Henry David Thoreau*
Del Deber De La Desobediencia Civil **
Pero junto con ese asceta casi convertido en santo que describe con poesía y acuciosidad la diversidad de fenómenos del bosque en íntima comunión con la naturaleza, existe otro Thoreau, el original pensador y revolucionario que prefirió la cárcel a pagar impuestos que consideraba injustos, que denunció la ignominiosa guerra de 1847 contra México y que estableció el principio de que «bajo un gobierno que encarcela a alguien injustamente, el lugar indicado para el justo es también la prisión»
Hernán Lara Zavala
Acepto de todo corazón la máxima: «El mejor gobierno es el que gobierna menos», y me gustaría verlo puesto en práctica de un modo más rápido y sistemático. Pero al cumplirla resulta, y así también lo creo, que «el mejor gobierno es el que no gobierna en absoluto» y, cuando los hombres estén preparados para él, ése será el tipo de gobierno que tendrán. Un gobierno es, en el mejor de los casos, un mal recurso, pero la mayoría de los gobiernos son, a menudo, y todos, en cierta medida, un inconveniente. Las objeciones que se han hecho a un ejército permanente (que son muchas, de peso, y merecen tenerse en cuenta), pueden imputarse al gobierno como institución. El ejército permanente es sólo un brazo de ese gobierno. El gobierno por sí mismo, que no es más que el medio elegido por el pueblo para ejecutar su voluntad, es igualmente susceptible de originar abusos y perjuicios antes de que el pueblo pueda intervenir. El ejemplo lo tenemos en la actual guerra con México, obra de relativamente pocas personas que se valen del gobierno establecido como de un instrumento, a pesar de que el pueblo no habría autorizado esta medida.
Este gobierno de Estados Unidos, ¿qué es sino una tradición, aunque muy reciente por cierto, que lucha por proyectarse hacia la posteridad sin deterioro, pese a ir perdiendo parte de su integridad a cada instante? No tiene ni la vitalidad ni la fuerza de un solo hombre, ya que un solo hombre puede plegarlo a su voluntad. Es una especie de fusil de madera para el pueblo mismo. Sin embargo, no es por ello menos necesario; el pueblo ha de tener alguna que otra complicada maquinaria y oír así su idea de gobierno. De este modo los gobiernos evidencian cuán fácilmente se puede instrumentalizar a los hombres, o pueden ellos instrumentalizar al gobierno en beneficio propio. Excelente, debemos reconocerlo. Tan es así que este gobierno por sí mismo nunca promovió empresa alguna y en cambio sí mostró cierta tendencia a extralimitarse en sus funciones. Esto no hace que el país sea libre. Esto no consolida al Oeste. Esto no educa. El propio temperamento del pueblo estadounidense es el que ha conquistado todos sus logros hasta hoy y hubiera conseguido muchos más si el gobierno no se hubiera interpuesto a menudo en su camino. Y es que el gobierno es un mero recurso por el cual los hombres intentan vivir en paz; y, como ya hemos dicho, es más ventajoso el que menos interfiere en la vida de los gobernados. Si no fuera porque el comercio y los negocios parecen rebotar como el caucho, jamás lograrían salvar los obstáculos que los legisladores les interponen continuamente y, si tuviéramos que juzgar a estos hombres únicamente por las repercusiones de sus actos y no por sus intenciones, merecerían ser castigados y tratados como a los delincuentes que ponen obstáculos en las vías del ferrocarril.
Pero, para hablar con sentido práctico y como ciudadano, a diferencia de los que se autodenominan contrarios a la existencia de un gobierno, solicito, no que desaparezca el gobierno, sino un mejor gobierno de inmediato. Dejemos que cada hombre manifieste qué tipo de gobierno tendría su confianza y ése sería un primer paso en su consecución.
Después de todo, la auténtica razón por la cual, una vez que el poder está en manos del pueblo, la mayoría acceda al gobierno y se mantenga en él por un largo periodo, no es porque esa mayoría posea la verdad ni porque la minoría lo considere más justo, sino porque físicamente son los más fuertes. Pero un gobierno en el que la mayoría decida en todos los temas no puede funcionar con justicia, al menos tal como entienden los hombres la justicia. ¿Acaso no puede existir un gobierno donde la mayoría no decida virtualmente lo que está bien o mal, sino que sea la conciencia quien lo haga?, ¿donde la mayoría decida sólo en aquellos temas en los cuales sea aplicable la norma de conveniencia? ¿Debe el ciudadano someter su conciencia al legislador por un solo instante, aunque sea en la mínima medida? Entonces, ¿para qué tiene cada hombre su conciencia? Creo que deberíamos ser hombres primero y ciudadanos después. Lo deseable no es cultivar el respeto por la ley, sino por la justicia. La única obligación que tengo derecho a asumir es la de hacer en cada momento lo que crea justo. Se ha dicho, y con razón, que una sociedad mercantil no tiene conciencia; pero una sociedad formada por hombres con conciencia es una sociedad con conciencia. La ley nunca hizo a los hombres más justos y, debido al respeto que les infunde, aún los bien intencionados se convierten a diario en agentes de la injusticia. Una consecuencia natural y muy frecuente del respeto indebido a la ley es que uno puede ver una fila de soldados rasos, artilleros, todos marchando con un orden admirable por colinas y valles hacia el frente de batalla en contra de su voluntad, ¡sí!, contra su conciencia y su sentido común, lo que hace que la marcha sea más ardua y se les sobrecoja el corazón. No dudan que están involucrados en una empresa infame; todos ellos son partidarios de la paz. Entonces, ¿qué son: hombres o, por el contrario, pequeños fuertes y polvorines móviles al servicio de cualquier mando militar sin escrúpulos? Visítese un arsenal y obsérvese a un infante de marina, eso es lo que puede hacer a un hombre el gobierno estadounidense, o lo que podría hacer un hechicero: una mera sombra y remedo de humanidad; en apariencia es un hombre vivo y erguido, pero mejor diríamos que está enterrado bajo las armas con honores fúnebres y bien podría decirse:
«No se oían tambores, ni himnos funerarios cuando llevamos su cadáver rápidamente al baluarte; ningún soldado disparó salvas de despedida sobre la tumba en que enterramos a nuestro héroe.»
De este modo la masa sirve al Estado, no como hombres sino básicamente como máquinas, con sus cuerpos. Ellos forman el ejército constituido y la milicia, los carceleros, la policía, los ayudantes del alguacil, etcétera. En la mayoría de los casos no ejercitan la libertad ni la crítica ni el sentido moral sino que se igualan a la madera, a la tierra y a las piedras, e inclusive se podrían fabricar hombres de madera que hicieran el mismo servicio. Tales individuos no infunden más respeto que los hombres de paja o los terrones de arcilla. No tiene más valor que los caballos y los perros, y sin embargo se les considera, en general, buenos ciudadanos. Otros, como muchos legisladores, políticos, abogados, clérigos y funcionarios, sirven al Estado fundamentalmente con sus cabezas y, como casi nunca hacen distinciones morales, son capaces de servir tanto al diablo, sin pretenderlo, como a Dios. Unos pocos, como los héroes, los patriotas, los mártires, los reformadores en un sentido amplio, y los hombres sirven al Estado además con sus conciencias y, por tanto, las más de las veces se enfrentan a él y, a menudo, se les trata como enemigos. Un hombre prudente sólo será útil como hombre, y no aceptará ser «arcilla» y «tapar un agujero para detener al viento», sino que dejará esa tarea a los otros:
«Soy de estirpe demasiado elevada
para convertirme en esclavo,
en un subalterno sometido a tutela,
en un servidor dócil, en instrumento
de cualquier Estado soberano del mundo.»
Al que se entrega por completo a los demás se le toma por inútil y egoísta; pero al que se entrega sólo en parte, se le considera benefactor y filántropo.
¿Cómo le corresponde actuar a un hombre frente al gobierno estadounidense hoy? Le respondo que no podemos asociarnos con él y mantener nuestra dignidad. No puedo reconocer, ni por un instante, que esa organización política sea mi gobierno y al mismo tiempo el gobierno de los esclavos.
Todos los hombres reconocen el derecho a la revolución, es decir, el derecho a negar su obediencia y a oponerse al gobierno cuando su tiranía o su ineficiencia sean desmesuradas e insoportables. Pero la mayoría afirma que ese no es el caso actual, aunque sí fue el caso, dicen, en la revolución de 1775. Si alguien me dijera que aquel fue un mal gobierno porque gravó ciertas mercancías extranjeras llegadas a sus puertos, seguramente no me hubiera inmutado, puesto que puedo vivir sin ellas. Toda máquina experimenta fricción, pero es probable que se trate de un mal menor y contrarreste otros males. En ese caso, sería un gran error mover un dedo para evitarlo. Pero cuando la fricción se convierte en su propio fin, y la opresión y el robo están organizados, les digo: «hagamos desaparecer esa máquina». En otras palabras, cuando una sexta parte de la población de una nación que se ha comprometido a ser refugio de la libertad está esclavizada, y todo un país está injustamente subyugado y conquistado por un ejército extranjero y sometido a la ley militar, creo que ha llegado el tiempo de que los hombre honrados se rebelen y se subleven. Y este deber es tanto más urgente por cuanto que el país así ultrajado no es el nuestro, sino que el nuestro es el invasor.
Paley, reconocida autoridad en temas morales, en un capítulo sobre «Deber de obediencia al gobierno civil», reduce toda obligación ciudadana al grado de conveniencia (William Paley, 1743-1805. La obra a la que alude Thoreau es Principios de filosofía moral y política), y aclara:
«…mientras el interés de la sociedad entera lo requiera, es decir, mientras la institución del gobierno no se pueda cambiar o rechazar sin inconvenientes públicos, es la voluntad de Dios que se obedezca a ese gobierno, pero no más allá (…) Admitido este principio, la justicia de cada caso específico de rebelión se reduce a calcular por un lado la proporción de peligro y de daño y, por el otro, la probabilidad y costo de corregirlo.»
A continuación nos dice, que cada hombre debe juzgar por sí mismo. Pero parece que Paley nunca contempló aquellos casos en los que la regla de conveniencia no es aplicable, es decir, cuando un pueblo, o un solo individuo, deben hacer justicia, cueste lo que cueste. Si le he arrebatado injustamente una tabla al hombre que se ahoga, debo devolvérsela aunque yo me ahogue. Esto, según Paley, sería inconveniente. Aquel que salve su vida en tal forma, la perderá. Este pueblo debe dejar de tener esclavos y de luchar contra México, aunque le cueste su propia existencia como pueblo.
Por experiencia propia, muchas naciones están de acuerdo con Paley, pero, ¿acaso alguien cree que Massachusetts está haciendo lo correcto en la crisis actual?
«Un Estado prostituido: una mujerzuela a cuyo traje plateado, se le lleva la cola, pero cuya alma se arrastra por el fango.»
En la práctica, quienes se oponen a una reforma en Massachusetts no son cien políticos del Sur, sino cien mil comerciantes y granjeros del Norte, quienes están más interesados en el comercio y la agricultura que en el género humano y no están dispuestos a hacer justicia ni a los esclavos ni a México, cueste lo que cueste. Yo no me enfrento con enemigos lejanos, sino con los que cerca de casa cooperan con ellos y los apoyan, y sin los cuales estos últimos serían inofensivos. Estamos acostumbrados a decir que las masas no están preparadas, pero el progreso es lento, porque la minoría no es mejor o más prudente que la mayoría. Lo más importante no es que una mayoría sea tan buena como usted, sino que exista cierta bondad absoluta en algún sitio para que sea levadura para la masa. Miles de personas que se oponen, en teoría, a la esclavitud y la guerra, pero de hecho no hacen nada por acabar con ellas; miles que se consideran hijos de Washington y Franklin, se sientan con las manos en los bolsillos y dicen que no saben qué hacer, y no hacen nada; miles inclusive posponen la cuestión de la libertad por la cuestión del libre comercio y leen muy tranquilos las cotizaciones y las noticias sobre el frente de México, después de la cena, y hasta se quedan dormidos sobre ambos. ¿Cuál es el valor de un hombre honrado y de un patriota hoy? Dudan y se lamentan y en ocasiones redactan escritos, pero no hacen nada serio, convincente y eficaz. Esperan, con la mejor disposición, a que otros remedien el mal para poder dejar de lamentarse. Como mucho, depositan un simple voto y hacen un leve signo de aprobación y una aclamación a la justicia al pasar por su lado. Por cada hombre virtuoso hay novecientos noventa y nueve que alardean de serlo, y es más fácil tratar con el auténtico poseedor de alguna cosa que con los que pretenden tenerla.
Las votaciones son una suerte de juego, como las damas o el backgammon, con un ligero tinte moral; un jugar con lo justo y lo injusto, con cuestiones morales y, desde luego, incluyen apuestas. No se apuesta sobre el carácter de los votantes. Quizá deposito el voto que creo más acertado, pero no estoy realmente convencido de que eso deba prevalecer. Estoy dispuesto a dejarlo en manos de la mayoría. Su obligación, por tanto, nunca excede el nivel de lo conveniente. Aún votar por lo justo es no hacer nada por ello. Es tan sólo expresar débilmente el deseo de que la justicia debiera prevalecer. Un hombre prudente no dejará lo justo a merced del azar, ni deseará que prevalezca frente al poder de la mayoría. Hay muy poca virtud en la acción de las masas. Cuando la mayoría vote al fin por la abolición de la esclavitud, será porque le es indiferente la esclavitud o porque sea tan escasa que no merezca la pena mantenerla. Para entonces ellos serán los únicos esclavos. Sólo puede acelerar la abolición de la esclavitud el voto de aquel que afianza su propia libertad con ese sufragio.
He oído decir que se va a celebrar una convención en Baltimore, o en algún otro sitio para la elección de un candidato a la Presidencia, y que está formada fundamentalmente por directores de periódicos y políticos profesionales, y me pregunto: ¿Qué puede importarle al hombre independiente, inteligente y respetable la decisión que tomen? ¿Es que no podemos contar con la ventaja de la prudencia y la honradez de este último? ¿No podemos esperar que también haya votos independientes? ¿Acaso no hay infinidad de hombres en este país que no asisten a esas convenciones? Pero no: yo pienso que el hombre respetable como tal ya se ha escabullido de su puesto, y desespera de su país, cuando es su país el que tiene más razones para desesperar de él. Inmediatamente acepta a uno de los candidatos elegidos de esa manera como el único disponible, demostrando que es él quien está disponible para cualquier propósito del demagogo. Su voto no tiene más valor que el de cualquier extranjero sin principios o el de cualquier empleadillo nativo que haya sido comprado. ¡Loado sea el hombre auténtico que, como dice mi vecino, «no se doblega!» Nuestras estadísticas son falsas. La población está inflada. ¿Cuántos hombres hay por cada 250 mil hectáreas en este país? Apenas uno. ¿No ofrece Estados Unidos ningún aliciente para que los hombres se asienten aquí? El estadounidense ha degenerado en un tipo conformista, un ser que se reconoce por el desarrollo de su sentido gregario, una ausencia manifiesta de inteligencia y una seguridad desenfadada, cuyo primer y básico interés en el mundo es ver que los asilos se conserven en buenas condiciones, y antes se ha puesto su vestimenta en toda regla y ha ido a recabar fondos para mantener a las viudas y huérfanos que pueda haber; en fin, en alguien que se permite vivir sólo con la ayuda de la Compañía de Seguros Mutuos que se ha comprometido a enterrarlo decentemente.
Por supuesto, no es un deber del hombre dedicarse a la erradicación del mal, por monstruoso que sea. Puede tener, como le es lícito, otras inquietudes entre manos. Pero sí es su deber, al menos, lavarse las manos para limpiar ese mal. Y si no se preocupa más de él, que por lo menos, en la práctica, tampoco le dé su apoyo. Si me entrego a otros fines y consideraciones, antes de dedicarme a ellos debo, como mínimo, asegurarme de que no estoy pisando a otros hombres. Ante todo, debo permitir que también los demás puedan realizar sus propósitos. ¡Fíjense que gran inconsistencia se tolera! He oído decir a algunos conciudadanos: «me gustaría que me ordenaran participar en la represión de una rebelión de esclavos o marchar hacia México; veríamos si lo hago». Y, sin embargo, ellos mismos han enviado a un sustituto, directamente con su obediencia, e indirectamente con su dinero. Al soldado que se niega a luchar en una guerra injusta le aplauden aquellos que aceptan mantener al gobierno injusto que la emprende; le aplauden aquellos cuyos actos y autoridad él desprecia y desdeña, como si el Estado fuera un penitente que contratase a uno para que se fustigase por sus pecados, pero que no considerase la posibilidad de dejar de pecar ni un instante. Así, con el pretexto del orden y del gobierno civil se nos hace honrar y alabar nuestra propia vileza. Tras el primer sonrojo por pecar surge la indiferencia, y lo inmoral se convierte, por así decirlo, en amoral, y no del todo innecesario en la vida que nos hemos forjado.
El error más extendido y mayor exige la virtud más desinteresada para sostenerse. El ligero reproche, al que la virtud del patriota es susceptible a menudo, es aquel en el que incurren fácilmente los hombres honrados. Los que, sin estar de acuerdo con la naturaleza y las medidas de un gobierno, le entregan su lealtad y su apoyo y son, sin duda, sus seguidores más conscientes y, por tanto, suelen ser el mayor obstáculo para su reforma. Algunos están interpelando al Estado de Massachussets para que disuelva la Unión y olvide los requerimientos del presidente. ¿Por qué no la disuelven por su cuenta (la unión entre ellos mismos y el Estado) y se niegan a pagar sus impuestos al Tesoro? ¿No están en la misma situación con respecto al Estado, que el Estado con respecto a la Unión? ¿Acaso las razones que han evitado que el Estado se enfrentara con la Unión no han sido las mismas que han evitado que ellos se enfrentaran al Estado?
¿Cómo puede estar satisfecho un hombre por el mero hecho de tener una opinión y quedarse tranquilo con ella? ¿Puede haber alguna satisfacción en ello, si su opinión es que está siendo ofendido? Si su vecino le estafa así sea un solo dólar, no queda satisfecho con saber que lo ha estafado, con decirlo, ni siquiera exigiéndole que le restituya lo que le pertenece; sino que inmediatamente usted toma medidas concretas para recuperarlo y se asegura que no lo vuelva a estafar jamás. La acción que surge de los principios, de la percepción y la realización de lo justo, cambia las cosas y las relaciones; es esencialmente revolucionaria y no concuerda en nada con el pasado. No sólo divide estados e iglesias, divide familias e inclusive divide al individuo, separando en él lo diabólico de lo divino.
Existen leyes injustas: ¿nos contentaremos con obedecerlas, o intentaremos corregirlas y las obedeceremos hasta conseguirlo? ¿O las transgrediremos desde ahora mismo? Bajo un gobierno como el nuestro actualmente, muchos creen que deben esperar hasta convencer a la mayoría para cambiarlas. Creen que si opusieran resistencia el remedio sería peor que la enfermedad. Pero eso es culpa del propio gobierno. ¿Por qué no se ocupa de prever y procurar reformas? ¿Por qué no aprecia el valor de esa minoría prudente? ¿Por qué grita y se resiste antes de ser herido? ¿Por qué no anima a sus ciudadanos a estar alerta y señalar los errores para mejorar su acción? ¿Por qué tenemos siempre que crucificar a Cristo y excomulgar a Copérnico y a Lutero y declarar rebeldes a Washington y a Franklin?
Se pensaría que una negación deliberada y práctica de su autoridad es la única ofensa que el gobierno no contempla; si no, ¿por qué no ha asignado un castigo definitivo, adecuado y proporcionado? Si un hombre sin recursos se niega sólo una vez a pagar nueve monedas al Estado, se le encarcela (sin que ninguna ley de que yo tenga noticia lo limite) por un periodo indeterminado que se fija según el arbitrio de quienes lo metieron allí; pero si hubiera robado noventa veces nueve monedas al Estado, en seguida se le dejaría en libertad.
Si la injusticia forma parte de la fricción necesaria de la máquina del gobierno, déjenla así, déjenla. Quizá desaparezca con el tiempo; lo que sí es cierto es que la máquina acabará por romperse. Si la injusticia tiene un resorte, una polea, un cable o una manivela exclusivamente para ella, entonces tal vez deban ustedes considerar si el remedio no será peor que la enfermedad; pero si es de tal naturaleza que los obliga a ser agentes de la injusticia, entonces les digo, quebranten la ley. Que su vida sea un freno que detenga la máquina. Lo que tengo que hacer es asegurarme de que no me presto a hacer el daño que yo mismo condeno.
En cuanto a adoptar los medios que el Estado aporta para remediar el mal, yo no conozco tales medios. Requieren demasiado tiempo y se invertiría toda la vida en ello. Tengo otros asuntos que atender. No vine al mundo para hacer de él un buen sitio para vivir, sino a vivir en él, sea bueno o malo. Un hombre no tiene que hacerlo todo, sino algo, y debido a que no puede hacerlo todo, no es necesario que haga algo mal. No es asunto mío interpelar al gobierno o a la Asamblea Legislativa, como tampoco el de ellos interpelarme a mí; y si no quieren escuchar mis peticiones, ¿qué debo hacer? En este caso el Estado no ha previsto ninguna salida, su Constitución es la culpable. Esto puede parecer duro y obstinado e intransigente, pero a quien se ha de tratar con mayor consideración y amabilidad es únicamente al espíritu que lo aprecie o lo merezca. Sucede, pues, que todo cambio es para mejorar, como el nacer y el morir que producen cambios en nuestro cuerpo.
No vacilo en afirmar que aquellos que se autodenominan abolicionistas deberían retirar inmediatamente su apoyo personal y económico al gobierno de Massachusetts, y no esperar a constituir una mayoría, antes de tolerar que la injusticia impere sobre ellos. Creo que es suficiente con que tengan a Dios de su parte, sin esperar más. Un hombre con mayor razón que sus conciudadanos ya constituye una mayoría de uno.
Tan sólo una vez al año me enfrento directamente, cara a cara, con este gobierno estadounidense o su representante, el gobierno del Estado, en la persona de su recaudador de impuestos. Es la única situación en la que un hombre de mi posición inevitablemente se encuentra con él, y él entonces dice claramente: «Reconóceme. Y el modo más simple y efectivo, y hasta el único posible de intentar, en el actual estado de cosas, es expresarle mi poca satisfacción y mi poco amor por él, es rechazarlo. Mi convecino civil, el recaudador de impuestos, es el único hombre con el que tengo que tratar, puesto que, después de todo, yo peleo con hombres y no con papeles, y él ha elegido voluntariamente ser un agente del gobierno. ¿Cómo va a conocer su identidad y su cometido como funcionario del gobierno, o como hombre, si no lo obligan a decidir si ha de tratarme a mí que soy su vecino a quien respeta, como buen vecino y hombre honrado, o como a un maniaco que altera la paz? Después veríamos si puede saltarse ese sentimiento de buena vecindad sin recurrir a pensamientos o palabras más duras e irrespetuosas de acuerdo con esa actuación. Estoy seguro de que si mil, si cien, si diez hombres que pudiese nombrar, si solamente diez hombres honrados, inclusive si un hombre honrado en este Estado de Massachusetts, dejase en libertad a sus esclavos y rompiera su asociación con el gobierno nacional y fuera por ello encerrado en la cárcel del condado, esto significaría la abolición de la esclavitud en Estados Unidos. Lo que importa no es que el comienzo sea pequeño; lo que se hace bien una vez, queda bien hecho para siempre. Pero nos gusta más hablar de ello: decimos que esa es nuestra misión. La reforma cuenta con docenas de periódicos en su favor, pero ni con un solo hombre. Si mi estimado vecino, el embajador del Estado, que va a dedicar su tiempo a solucionar la cuestión de los derechos humanos en la Cámara del Consejo, en vez de sentirse amenazado por las prisiones de Carolina tuviera que ocuparse del prisionero de Massachusetts, el prisionero de ese Estado que está tan ansioso por endilgarle el pecado de la esclavitud a su hermano (aunque, por ahora, sólo ha descubierto un acto de falta de hospitalidad para fundamentar su querella contra él), la legislatura no desestimaría considerar el tema por completo en el invierno próximo.
Bajo un gobierno que encarcela a alguien injustamente, el lugar que debe ocupar un hombre justo es también la prisión. Hoy, el lugar apropiado, el único sitio que Massachusetts ofrece a sus espíritus más libres y menos sumisos, son sus prisiones: se les encarcela y se les aparta del Estado por acción de éste, del mismo modo que ellos habían hecho ya por sus propios principios. Ahí es donde el esclavo negro fugitivo, el prisionero mexicano en libertad condicional y el indio que viene a interceder por los daños infligidos a su raza deberían encontrarlos: en ese lugar separado, pero más libre y honorable, donde el Estado sitúa a los que no están con él, sino en su contra, donde el hombre libre puede permanecer con honor. Si alguien piensa que su influencia se perdería allí, que su voz dejaría de afligir el oído del Estado y que ya no sería visto como el enemigo dentro de sus murallas, no sabe cuanto más fuerte es la verdad que el error, cuánto más elocuente y eficiente puede ser combatir la injusticia cuando se ha sufrido en carne propia. Deposite su voto, no sólo una papeleta, sino toda su influencia. Una minoría es impotente mientras se aviene a la voluntad de la mayoría: en ese caso ni siquiera es una minoría. Pero cuando se opone con todas sus fuerzas es imparable. Si la alternativa es encarcelar a los justos o renunciar a la esclavitud y a la guerra, el Estado no dudará en elegir. Si mil hombres dejaran de pagar impuestos este año, tal medida no sería ni violenta ni cruel, mientras que si los pagan, se habilita al Estado para que cometa actos de violencia y derrame la sangre de los inocentes. Esta es la definición de una revolución pacífica, si es que tal cosa es posible. Si el recaudador de impuestos o cualquier otro funcionario público me preguntara –como así ha sucedido: «¿Y entonces, qué hago?», mi respuesta sería: «Si de verdad quiere hacer algo, renuncie al cargo». Una vez que el súbdito se ha negado a someterse y el funcionario renuncia a su cargo, la revolución se ha logrado. ¿Acaso no hay también un tipo de derramamiento de sangre cuando se hiere la conciencia? Por esa herida brotan la auténtica humanidad e inmortalidad de un ser humano y su hemorragia le ocasiona una muerte interminable. Ya veo correr esos ríos de sangre.
Hasta ahora me he referido al encarcelamiento del objetor y no a la incautación de sus bienes, aunque ambos sirven al mismo propósito, porque aquellos que afirman la justicia más pura, y por tanto son los más peligrosos para un Estado corrompido, no suelen haber dedicado mucho tiempo a acumular riquezas. A ellos, el Estado les presta un servicio relativamente pequeño y el mínimo impuesto suele parecerles exagerado, particularmente si se ven obligados a pagarlo con el sudor de su frente. Si hubiera alguien que viviese sin hacer uso del dinero en absoluto, el Estado mismo dudaría en reclamárselo. Pero los ricos (y no se trata de hacer comparaciones odiosas) están siempre vendidos a la institución que los hace ricos. En estricto sentido, a mayor riqueza, menos virtud, porque el dinero vincula al hombre con sus bienes y le permite obtenerlos y, desde luego, la obtención de ese dinero no constituye ninguna gran virtud. El dinero acalla muchas preguntas que de otra manera el hombre tendría que contestar, mientras que la nueva pregunta que se le plantea es la difícil pero superflua de cómo gastarlo. De este modo, sus principios morales se derrumban a sus pies. Las oportunidades de una vida plena disminuyen en la misma proporción en que se incrementan lo que se ha dado en llamar «medios de fortuna». Lo mejor que el rico puede hacer en favor de su cultura es procurar llevar a cabo aquellos planes en que pensaba cuando era pobre. Cristo respondió a los fariseos en una situación semejante: «Muestren el dinero del tributo», dijo, y uno sacó un céntimo del bolsillo. Si usan moneda acuñada con la efigie del César, y él la ha valorado y hecho circular, y si son ustedes ciudadanos del Estado y disfrutan con agrado de las ventajas del gobierno del César, entonces devuélvanle algo de lo que le pertenece cuando se los reclame. «Den al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Y los fariseos se quedaron como estaban, sin saber qué era de quién, porque no querían saberlo.
Cuando hablo con el más independiente de mis conciudadanos, me doy cuenta de que, diga lo que diga acerca de la magnitud y seriedad de un problema y su interés por la tranquilidad pública, en última instancia no puede prescindir del gobierno actual y teme las consecuencias que la desobediencia pudiera acarrear a sus bienes y a su familia. Por mi parte, no me gustaría pensar que algún día voy a depender de la protección del Estado. Si rechazo la autoridad del Estado cuando éste me presenta la cuenta de los impuestos, pronto se apoderará de lo mío y gastará mis bienes y me acosará indefinidamente a mí y a mis hijos. Esto es doloroso. Esto hace que al hombre le sea imposible vivir honestamente y al mismo tiempo con comodidad en la vida material. No merece la pena acumular bienes; con toda seguridad se los volverían a llevar. Es mejor emplearse o establecerse en alguna granja y cultivar una pequeña cosecha y consumirla cuanto antes. Hay que vivir independientemente sin depender más que de uno mismo, siempre dispuesto y preparado para volver a empezar y sin involucrarse en muchos negocios. Un hombre puede enriquecerse hasta en Turquía si se comporta como un buen súbdito del gobierno turco. Decía Confucio: «Si un Estado es gobernado por los dictados de la razón, la pobreza y la miseria provocan vergüenza; si un Estado no es gobernado siguiendo la razón, las riquezas y los honores provocan vergüenza». No: mientras no necesite que Massachusetts me socorra en algún lejano puerto del Sur, donde mi libertad corra peligro, o mientras me dedique sólo a adquirir una granja por medios pacíficos en mi propio país, podré permitirme el lujo de negarle lealtad a Massachusetts, y su derecho sobre mi vida y mis bienes. Además, me cuesta menos trabajo desobedecer al Estado, que obedecerle. Si hiciera esto último, me sentiría menos digno.
Hace algunos años, el Estado me instó en nombre de la Iglesia a que pagara cierta suma para la manutención del clérigo, a cuyos oficios solía asistir mi padre, pero yo no. «Pague –se me dijo– o será encarcelado». Me negué a pagar, pero lamentablemente, otra persona consideró apropiado hacerlo por mí. No entendía por qué el maestro de escuela tenía que contribuir con sus impuestos para el sostenimiento del clérigo, y no el clérigo para sostener al maestro; dado que además yo no era maestro del Estado y me sostenía por suscripción popular. No veía por qué la escuela carecía del derecho a recibir dinero de los impuestos del Estado, mientras que la Iglesia sí lo tenía. De todos modos, ante el requerimiento de los concejales, me avine a redactar una declaración en los siguientes términos: «Sepan todos por la presente, que yo, Henry Thoreau, no deseo ser considerado miembro de ninguna sociedad legalmente constituida a la cual yo mismo no me haya unido». El Estado, sabiendo de este modo que no deseaba ser considerado miembro de esa Iglesia, no ha vuelto a reclamarme aquel impuesto, aunque mantuvo su exigencia inicial por aquella sola vez. Si hubiese sabido entonces cómo se llamaban, me habría borrado de todas las sociedades de las que jamás me hice miembro, pero no sabía dónde conseguir la lista completa.
Desde hace seis años no he pagado el impuesto de empadronamiento. Por ello me encarcelaron una vez durante una noche, y mientras contemplaba los muros de piedra sólida, de sesenta u ochenta centímetros de espesor, la puerta de hierro y madera de treinta centímetros de grosor y la reja de hierro por la que se filtraba la luz, no pude menos que sentirme impresionado por la estupidez de aquella institución que me trataba como si fuera mera carne, sangre y huesos que encerrar. Me admiraba que alguien pudiera concluir que ese era el mejor uso que el Estado podía hacer de mí y no hubiera pensado en beneficiarse con mis servicios de algún otro modo. Me parecía que si un muro de piedra me separaba de mis conciudadanos, había otro más difícil de trepar o perforar para que ellos consiguieran ser tan libres como yo. No me sentí confinado ni un solo instante y los muros se me antojaban enormes derroches de piedra y cemento. Me sentía como si yo hubiera sido el único ciudadano que había pagado mis impuestos. Sencillamente no sabían cómo tratarme y se comportaban como personas mal educadas. Lo mismo cuando alababan que cuando amenazaban cometían una estupidez, ya que pensaban que mi deseo era saltar al otro lado del muro. No podía hacer otra cosa sino sonreír al ver con qué esfuerzo me cerraban la puerta, mientras mis pensamientos, sin obstáculo ni impedimento, eran realmente lo único peligroso allí. Como no podían llegar a mi espíritu, resolvieron castigar mi cuerpo, como hacen los niños que, cuando no pueden alcanzar a la persona que les fastidia, maltratan a su perro. Yo veía al Estado como a un necio, como a una viuda que temiese por sus cubiertos de plata, y que no supiese distinguir a sus amigos de sus enemigos. Perdí todo el respeto que aún le tenía y le tuve lástima.
El Estado nunca se enfrenta voluntariamente con la conciencia intelectual o moral de un hombre sino con su cuerpo, con sus sentidos. Carece de honradez y de inteligencia, por lo que recurre a la simple fuerza física. Yo no nací para ser forzado. Seguiré mi propio camino. Ya veremos quién es el más fuerte. ¿Qué fuerza tiene una multitud? Sólo pueden obligarme aquellos que obedecen a una ley superior a la mía. Me obligan a ser como ellos. Yo no escucho que a los hombres los obliguen las masas a vivir de tal o cual manera. ¿Qué vida sería ésa? Cuando un gobierno me dice: «La bolsa o la vida», ¿por qué voy a apresurarme a darle mi dinero? Puede que se halle en apuros y no sepa qué hacer: lo siento mucho; debe salvarse a sí mismo, como hago yo. No vale la pena lloriquear. Yo no soy el responsable del buen funcionamiento de la maquinaria de la sociedad. No soy hijo del maquinista. Sólo veo que cuando una bellota o una castaña caen juntas, una no permanece inerte para dejar espacio a la otra, sino que ambas obedecen sus propias leyes y germinan y crecen y florecen lo mejor que pueden, hasta que una, quizá, ensombrece y destruye a la otra. Si una planta no puede vivir de acuerdo con la naturaleza, muere; lo mismo le ocurre al hombre.
La noche en prisión fue una novedad interesante. Cuando entré, los prisioneros, en mangas de camisa, disfrutaban charlando y tomando el fresco de la noche. Pero el carcelero dijo: «Vamos muchachos, es hora de encerrarlos», entonces se dispersaron y oí el sonido de sus pasos volviendo a sus oscuros aposentos. El carcelero me presentó a mi compañero de celda como «un individuo de primera e inteligente». Cuando cerraron la puerta me indicó dónde colgar mi sombrero y me contó cómo se las arreglaba uno allí dentro. Blanqueaban las celdas una vez al mes y ésta, al menos, era la más blanca, más sencillamente amueblada y probablemente la más limpia de la ciudad. Mi compañero se interesó inmediatamente por mí: quería saber de dónde era y porqué me habían encerrado. Cuando se lo dije le pregunté a su vez por qué estaba allí, dando por supuesto que se trataba de un hombre honrado y, tal como está el mundo, creo que lo era. «Pues me acusan –dijo– de quemar un granero, pero no lo hice».
Según pude averiguar, probablemente había ido a dormir la borrachera, y al fumar ahí su pipa el granero se incendió. Tenía fama de ser inteligente, llevaba tres meses esperando el juicio, y tendría que esperar otro tanto aún; pero se había adaptado y aceptaba su situación, puesto que lo alimentaban gratis y lo trataban bien.
El miraba por una ventana y yo por la otra, y me di cuenta de que si uno permanecía allí mucho tiempo, su quehacer principal consistiría en mirar por la ventana. Muy pronto había leído todos los panfletos que se habían ido dejando allí y examiné por dónde se habían fugado otros presos y dónde habían aserrado una reja, y también escuché anécdotas sobre varios ocupantes de aquella celda. Descubrí que inclusive había historias y chismes que jamás salían de los muros de la prisión. Probablemente sea ésta la única casa en la ciudad donde se escriben versos que luego se copian aunque no lleguen a publicarse. Me enseñaron una larga lista de versos escritos por varios jóvenes a los que habían descubierto cuando querían fugarse, y los cantaban para vengarse.
Le saqué a mi compañero de celda toda la información que pude, temiendo no volver a verlo nunca más; luego me indicó cuál era mi cama y se alejó para apagar la vela.
Pernoctar allí esa noche fue como viajar a un país remoto que nunca había esperado visitar. Me parecía que nunca antes había escuchado las campanas del reloj del ayuntamiento ni los ruidos nocturnos de la ciudad, y es que dormíamos con las ventanas abiertas por dentro de la reja. Era como contemplar mi ciudad natal a la luz del Medievo y nuestro Concord convertido en un Rin, con visiones de caballeros y castillos desfilando ante mí. Eran las voces de mis vecinos deambulando por las calles. Fui el espectador y oyente involuntario de todo lo dicho y hecho en la posada vecina: una nueva y extraña experiencia. Me proporcionó un conocimiento de primera mano de mi ciudad natal. Estaba absolutamente dentro de ella. Nunca hasta entonces había visto sus instituciones. Esta es una de sus instituciones más peculiares, pues se trata de un condado. Empecé a comprender de verdad a sus habitantes.
Por la mañana nos pasaron el desayuno por un hueco de la puerta en pequeñas latas ovaladas que contenían medio litro de chocolate con pan negro y una cuchara metálica. Cuando volvieron por los cacharros incurrí en la novatada de devolver el pan que me había sobrado, pero mi compañero lo agarró y me dijo que debía guardarlo para la comida o la cena. Enseguida lo dejaron salir a segar heno en un campo cercano, al que iba cada día y del que no regresaba hasta el medio día; así que se despidió diciendo que no sabía si nos volveríamos a ver.
Cuando salí de la prisión –porque alguien intervino y pagó mis impuestos– no observé que se hubieran producido grandes cambios en el exterior, como los que encuentra el que se marcha joven y regresa ya de viejo. Sin embargo, sí aprecié un cierto cambio en la escena: en la ciudad, en el Estado y en el país; un cambio mayor que el debido al mero paso del tiempo. El Estado en el que vivía se me presentaba con mayor nitidez. Vi hasta qué punto podía confiar como vecinos o amigos en las personas entre quienes había vivido, que su amistad era de poco fiar, que no se proponían hacer el bien. Eran de una raza distinta a la mía por sus prejuicios y supersticiones, como los chinos y los malayos, que en sus sacrificios por la humanidad no se arriesgan ni ellos y tampoco sus bienes. Después de todo, no eran tan nobles y trataban al ladrón como éste los había tratado a ellos, y esperaban salvar sus almas mediante la observancia de ciertas costumbres y unas cuantas oraciones, y por seguir una senda particularmente recta e inútil. Puede que esta crítica a mis vecinos parezca severa, puesto que muchos de ellos ni siquiera son conscientes de que en su ciudad existe una institución como la cárcel.
Antes era costumbre en la ciudad que cuando un deudor pobre salía de la cárcel, sus conocidos lo saludaban, mirando a través de los dedos entrecruzados, para representar los barrotes de la cárcel: «¿Cómo le va?» Mis vecinos no hicieron eso, sino que primero me miraron a mí y luego se miraban unos a otros, como si hubiera vuelto de un largo viaje. Me arrestaron cuando iba al zapatero a recoger un zapato que me había arreglado. Cuando me soltaron, a la mañana siguiente, procedí a cumplir el mandado, y tras ponerme el zapato arreglado me uní a un grupo que iba a recoger bayas y que me esperaba para que les hiciese de guía, y en media hora (pues aparejé mi caballo con rapidez) estaba en medio de un campo de bayas en lo alto de una colina, a tres kilómetros de distancia, y el Estado ya no se veía por ninguna parte. Esta es la historia completa de «Mis prisiones».
Nunca me he negado a pagar el impuesto de carreteras, porque quiero ser tan buen vecino como mal súbdito, y respecto del mantenimiento de las escuelas, estoy contribuyendo ahora a la educación de mis compatriotas. No me niego a pagar los impuestos por alguna razón en especial, simplemente deseo negarle mi lealtad al Estado, retirarme y permanecer al margen. Aunque pudiera saberlo, no me interesa saber el destino de mi dinero, inclusive si se comprara con él un rifle a un hombre para que le dispare a otro –el dinero es inocente–, pero me interesaría conocer las consecuencias que tendría mi lealtad.
A mi modo, en silencio, le declaro la guerra al Estado, aunque todavía haré uso de él y le sacaré todo el provecho que pueda, como suele hacerse en estos casos.
Si otros, por simpatía con el Estado, pagan los impuestos que yo me niego a pagar, están haciendo lo mismo que hicieron por sí mismos, es decir, están llevando la injusticia más allá todavía de lo que exige el Estado. Si los pagan por un equivocado interés en la persona afectada, para preservar sus bienes o evitar que vaya a la cárcel, es porque no han considerado con sensatez hasta qué punto sus sentimientos personales interfieren con el bien público.
Esta es mi posición en estos momentos. Pero en tales casos hay que estar muy en guardia para evitar actuar llevado por la obstinación o por un indebido respeto a la opinión de los demás. Lo que hay que comprender es que actuando así se está haciendo lo que uno debe y lo que corresponde a ese momento.
A veces pienso que estas personas tienen buenas intenciones, pero son ignorantes; serían mejores si entendieran todo esto. ¿Por qué obligar a los vecinos al esfuerzo de tratarlo a uno en contra de sus propias inclinaciones? Sin embargo, creo que ésta no es razón suficiente para que yo actúe de la misma manera o permita que otros sufran calamidades mucho mayores. Y luego, me digo: cuando millones de hombres, sin agresividad, sin mala intención, sin sentimientos de ningún tipo, piden sólo unas monedas, y no existe la posibilidad –según su manera de ser–, de retirar o alterar tal demanda, ni la posibilidad, por parte de quien recibe la petición, de ayudar a otros millones, ¿por qué tendría que exponerse a esa aplastante fuerza bruta? No nos oponemos al frío y al hambre, a los vientos y a las olas con tanta obstinación, sino que te sometes resignadamente a ésas y a otras muchas penalidades semejantes. Usted no pone las manos al fuego. Pero exactamente en la misma proporción en que considero que ésta no es completamente una fuerza bruta, sino que es en parte una fuerza humana, y creo que tengo que ver con esos millones, que son relaciones con millones de hombres, y no simples animales o cosas inanimadas, veo que esa apelación es posible, en primer lugar, y de modo inmediato, de ellos hacia su Creador; y, en segundo lugar, de ellos hacia sí mismos. Pero si deliberadamente meto las manos al fuego, no hay apelación posible ni al fuego, ni al Creador del fuego, y sólo yo sería responsable por las consecuencias. Si pudiera convencerme de que tengo algún derecho a sentirme satisfecho de los hombres tal como son, y tratarlos en consecuencia, y no, en cierto sentido, según mi convicción y mi esperanza de cómo ellos y yo deberíamos ser, entonces, como un buen musulmán y fatalista me las arreglaría para quedarme tranquilo con las cosas tal como son, y diría que eso es la voluntad de Dios. Y, sobre todo, hay una diferencia entre resistir a esto o a una fuerza animal o natural: al resistir a esto consigo algún efecto, pero no puedo esperar cambiar, como Orfeo, la naturaleza de las rocas, los árboles y las bestias.
No tengo interés en discutir con ningún hombre o nación. No deseo ser puntilloso y establecer distinciones sutiles; ni tampoco presentarme como el mejor de mis conciudadanos. Lo que busco, en cambio, es una excusa para dar mi conformidad a las leyes de este país. Estoy totalmente dispuesto a someterme a ellas. De hecho, siempre tengo razones para dudar de mi postura y cada año, cuando pasa el recaudador de impuestos, me dispongo a revisar las leyes y la situación de ambos gobiernos, el federal y el del Estado, así como la opinión del pueblo en busca de un pretexto para dar esa conformidad.
Debemos interesarnos por nuestro país como si fuera nuestro padre, y si en algún momento nos negamos a honrarle con nuestro amor o nuestro esfuerzo, debemos, sin embargo, respetarlo y educar nuestro espíritu en cuestiones de conciencia y religión, y no en deseos de poder ni de beneficio propio.
Creo que el Estado pronto podrá evitarme toda esta preocupación, y entonces no seré más patriota que mis conciudadanos. Desde cierto punto de vista, la Constitución, con todos sus fallos, es muy buena; las leyes y los tribunales son muy respetables; inclusive el gobierno federal y el del Estado son, en muchos sentidos, admirables y originales; algo por lo que debemos estar agradecidos, tal como mucha gente los ha descrito. Pero si elevamos un poco nuestra perspectiva, en realidad no serían más como los he descrito yo, y si nos elevamos aún más, ¿quién sabe lo que son o si merece la pena observarlos o pensar en ellos?
De todos modos, el gobierno no es algo que me preocupe demasiado, y pienso en él lo menos que puedo. No son muchas las ocasiones en que me afecta directamente, ni siquiera en este mundo en que vivimos. Si un hombre piensa con libertad, sueña con libertad e imagina con libertad, nunca le va a parecer lo que es aquello que no es, y ni los gobernantes ni los reformadores ineptos podrán en realidad coaccionarle.
Sé que la mayoría de los hombres piensan de distinto modo, pero son aquellos que se dedican profesionalmente al estudio de estos temas u otros semejantes, los que más me preocupan; los estadistas y legisladores, que se hayan tan plenamente integrados en las instituciones que jamás las pueden contemplar con actitud clara y crítica. Hablan de cambiar la sociedad, pero no se sienten cómodos fuera de ella. Puede que se trate de hombres de cierta experiencia y criterio, y sin lugar a dudas han inventado soluciones ingeniosas e inclusive útiles, por lo que sinceramente les damos las gracias; pero todo su talento y su utilidad se encuentran dentro de límites muy estrechos. Suelen olvidar que el mundo no está gobernado por la política ni la conveniencia. Webster (Daniel Webster, 1782-1852, destacado político estadounidense de mediados del siglo XIX) jamás ve más allá del gobierno y, por tanto, no puede hablar de él con autoridad. Sus palabras las consideran válidas aquellos legisladores que no contemplan la necesidad de una reforma social en el gobierno actual; pero a los inteligentes y a los que legislan con idea de futuro les parece que ni siquiera vislumbra el problema.
Conozco a unos cuantos que con sus serenos y sabios argumentos sobre este tema pondrían de manifiesto cuán limitada es la capacidad de Webster para la reflexión y la apertura a nuevas ideas. Y, sin embargo, si lo comparamos con el pobre quehacer de los reformistas y el aún más pobre ingenio y elocuencia de los políticos en general, sus palabras resultarían ser las más sensatas y válidas, y damos gracias al cielo porque existen. En comparación con los otros, él es siempre fuerte, original y sobre todo, práctico. Con todo, su mayor cualidad no es la sabiduría sino la prudencia. Lo que el abogado llama verdad no es la auténtica Verdad sino la coherencia o una conveniencia coherente. La Verdad está siempre en armonía consigo misma y no se preocupa, al menos básicamente, de poner en relieve la justicia que pueda ser consistente con el mal. Bien merece ser llamado, como ha ocurrido, el Defensor de la Constitución; los únicos golpes que ha dado, han sido siempre defensivos. No es un líder sino un seguidor. Sus líderes son los hombres de 1787. «Nunca me he esforzado –dice–, y nunca pienso esforzarme; jamás he aprobado un esfuerzo y no pienso hacerlo ahora, para alterar el acuerdo original por el cual los diferentes estados llegaron a constituirse en la Unión». Respecto al hecho de que la Constitución sancione la existencia de la esclavitud, dice: «Dado que forma parte del contrato original, dejémoslo como está». Pese a su especial agudeza y habilidad, es incapaz de extraer un hecho y sacarlo de sus meras implicaciones políticas, para contemplarlo de una manera exclusivamente intelectual –por ejemplo, lo que tocaría hacer a un hombre hoy en Estados Unidos en relación con el problema de la esclavitud– sino que más bien se aventura o se ve llevado a dar una respuesta tan descabellada como la siguiente, mientras anuncia que habla en términos absolutos y a título personal –y, ¿qué nuevo sistema de valores sociales podríamos deducir de ahí?:
«El modo en que el gobierno de esos estados donde existe la esclavitud haya de regularla, es asunto suyo, responsabilidad suya ante sus electores, ante las leyes generales de lo que es apropiado, de la humanidad y de la justicia y ante Dios. Las asociaciones que pueden formarse en otros lugares surgidas de un sentimiento de humanidad o de otras causas, no tienen nada que ver con esta cuestión. Nunca han recibido mi apoyo y nunca lo tendrán.»
Quienes no conocen otras fuentes de verdad más puras, quienes no han seguido su curso hasta sus orígenes están, y con razón, del lado de la Biblia y la Constitución, y beben de ellas con reverencia y humildad. Pero aquellos que van más allá y buscan el origen del agua que se vierte gota a gota sobre el lago o el estanque, se ciñen los lomos y siguen su peregrinaje en busca del manantial.
No ha habido en Estados Unidos ni un solo hombre con genio para legislar. Son escasos en la historia del mundo. Hay centenares de oradores, políticos y hombres elocuentes, pero el orados capaz de resolver los acuciantes problemas de hoy, aún no ha abierto la boca. Nos gusta la elocuencia por sí misma y no porque sea portadora de ninguna verdad o porque inspire cierto heroísmo. Nuestros legisladores aún no han aprendido el valor relativo que encierran el libre comercio y la libertad, la unión y la rectitud hacia la nación. Carecen de genio o talento para cuestiones relativamente sencillas, como son los impuestos y las finanzas, el comercio, la industria y la agricultura. Si nos dejáramos guiar por la ingeniosa verborrea de los legisladores del Congreso, sin que la oportuna experiencia del pueblo y sus protestas concretas los corrigieran, Estados Unidos pronto dejaría de conservar su rango entre las naciones. El Nuevo Testamento se escribió hace mil ochocientos años –aunque tal vez no debería referirme a ello– y, sin embargo, ¿dónde está el legislador con sabiduría y talento suficiente como para aprovechar la luz que de él dimana y aplicarla sobre la ciencia legislativa?
La autoridad del gobierno, aún aquella a la que estoy dispuesto a someterme –pues obedeceré a los que saben y pueden hacer las cosas mejor que yo, y en ciertos casos, hasta a los que ni saben ni pueden– es todavía muy impura. Para ser estrictamente justa habrá de contar con la aprobación y el consenso de los gobernados. No puede ejercer más derecho sobre mi persona y propiedad que el que yo le conceda. El progreso desde una monarquía absoluta a otra limitada en su poder, y desde esta última hasta una democracia, es un progreso hacia el verdadero respeto por el individuo. Incluso el filósofo chino fue lo suficientemente sabio como para considerar que el individuo es la base del imperio. Una democracia, tal como la entendemos, ¿es el último logro posible en materia de gobierno? ¿No es posible dar un paso adelante hacia el reconocimiento y la organización de los derechos del hombre? Jamás habrá un Estado realmente libre y culto hasta que no reconozca al individuo como un poder superior e independiente, del que se derivan su propio poder y autoridad y lo trate en consecuencia. Me complazco imaginándome un Estado que por fin sea justo con todos los hombres y trate a cada individuo con el respeto de un amigo. Que no juzgue contrario a su propia estabilidad el que haya personas que vivan fuera de él, sin interferir con él ni acogerse a él, tan sólo cumpliendo con sus deberes de vecinos y amigos. Un Estado que diera este fruto y permitiera a sus ciudadanos desligarse de él al lograr la madurez, prepararía el camino para otro Estado más perfecto y glorioso, pero todavía no lo he vislumbrado por ninguna parte.
Edición de texto: Andrés Ruiz
* Henry David Thoreau nace el 12 de Junio de 1817 en Concord, Massachussets, en 1845 escribe “Walden o de la vida en los bosques” y en 1849 escribe “Desobediencia Civil”. Estuvo en contra del intervencionismo de Estados Unidos hacia México y lucho en contra de la esclavitud. Muere el 6 de Mayo de 1862.
** Edición de texto y traducción de Hernán Lara Zavala Henry David Thoreau, Del deber de la desobediencia civil, [en línea] Periódico La Jornada, Suplemento La Jornada semanal, Domingo 13 de agosto de 2006 Número 597, traducción de Andres Ruiz.
Consultado en http://www.jornada.unam.mx/2006/08/13/sem-henry.html