Desde antes de que los poderes fácticos entronizaran a la nueva administración el régimen emprendió una vasta tarea de ajuste del marco legal que empezó, en las últimas semanas de la administración calderonista, por una contrarreforma laboral. Luego, para ponerle una máscara democrática a la dictadura del dinero y de los medios, se urdió el llamada Pacto por México: un libreto por medio del cual las tres principales organizaciones partidistas con registro habrían de dar cobertura parlamentaria a un nuevo ciclo de reformas neoliberales. Al participar en la farsa panistas y perredistas no tenían nada que perder –salvo votos, pero en el estado actual de los procesos electorales simulados eso no importa gran cosa– y muchos recursos que ganar. Como se ha documentado posteriormente, las sucesivas votaciones de las reformas peñistas han estado aceitadas por carretadas de dinero público.
En ese marco formal se ha operado una afectación mayúscula a la legislación laboral, se ha urdido la entrega del espectro radioeléctrico a corporaciones extranjeras, se ha dado manga ancha a las trasnacionales financieras para que expolien a placer a sus clientes y se ha establecido un aparato fiscal que multiplicará el saqueo a los causantes pequeños y medianos, y que mantiene el margen necesario de discrecionalidad para seguir perdonando impuestos a las personas físicas y morales acaudaladas. Ayer se votó, en lo general, una reforma electoral
que deja intacto el blindaje de la impunidad política para los representantes electos y que no avanza ni un milímetro hacia una democracia participativa. Falta la peor de todas las reformas: la que habrá de liquidar la industria petrolera ncional y entregará el control y el usufructo de los hidrocarburos del país a media docena de corporaciones energéticas depredadoras.
En todo lo que se orienta a incrementar los márgenes de ganancia del gran empresariado y las prebendas de la clase política, y a reducir derechos, conquistas y condiciones de ciudadanos, trabajadores y consumidores, el peñato ha sido muy eficaz. A sus operadores no habrá de importarles mucho que las redes sociales se cimbren a carcajadas ante cada nuevo dislate del protagonista principal –el más reciente, a reserva de lo que ocurra en las próximas horas, fue el haber confundido la ciudad chihuahuense de Ojinaga con la prefectura japonesa de Okinawa– en tanto la sociedad siga permitiendo la administración de la rapiña.
En cambio, del 1º de diciembre de 2012 al 1º de diciembre de 2013 el gobierno no ha hecho frente –y mucho menos resuelto– ninguno de los problemas nodales del país: la desigualdad, la pobreza de las mayorías, el estancamiento económico, el desempleo, la corrupción galopante y la seguridad pública que el calderonato dejó en pedacitos. Más bien estos asuntos se han agravado, de acuerdo con las cifras disponibles de desempeño del priísmo de vuelta en la Presidencia.
Este contraste lleva, necesariamente, a un ensanchamiento de la distancia entre las esferas institucionales y la población. De hecho, se ha vuelto común que la autoridad, o cuando menos el carisma del poder, resulte del todo insuficiente para convocar a la ciudadanía y se deba recurrir al acarreo máximo –además del ya tradicional blindaje militar y guaruresco– para tapar la soledad y el aislamiento de los gobernantes. Esa distancia se agudizará si el peñato consigue imponer la entrega de los recursos petroleros a las corporaciones energéticas privadas. Ultimadamente, ningún régimen puede sostenerse en el poder cuando sus márgenes de respaldo social se aproximan a cero, y no parece que el que padecemos se encuentre muy lejos de eso. En todo caso, en el primer año de Enrique Peña Nieto en Los Pinos ha avanzado mucho hacia ese objetivo.
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