Entre Elena Garro y su lucha por las causas justas indígenas, también andaba ahí Norberto Aguirre Palacares, quien a decir de Poniatowska, se merece una biografía.
Por Elena Poniatowska| La Jornada
Regeneración, 05 de julio de 2018.- Discípulo de Gabriel Ramos Millán, considerado el máximo defensor del maíz porque se propuso mejorar su cultivo, Norberto Aguirre Palancares (en uno de sus viajes con El apóstol del maíz, como llamaban a Ramos Millán), vio a una mujer rubia, bonita, nerviosa y muy vistosa que alegaba que tenía que viajar de inmediato a Ciudad de México. Aguirre Palancares le cedió su asiento y, al llegar a su casa, en la esquina de Nuevo León y Tamaulipas, muchas personas amotinadas en la calle se acercaron a abrazarlo. Resulta que el avión cuyo asiento había cedido se había estrellado en el Popocatépetl. En ese viaje murió El apóstol del maíz, Gabriel Ramos Millán, así como la protagonista de Nosotros los pobres y de Pepe el Toro, Blanca Estela Pavón, la muchacha bonita que le agradeció haberle dado su lugar.
Ceder su asiento fue siempre una forma de vida de Aguirre Palancares, ya que nadie ayudó tanto a Elena Garro y a Helena Paz Garro como él, porque D’Artagnan Fernando Gutiérrez Barrios sólo la engañó.
Elena, gran defensora de campesinos en Ahuatepec, Morelos, llegaba al edificio de la Reforma Agraria, que dirigía Norberto Aguirre Palancares, y causaba sensación. Su entrada rubia, dorada, el pelo al viento como la Flaming June, del Museo Ponce en Puerto Rico –imagen poética si las hay, ya que recuerda a los prerrafaelitas–, hacía que todos le abrieran la puerta de par en par. Seguida por una cauda de campesinos, derribaba la oficina de don Norberto, que se aficionó a esta admirable defensora zapatista del “la tierra es de quién la trabaja”, así como antes se habían enamorado de ella otros dos grandes líderes, Javier Rojo Gómez y Carlos Madrazo.
Elena Garro era jaramillista (tanto ella como Devaki, las dos luchadoras en favor de las tierras comunales, íntimas amigas de Rubén Jaramillo y más tarde de Florencio Medrano, El Güero, fundador de la colonia Rubén Jaramillo, enseñaron a leer a niños y a campesinos. Cuando Rojo Gómez terminó su periodo en la CNC, también feudo de Elena Garro, siempre hubo un funcionario que tratara mejor a los quejosos, tal como exigía Elena Garro: “Pasen, pasen, pasen, aquí nadie los va a hacer esperar”. El 15 de septiembre de 1965 fueron asesinados Enedino Montiel Barona y su mujer, Antonia Ramírez, grandes amigos de Elena y de Devaki. El pasado sábado 14 de julio en la Casa Refugio Citlaltépetl, Carlos Payán recordó el crimen contra Enedino Montiel en uno de los poemas de su Memorial del Viento: “Lo supe cuando tomaba café/ con los amigos./ Me lo dijo Prieto –que dice te conocía–/ hecho una furia sin consecuencias,/ lleno de un coraje sin resultados./ Me lo contaron mientras bebíamos café/ en una cafetería de la ciudad:/ ¡Tan sin cuidado!/ ¡Pero tan sin peligro!/ Me lo contaron entre taza y taza de café/ (Tú, para entonces, ya estabas/ con la boca entre la tierra.)/ Entre la tierra./ De la tierra./ Como si te hubieran sacado de la tierra./ Como si hubieras muerto lleno de raíces:/ torturado/ despellejado/ degollado/ entierrado tierradado desenterrado/ tierraquitado./ Te mataron en la noche de la patria/ el quince de septiembre del mil/ novecientos sesenta y cinco./ ¿Quién gritó primero, Enedino,/ Tú o tu mujer/ desollada y deshijada al mismo tiempo?/ ¿Quién gritaba a la hora de tu muerte:/ ¡Viva México!?/ De la tierra, Enedino, de la tierra./ Igual que los otros que volvieron/ a la tierra./ ¡Tan por ella!/ ¡Tan sin ella!/ Igual que tú Enedino, los otros, el otro,/ el que soñaba como tú en la libertad/ y en la tierra,/ el que tenía la mirada tajante/ como un cuchillo,/ el que mataron con tanta traición/ como pudieron./ Y el otro, el último, el más cercano/ en el tiempo,/ con el que estabas unido desde/ la sombra de tus uñas,/ el que mataron también/ con su Epifania Zúñiga,/ no menos cruel, no menos/ cobardemente./ Ya ves, Enedino,/ Zapata, Jaramillo y ahora tú./ Tres personas distintas/ y una misma muerte,/ y una misma traición,/ y una misma tierra./ De la tierra, Enedino, de la tierra./ Por la misma Tierra.”
A Norberto Aguirre Palancares, Elena Garro le resultó una Zapata femenina. Sonreía ante su odio a los intelectuales que le respondían: “¿Qué quieres que haga yo, si tenemos un gobierno de ladrones?” Alguna vez, don Norberto me comentó un artículo en el periódico Presente!, de Morelos, de la autora de Los recuerdos del porvenir, sobre el pinche papel de la clase intelectual mexicana durante el porfirismo, que jamás protestó por el genocidio de los indios yaquis. “El pozo abierto entre la palabra y los hechos se llenó de cadáveres”, escribió Elena. También acusaba a los intelectuales de colaborar abiertamente con el gabinete de Victoriano Huerta e iniciar en México una mentira o por lo menos “la equivocación de las palabras”.
¿Fue ella quien inventó la palabra “hueso”? El jefe del Departamento Agrario, Aguirre Palancares, la admiraba y le ayudó en los días de su persecución de 1968, aunque le disgustó mucho que defendiera al líder coprero de 27 años, César del Ángel, quien vino de Acapulco a esconderse en su casa. Las dos Elenas lo protegieron porque era muy guapo. Norberto entonces se enojó, ya que Del Ángel había provocado una matanza en los sembradíos de coco de Acapulco. (Había muchos matones en la Coprera.) Luego vino el desastre de 1968 que lo alejó de Luis Echeverría. A Norberto Aguirre Palancares, lo que le preocupaba ante todo era serle fiel a Díaz Ordaz. Ya antes, había sido secretario de la Liga de Comunidades Agrarias y sindicatos campesinos de Oaxaca. Amaba la tierra, la conocía bien, como ingeniero agrario podía implementar proyectos de reforma agraria y se dedicó a impulsar a las mixtecas. Amaba a los indígenas, porque se consideraba uno de ellos. Nunca traicionó causa alguna. Tampoco justificó las armas y consideró que había algo de payaso en los que se creen héroes.
No supe de su muerte, si no lo hubiera acompañado con tristeza en mayo de 1993. ¡Ojalá y algún oaxaqueño escribiera ahora su biografía! Si no tuviera yo 86 años, me lanzaría.