Cambio de régimen político

Por Miguel Concha | La Jornada 

Está por concluir el primer paso del ejercicio de gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador. Este mes se concluirán discusiones importantes, como la del presupuesto de egresos. Esperamos que se modifique en los recursos destinados a sociedad civil, género y cultura. A partir de enero habrá que retomar los retos que están aún más en el fondo del desempeño del nuevo gobierno. En particular el propósito reiterado de cambio de régimen político.

De acuerdo con el Diccionario de Ciencia Política, coordinado por el ya desaparecido Norberto Bobbio, por régimen político se entiende el conjunto de instituciones que regulan la lucha por el poder y el ejercicio del poder y de los valores que animan la vida de tales instituciones. En la pasada década del siglo XX, la vida pública del país estuvo signada por el reclamo democrático y la movilización política que suscitó el fraude electoral de 1988. Lo que derivó en la alternancia electoral y propició la modificación de las instituciones que regulan la lucha por el poder, si bien no de manera suficiente, como lo demostraron las elecciones de 2006.

El presidente López Obrador ha insistido en la necesidad de discutir los valores que animan la vida de las instituciones. Lo cual requiere derrotar al neoliberalismo en el campo de la ética económica para pasar del asistencialismo al verdadero desarrollo de las personas. Y en el de la ética política, que piense al poder del Estado al servicio de la sociedad y no de las élites gobernantes. Pero falta en la agenda del cambio de régimen político otro aspecto que se ubica al centro de sus notas constitutivas. Vale decir la modificación de las instituciones que regulan el ejercicio del poder. En nuestro país, éste se ha hecho con las instituciones emanadas de la revolución mexicana reformuladas durante el periodo del presidente Lázaro Cárdenas. Las que, si se habla de una nueva transformación, habrá que rediseñar a fondo.

El siglo XIX volvió realidad la aspiración liberal de la división tripartita del poder: el que hace las leyes, el que las ejecuta y el que juzga sobre su correcta aplicación. Con la aparición del Estado Social, el siglo XX reformuló estas relaciones, dándole mayor importancia a la función del Ejecutivo, puesto cuya tarea principal sería la realización de las estrategias para garantizar los nuevos derechos de carácter económico y social. El fortalecimiento del Ejecutivo dio lugar en América Latina a la aparición del llamado Régimen Presidencialista. En nuestro país esto se exacerbó con la centralización del poder mediante el ejercicio de las que el doctor Carpizo llamó facultades metaconstitucionales, contra las que tuvo que luchar la exigencia ciudadana de democratización. El avance de los derechos humanos requirió la aparición de los órganos de Estado autónomos para la organización de los procesos electorales, para la promoción y defensa de los derechos humanos, para el ejercicio del derecho de acceso a la información pública y para la evaluación de las políticas y programas sociales del gobierno.

Al discutir el necesario cambio de régimen político, habrá que considerar toda esta herencia con sus saldos positivos y negativos. Si pensamos éste hacia su mayor democratización, las exigencias son mucho más claras, a la vez que más complejas. Para iniciar, la transformación democrática del régimen político no puede venir sólo desde el gobierno, sino que tiene que ser producto del diálogo e interacción entre gobierno y sociedad. En esto la sociedad ya lleva un largo trecho recorrido, por lo que no será mayor problema contar con sólidas propuestas para dialogarlas con el régimen. Uno de los principales asuntos es la relación entre los poderes del Estado, pues el presidencialismo volvió habitual la subordinación del Poder Legislativo al Ejecutivo. Además, muy pocos cambios se han efectuado.

Entre ellos la facultad de la Cámara de Diputados de aprobar el Plan Nacional de Desarrollo. Facultad que se ejercerá por primera vez el próximo año. Es también necesario ampliar las facultades del Legislativo para evaluar los programas de gobierno, vigilar más estrechamente el ejercicio del presupuesto, e inquirir y cuestionar el desempeño de los altos funcionarios. Por supuesto que ampliar las facultades al Congreso debe hacerse en la perspectiva contemporánea de un Parlamento Abierto. Es decir, permeable a la participación ciudadana. No faltará quien diga que esto equivaldría a restarle fuerza a un gobierno que ha sacado uno de los porcentajes más altos de votación. Habrá que responderle que precisamente por eso, porque la mayoría de su partido en el Congreso haría que la adopción paulatina de estas reformas fuera sin sobresaltos ni dedicatoria.

El otro aspecto que conviene discutir es el de la autonomía del Poder Judicial y la vía para la corrección de sus vicios. Ni las propuestas de designación deben provenir de la Presidencia, ni la impartición de justicia y la judicatura deben ser las dos caras de las mismas personas.