuelas, queremos trabajo, queremos hospitales, no militares!
En el contingente, encabezado por los comisariados y delegados comunitarios, participaron padres de los estudiantes de Ayotzinapa desaparecidos, normalistas rurales, campesinos, policías comunitarios, integrantes de la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero y del Movimiento Popular Guerrerense. Sostuvieron que la presencia militar sólo favorece la comisión de delitos, la presencia de delincuentes y la tensión entre los habitantes por el sobrevuelo constante de tres helicópteros de la Secretaría de Marina y la Policía Federal (La Jornada, 18/12/14).
Antes de llegar al cuartel, soldados y policías cerraron el paso a la multitud. Lejos de intimidarse, los habitantes de Ayutla y Tecoanapa exigieron una respuesta inmediata de las fuerzas castrenses a sus demandas. Simultáneamente, en una acción paralela efectuada a unos tres kilómetros de distancia, grupos de mujeres bloquearon la ruta a Cruz Grande y retuvieron a cerca de mil policías federales y soldados, para impedir que llegaran a encapsular a quienes protestaban cerca de las instalaciones militares.
Ante la movilización, el subsecretario de Gobernación, Luis Felipe Miranda, se comunicó vía telefónica con los dirigentes del movimiento y se comprometió a replegar a los uniformados y a entablar una mesa de diálogo con ellos.
Un día más tarde, el 18 de diciembre, los padres de los desaparecidos se plantaron frente a la sede del 27 batallón de infantería de Iguala, y exigieron que la Procuraduría General de la República (PGR) abra una línea de investigación hacia el Ejército por su omisión y participación en la tragedia del 26 y 27 de septiembre. También demandaron que se les permita entrar a los cuarteles a buscar a sus hijos y familiares.
Enardecidos, gritaron consignas contra el Ejército: ¡Asesinos, asesinos, regrésennos a nuestros hijos!, ¡Ellos los tienen, entréguennos a nuestros hijos es lo único que les pedimos!, ¡Debería darles vergüenza, pinches asesinos, corruptos, lamebotas, desgraciados!
Según cuenta Alejandro Guerrero, un padre que logró meterse al edificio encaró a soldados que le tomaban fotografías y video con sus teléfonos: ¿Por qué dejaste morir a nuestros hijos? Contéstame, hijo de la chingada. ¿Por qué me lo dejaste morir, cabrón? ¿Quién fue, quién es tu jefe? ¿Por qué los dejaron morir? ¿Por qué no apoyaron el día 26 a los chamacos? ¿Por qué los dejaron que los golpearan y los desaparecieran?, contéstame, les dijo. Nadie respondió.
Simultáneamente, en al menos 20 municipios (de los 81 que tiene la entidad) los habitantes han desconocido a las autoridades locales, nombrado consejos populares y ocupado los edificios públicos. El 8 de diciembre, cerraron la sede estatal y varias distritales del Instituto Nacional Electoral (INE). Un día después, los padres de familia demandaron al Senado declarar formalmente la desaparición de poderes en Guerrero y emitir un punto de acuerdo mediante el cual se declare la suspensión de elecciones en la entidad por no existir condiciones para ello.
Los últimos enfrentamientos entre comunidades y fuerzas armadas y Policía Federal no son nuevos. Son parte de una cadena de choques que viene de más atrás. Durante 2013 se suscitaron varios de ellos por problemas de inseguridad pública, precisamente en los mismos municipios donde hoy se producen. De manera clara y directa, una y otra vez, comunidades y policías comunitarias han señalado que mandos del Ejército tienen vínculos con el narcotráfico. Hoy, la crispación social por la desaparición de los 43 normalistas y la complicidad gubernamental con el crimen ha reciclado este viejo encono.
Quienes explican la erupción guerrerense como resultado del radicalismo magisterial no entienden nada. Los maestros son el vehículo a través del cual se expresan las aspiraciones comunitarias de una vida mejor. En Guerrero, como en otros estados pobres con población rural e indígena significativa, los profesores funcionan como los intelectuales orgánicos de las comunidades. Su origen social, su formación, su disciplina y su organización los convierte en instrumento para canalizar demandas colectivas de sus regiones y no sólo gremiales. Eso es lo que ahora hacen.
Guerrero es un narcoestado en el que campea la más absoluta impunidad y los viejos cacicazgos se han reciclado a la sombra del crimen organizado. Es una entidad que vive en un clima de violencia e inseguridad pública permanente en el que las bandas delincuenciales actúan bajo el amparo de la fuerza pública. Es un estado con un régimen de partidos carente de representatividad, en el que los espacios abiertos por la movilización social han sido capturados por los grupos de poder local que utilizan a su conveniencia las siglas del Partido de la Revolución Democrática, y en el que una parte de los liderazgos populares han sido cooptados o eliminados violentamente.
El volcán guerrerense está en plena erupción. Lo choques en Ayutla y en Iguala con el Ejército, el nombramiento alternativo de las autoridades locales al margen de los partidos, y la exigencia misma de cancelar elecciones son expresiones del magma de la inconformidad social en la entidad producto de esta realidad. La lava del descontento popular, taponada por un desacreditado régimen de partidos con un enorme déficit de representación, busca la forma de salir por donde pueda. Y lo está haciendo, no por el lado de la confianza en las instituciones electorales, sino por la vía de la construcción desde abajo de su propio poder.