Por Adolfo Gilly*
En la 37 reunión del Consejo Nacional de Seguridad Pública el 17 de diciembre pasado el presidente Enrique Peña Nieto dijo algunas significativas palabras de clausura acerca de la inseguridad y la ilegalidad generalizadas en la República. No se trató de un texto preparado y escrito de antemano sino de su respuesta a preocupaciones manifestadas en dicha reunión de funcionarios públicos de alto nivel.
Quiero adelantar aquí algunas reflexiones al respecto.
La sociedad mexicana está lastimada, está conmovida, está enojada, dijo el Presidente. Y lo está, agregó, por hechos tan dolorosos como los ocurridos en Iguala, que han sido actos de barbarie, inaceptables, que evidencian la debilidad de nuestras instituciones, particularmente en el orden municipal. No significa, agregó, que no haya debilidades en otros órdenes, estatal o en el mismo orden federal. Pero sin duda es en el orden municipal donde tenemos una mayor fragilidad.
Lo que el Presidente llama el orden municipal forma parte del ordenamiento general de las instituciones del Estado: nuestras instituciones las denomina el Presidente. Si esto es así, la participación reconocida de los cuerpos policiales de Iguala en tales actos de barbarie confirma la configuración de esos actos como un crimen de Estado, cometido por instituciones municipales del Estado nacional. Omitió el Presidente decir que esos actos de barbarie, por sus características, se clasifican también como un crimen de lesa humanidad bajo las figuras jurídicas de ejecución extrajudicial y desaparición forzada.
Dentro de la misma categoría entran los incontables casos de ejecución extrajudicial y desaparición forzada que desde hace muchos años vienen asolando a la población nacional. Apenas en estos días la PGR acaba de confirmar la complicidad y la participación de elementos de la policía municipal de San Fernando, Tamaulipas, en las masacres impunes de migrantes en San Fernando, tanto en el caso de los 72 asesinados en agosto de 2010 como en el de otras 193 víctimas halladas en fosas comunes en abril de 2011.
Es necesario –pero no suficiente– clasificar correctamente dichos crímenes dentro del ordenamiento jurídico de la República y de los tratados internacionales que son también ley interna, si se quiere perseguir a los responsables y restablecer ley y paz en el territorio nacional. Es indispensable además informar en tiempo y forma tanto de los sucesos como de la marcha de las investigaciones, requisito no cumplido entonces en los crímenes de Tamaulipas ni ahora en los de Ayotzinapa y Tlatlaya.
Dijo después el Presidente: Ante la debilidad de nuestras instituciones encargadas de seguridad pública han sido nuestras Fuerzas Armadas quienes han acompañado a las instituciones encargadas de la seguridad para cumplir con su deber. Confirmó así la continuación de la política de guerra interna de Felipe Calderón de tan funestos resultados. Agregó, sin embargo, que se trata de una tarea de excepción, pues esas fuerzas se ven involucradas en lo que no debiera ser estrictamente su responsabilidad, la cual no debiera ser otra que la de la seguridad nacional, la defensa de nuestra soberanía.
Es verdad: esta última es la tarea, la función y la razón de ser jurídica y constitucional de las Fuerzas Armadas: Ejército, Marina y Aviación. Por el contrario, es conocimiento, doctrina y experiencia confirmada que su involucramiento en tareas de policía interior conduce al debilitamiento, a la desorganización y, al fin de cuentas, al enfrentamiento de dichas fuerzas con el cuerpo vivo de la nación, sus ciudadanas y ciudadanos. La historia y la experiencia de nuestro continente latinoamericano no conocen excepciones al respecto. ¿Entonces en dónde estamos y hacia dónde vamos?
Omitió el Presidente mencionar que aquellas responsabilidades: la seguridad nacional y la defensa de la soberanía están hoy severamente lesionadas por la intervención reconocida de fuerzas militares y policiales de Estados Unidos en misiones y tareas de policía en el territorio nacional.
Y lamentablemente, agregó, ha habido hechos aislados que han manchado a nuestras instituciones y especialmente a nuestras Fuerzas Armadas. Esta grave afirmación tiene el mérito de asumir al más alto nivel del gobierno de la República una situación que es de dominio público. Tiene sin embargo el defecto de no mencionar cuáles hechos –los nombres Tlatlaya y Ayotzinapa no se escucharon en el discurso– y sólo hablar en términos genéricos sobre una prolongada crisis de los derechos humanos a nivel nacional cuya naturaleza requiere de las autoridades circunscribir, precisar, calificar y sobre todo explicar. Enrique Peña Nieto no mencionó ni dio respuesta alguna a las documentadas investigaciones y denuncias sobre este tema de Anabel Hernández, Steve Fisher y Marcela Turati publicadas días antes, el 14 de diciembre, por la revista Proceso.
Durante la 37 reunión del Consejo Nacional de Seguridad Pública, el presidente Enrique Peña Nieto habló sobre la inseguridad y la ilegalidad generalizadas en la RepúblicaFoto Francisco Olvera “Todo esto –prosiguió– nos debe llevar a repensar muy bien, y más bien a asumir plenamente, cada uno, su responsabilidad, porque ante lo ocurrido en Iguala […] es claro que entre la sociedad mexicana hay falta de credibilidad, hay desconfianza y hay una demanda muy clara: dónde están nuestras instituciones, las del Estado mexicano, que nos generen un clima de tranquilidad y de paz.” […] El caso de Iguala nos ha cimbrado a todos, nos ha cimbrado a las instituciones, ha cimbrado a la propia sociedad.
Es verdad. Pero a continuación circunscribió: “Será la Procuraduría General de la República quien termine de dar o de concluir la investigación que sobre este caso se lleva […]. Pero a partir de ahí, y a partir de lo que resulte en esa investigación, y de las conclusiones a las que llegue la PGR, está muy claro que México debe ser otro a partir de lo ocurrido en Iguala”.
Cuál otro, y cómo, y quién lo decide, no se dijo en el discurso.
Hasta aquí lo manifestado por el Presidente este 17 de diciembre. En su discurso empleó regularmente la expresión genérica los sucesos de Iguala, sin precisar su índole y sus nombres: desaparición forzada y ejecución extrajudicial; sus víctimas, los 43 estudiantes desaparecidos y los seis asesinados; su pertenencia, la Normal Rural de Ayotzinapa; ni sus otras víctimas, los padres, madres y familiares, protagonistas de esta tragedia en incansable búsqueda de sus desaparecidos, pero aún así no invitados a esa reunión nacional.
Despersonalizar la tragedia, borrar su nombre y dar por cerrada la búsqueda es el primer paso para disolverla y, a ella también, desaparecerla. El respeto por los principios jurídicos y por la aplicación de la ley comienza por dar nombre preciso a los delitos y a sus víctimas para llegar a ubicar con la misma precisión a los victimarios y sus cómplices.
Ante esta retórica presidencial resulta legítimo el temor de que la PGR, la cual hasta hoy no ha informado casi nada o nada sobre la marcha real de las investigaciones mientras reconoce saber mucho más de lo que dice, se prepare para dar carpetazo al caso Ayotzinapa. El coordinador del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, Abel Barrera Hernández, confirmó que el gobierno federal suspendió las labores de búsqueda de los estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa desaparecidos desde el 26 de septiembre (La Jornada, 21 diciembre 2014, p. 11).
El mismo centro propone la participación en esas tareas de una misión expertos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Esa misión fue aceptada por el gobierno federal en el último punto de los 10 acuerdos firmados el 29 de octubre de 2014 por Enrique Peña Nieto, presidente de los Estados Unidos Mexicanos, el secretario de Gobernación, el procurador general de la República y otros altos funcionarios federales, así como por los representantes de la comisión de las 43 familias y el Comité Estudiantil de Ayotzinapa. Hasta el día de hoy este compromiso no se ha cumplido.
Foto: Cartel de Ismael Villafranco (Imágenes en Voz Alta)
El 13 de diciembre representantes de organismos nacionales e internacionales de derechos humanos y miembros de la Comisión Civil de Búsqueda de los 43 estudiantes desaparecidos dieron a conocer en las páginas de La Jornada un comunicado en el cual, además de exigir justicia para los estudiantes asesinados, demandaban a las autoridades: “Mantener e intensificar la búsqueda de los desaparecidos y abrir sin limitaciones todas las líneas de investigación.
Conforme a la norma internacional, perseguir a los responsables de los crímenes por los cargos de ejecución extrajudicial y desaparición forzada. Respetar y reconocer a los familiares como sujeto legítimo, autónomo y pleno de derechos y capacidades de decisión, acción e interlocución. Abstenerse de denostar y criminalizar a defensores, abogados, peritos y mediadores que acompañan a los familiares y normalistas.
Me permito reiterar aquí las demandas de ese documento.
El discurso presidencial, así como las preocupaciones de muchos de sus adversarios, provienen del mundo de la política y los políticos. Ayotzinapa, condensación atroz de la vorágine de desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales y crímenes de lesa humanidad que vive esta nación mexicana, pertenece al universo primordial de la tragedia.
Mientras no demos respuesta a las voces de la tragedia: Vivos se los llevaron, vivos los queremos, no será legítimo intentar disolverlas en los afanes de los políticos. Como en su tiempo escribió Pablo Neruda en El fantasma del buque de carga la desventura, inmóvil y presente como una gran desgracia, permanecerá entre nosotros y reaparecerá vez tras vez en nuestra vida cotidiana.