Por Bernardo Bátiz V.
La historia política de la capital ha sido azarosa; su vocación sin duda es la de ser un centro del que dimanan caminos y directrices al exterior, hacia su contorno; desde su fundación con el nombre de Tenochtitlán por los aztecas, allá por 1325, no ha dejado de ser sede de poderes políticos, religiosos, militares y culturales.
Ha sido el asiento de tlatoanis aztecas, capital del virreinato, del primer y efímero imperio, de la República a partir de 1824, residencia de los gobiernos centralistas de la primera mitad del Siglo XIX, otra vez capital de la República a partir de 1857, capital imperial del anacrónico Maximiliano y luego, nuevamente y hasta nuestros días, capital de los Estados Unidos Mexicanos, la federación que aún somos.
En 1524, por cédula real, se constituyó el primer ayuntamiento en el valle. Mientras se reconstruía la gran Tenochtitlán, Cortés, que no tenía mal gusto, lo instaló en la villa de Coyoacán, pero en cuanto pudo lo trasladó al centro.
El ayuntamiento tuvo un poder que compitió con el de la Real Audiencia y con el virrey mismo. La institución municipal fue traída de España, que su vez la tomó del imperio romano, donde las ciudades obedecían al poder central, pero para la policía, salubridad y orden local, tenían su propia competencia y fuerza política.
En nuestro territorio, la habilidad de Cortés permitió la fundación de ayuntamientos, a veces sólo simbólicos, plantando en medio del solar que sería la plaza pública la horca y la picota, como señal de que los alcaldes tenían el poder de sancionar. A Cortés le sirvió para justificar su rompimiento con Diego Velázquez y para constituirse en amo y señor con absoluta independencia, sometido sólo teóricamente al lejanísimo emperador Carlos V.
El poder del ayuntamiento de la ilustre e imperial ciudad de México era tanto que en 1808, cuando la familia real abdicó en España a favor de Napoleón y puso en juego la soberanía nacional, como ahora el gobierno mexicano abdica ante Obama, el ayuntamiento de la capital encabezado por Juan Francisco Azcárate y Francisco Primo de Verdad declararon solemnemente en junta de cabildo que ante la claudicación de los monarcas el pueblo reasumía la soberanía y asumía la autoridad sobre todo el virreinato. Es un precedente emblemático que no debemos olvidar.
Una vez declarada la independencia y aprobado por el constituyente la adopción del imperio, sin explicación ni acuerdo alguno, Iturbide trató de gobernar su imperio prendido con alfileres desde nuestra hermosa capital.
Se corrigieron las cosas en 1824, se adoptó el federalismo para evitar que nos convirtiéramos en un puñado de pequeñas repúblicas y se aprobó también crear un territorio al modo de Estados Unidos de América, que se llamara Distrito Federal, para asiento de los poderes de la nueva entidad política; afortunadamente y en buena medida gracias a los argumentos del inquieto Fray Servando Teresa de Mier, se escogió para ello la ciudad de México y no otra del interior como algunos proponían.
Desde entonces tenemos ese nombre burocrático de Distrito Federal, al que le hemos tomado cariño y gracias al cual sus habitantes hemos estado con derechos políticos recortados. Al menos durante muchos años pudimos elegir a los integrantes de los ayuntamientos locales.
En 1928 el sonorense Álvaro Obregón, que no quería a los habitantes de la capital y era en ese sentimiento correspondido, suprimió los ayuntamientos y creó el Departamento del Distrito Federal, que acordaría con el presidente y su jefe sería nombrado por el titular del Ejecutivo.
A fines del siglo XX, finalmente, pudimos elegir a unas autoridades con nombres ambiguos y con poderes limitados, y parece que estamos a un paso de asumir la plenitud de la soberanía popular en la ciudad de México y tener nuestra propia Constitución, no ciertamente gracias al Pacto por México, sino a la larga lucha de los ciudadanos para lograrlo.