Por Priscila Hernández
Este movimiento, liderado por el padre salesiano Jaime Reyes, recorre casas y avenidas buscando a jóvenes que hayan quedado en silla de ruedas como resultado de algún accidente o enfermedad y les ayuda a comprender que no están condenados a la postración y al aislamiento, sino que pueden conquistar la autonomía y ayudar a otros: nadie se salva solo
El objetivo de la asociación es dar herramientas para que sean autónomos.
“Lesión medular”, le dijeron los médicos después de que recobrara el conocimiento. Araceli había caído 30 metros por un barranco mientras paseaba en cuatrimoto por la Sierra de Mazamitla y se rompió la vértebra T12. Cuando salió del hospital, convirtieron su casa en una sede de la misma sala hospitalaria en la que había estado, sólo que ahora su recámara estaría en la planta baja, a un lado de la cocina, y no en el segundo piso.
Su familia siguió las indicaciones de los médicos: compraron una cama hospitalaria. Sus hermanos y su mamá la cargaban, la acostaban, la subían al coche, la llevaban al baño. Su recámara dejó de ser la habitación de una joven y se convirtió en una pequeña réplica de un hospital, con enfermera incluida (meses antes habían comprado un seguro médico).
Tres años después, Araceli vio entrar a su casa a Jaime Reyes, un sacerdote que también se desplazaba en silla de ruedas y que llevaba los pies sujetos, como ella. La familia se preguntaba qué quería este hombre. Tenían razones para desconfiar: habían pagado 38 mil pesos por un tratamiento con células madre que supuestamente la haría caminar de nuevo, algo imposible por el tipo de lesión de Araceli.
“No necesitas esto, tienes que ser independiente, no eres una enferma”, le dijo el padre Jaime, quien le sugirió un camino diferente: “Tu cama úsala como cualquier persona, para dormir o la siesta”. Araceli entendió que no tenían que cargarla, que ella podía moverse sola. Escuchó por primera vez que no era necesaria esa cama con tubos y accesorios, pues sólo la limitaba. Y descubrió que no era una enferma, como había pensado durante tres años.
El padre Jaime, fundador de un movimiento por la inclusión de personas con discapacidad motora —Don Bosco Sobre Ruedas—, contactó a Araceli con José Mario Hernández, que tiene la misma discapacidad. Cuando José Mario entró a la casa de Araceli, todos se sorprendieron de que condujera su propio automóvil, se moviera solo y se subiera solo a la silla de ruedas. “¿Cómo hace todo esto?”, se preguntaba Araceli. Un par de meses después, Araceli hacía lo mismo: dejó de la cama y emprendió su camino sobre ruedas.
Sacaron la cama de hospital de la casa. Su recámara, aunque con adaptaciones, volvió a ser como la del resto de su familia. Lo único distinto ahora es un equipo de “bipedestación” —una estructura similar a una cama que le permite ponerse de pie para hacer sus terapias y fortalecer sus extremidades— que le prestó la asociación Don Bosco Sobre Ruedas.
Como dicen en la asociación, la familia puede ser una aliada o una barrera. Para ella fue lo primero: confiaron en ella cuando aprendía a subirse sola a la silla de ruedas o a pasarse a un auto, y fueron pacientes mientras ganaba independencia.
Araceli combina el color de sus uñas con el tono de su blusa. De cabello largo y rostro maquillado, tiene una imagen pulcra y a la moda: “Que tenga una discapacidad no significa que vaya a oler feo, que no me voy a bañar”.
El padre Jaime tiene un espíritu que combina la personalidad de un detective, la persistencia de un entrenador, la paciencia para escuchar de un psicólogo y los conocimientos de un terapeuta y enfermero. Esto hace que este sacerdote de cabello cano despeinado, con ojos azules tras unos lentes, pueda convencer a los jóvenes de que no se puede vivir pegado a una cama, de que la casa es demasiado aburrida y de que hay una vida detrás de esa puerta. La discapacidad ya está ahí, pero se puede rodar hacia la autonomía.
El movimiento Don Bosco Sobre Ruedas nació en un momento en el que los movimientos salesianos de México, inspirados en San Juan Bosco, sacerdote y educador de jóvenes, se preguntaban a qué fronteras juveniles no habían llegado. Jaime cuenta que pronto descubrieron que “había jóvenes usuarios de silla de ruedas en nuestro país que no estaban siendo atendidos”.
La primera persona con discapacidad a la que se acercó el padre Jaime fue Víctor Esparza, un exsalesiano que tuvo un accidente vehicular. “Jaime fue hermano mío en el seminario. Él ha sido un mentor, un maestro, un cómplice”, dice Víctor, a quien Jaime ayudó para que pudiera viajar a Cuba, le consiguió una camioneta adaptada para trasladarse y le hizo plantearse preguntas que antes no imaginaba. Víctor es escritor, estudia su segunda licenciatura en formato virtual y es parte de Don Bosco Sobre Ruedas en Monterrey. Recientemente publicó el libro Todo cabe en un, con cartas, tuits, poemas e historias que escribió durante su proceso de recuperación del accidente.
El movimiento inspirado en Víctor pretende impulsar a más jóvenes con discapacidad motora para que alcancen su autonomía, al apoyarlos en el proceso de duelo y acompañarlos en la recuperación, que incluye el uso de la silla de ruedas. Para ello trabajan en alianza con distintas organizaciones civiles, como la asociación Vida Independiente México, fundada por Santiago Velázquez —quien hace 20 años se lesionó la espina dorsal después de lanzarse un clavado y después se accidentó en el auto que lo llevaba al hospital— para ofrecer rehabilitación encaminada a la independencia.
Aunque no tiene una discapacidad física, Jaime aprendió a rodar con la silla, a tomar impulso y girar la rueda. Sabe cómo pasar un escalón y cómo rodar en el pavimento o en las piedras. Se desplaza con ella como si fuera una extensión de su cuerpo y así celebra misa, tanto que ya lo apodaron “el chueco pirata”. A veces, los jóvenes del movimiento le piden: “haz el milagro”. Él escucha las súplicas, mientras lo miran con atención y guardan silencio, esperan y ven el milagro: Jaime se levanta de la silla. Hasta que las carcajadas rompen la escena prodigiosa.
Este sacerdote es capaz de viajar por horas de un estado a otro, tocar puertas para preguntar si ahí vive alguien que requiera este servicio. Él se atreve a parar a un joven en la calle y preguntarle quién es, qué hace. “Soy buen compañero de camino de quien camina… O bueno, de quien avanza, de quien rueda”, dice Jaime.
Ángel fue uno de esos jóvenes a los que Jaime interceptó en la calle: “Oye, ¿qué lesión tienes?, ¿eres cuadrapléjico?”, le preguntó mientras él estaba con sus amigos en la avenida Chapultepec, en Guadalajara. “Sí”, respondió Ángel. El siguiente domingo ya estaba en la “rodada” que organizan los integrantes de Don Bosco Sobre Ruedas en la Vía Recreativa y unas semanas después estaba tomando un curso para aprender a manejar la silla de ruedas.
Antes de esto, Ángel sólo recibía consejos médicos y terapia. A los 18 años tuvo un accidente automovilístico que le ocasionó una lesión medular. “Estaba aislado, totalmente aislado, no salía para nada”. Sin rampas en su casa, sin convivir con personas con discapacidad, Ángel seguía dándole vueltas al duelo, evitando aceptar lo que le había sucedido.
Antes del accidente, Ángel trabajaba manejando maquinaria en la construcción. Con la ayuda de la asociación aprendió serigrafía e inició un emprendimiento que promueve el empleo para las personas con discapacidad: Serigrafía y Bordado, Proyecto Incluyente (Sebopi), en el que trabajan otras tres personas. Uno de los principales problemas a los que se enfrentan las personas con discapacidad es el desempleo: casi 90 por ciento de ellas no tiene trabajo. Para compensar la fuerza que se necesita en la mano para usar el rasero —instrumento que distribuye la tinta que se usa en la impresión del diseño—, Ángel adaptó dos cilindros con hule espuma en los que mete su mano para deslizarlo con firmeza.
Tiene el compromiso de regresar el equipo de serigrafía en tres años, después de haber capacitado a otras tres personas, para que puedan abrir otra sucursal de Sebopi.
Aldo estudió Ingeniería en Sistemas en el ITESO. A los 29 años, cuando tuvo un accidente automovilístico, estaba en un momento de crecimiento laboral. Siete meses después tomó un curso de manejo de silla de ruedas. Ahí se reencontró con Jaime, a quien había conocido cuando estudiaba la preparatoria. Descubrió que aquel sacerdote al que había visto en las misiones cuando era adolescente, ahora usaba silla de ruedas, pero no por accidente o enfermedad, sino por convicción. “A la silla le tienes que perder el miedo”, dice Aldo. “Que alguien como Jaime se suba es motivador”.
Aldo sabe desplazarse en la calle y en la cancha en la que juega tenis adaptado, con la silla de ruedas. Dice que tener una discapacidad es haber adquirido “una característica nueva, pero tu esencia sigue siendo la misma”, como ocurre con alguien que usa lentes.
El aislamiento es el peor enemigo de una persona con discapacidad. Aldo recuerda uno de los lemas del movimiento: “Nadie se salva solo”. Por eso sus miembros ruedan en busca de los que están aislados, olvidados, deprimidos sin ganas de salir, consumiéndose en su casa.
“¿Dónde están los jóvenes con discapacidad, por qué no llegan, se están muriendo, se están pudriendo?”, se pregunta Jaime. “Nos damos cuenta de que están en su cama, que no tienen silla, que están con llagas, que están sucios”.
Este trabajo de ir de puerta en puerta, de casa en casa, de hospital en hospital —para el que la asociación necesita más “voluntariado valiente”—, le permitió al equipo de la asociación confirmar las estadísticas: en México, según la Organización Mundial de la Salud, 10 por ciento de las personas tiene alguna discapacidad. Y según el inegi, la mitad (5 por ciento) es alguna clase de discapacidad motora.
Los números lo confirman una y otra vez: la alta prevalencia de personas con discapacidad por accidentes automovilísticos como Ángel, como Aldo, como Víctor. También en municipios como Sahuayo, donde hay una alta tasa de casos resultado de accidentes en motocicletas, pero no son las únicas causas, porque la violencia también genera discapacidad. Como es el caso de Alejandro, un joven que tiene lesiones en la médula por impacto de bala y que recuperó movilidad gracias a la terapia y el seguimiento del movimiento Don Bosco Sobre Ruedas.
Isaías Mendieta pasó casi dos años sin salir de su casa después de adquirir la discapacidad, hace más de 30 años. “Cuando caes, te caes hasta abajo. Yo veía que se me quedaban viendo y me soltaba a llorar”, cuenta. Piensa en esos imposibles verbos: “si hubiera existido algo como Don Bosco”, se hubiera ahorrado los casi dos años sin salir de su casa.
Una constante es que cuando los hospitales dan de alta, la persona aún no tiene las herramientas necesarias para adaptarse y tener una vida independiente. Jaime y Aldo han confirmado que los médicos no instruyen acerca de asuntos tan básicos como cómo ir al baño, de qué manera usar la silla —cuando entregan una—, pero, sobre todo, han descubierto que las sillas ortopédicas que dan en los hospitales no son las adecuadas, pues son demasiado pesadas para permitir la verdadera independencia. Además de que provocan otros problemas: deformidades y llagas.
Jaime nombra una larga lista de jóvenes con llagas en la piel o escaras causadas por el uso de estas sillas que, junto con los problemas renales, son la principal causa de muerte en las personas con discapacidad motora. (Las llagas, producidas por la presión, se infectan y pueden llegar a afectar la médula del hueso y provocar una infección generalizada).
Para resolver este problema, Isaías y su amigo Miguel Jaime se unieron a Don Bosco Sobre Ruedas para formar Tecnología para la Autonomía y la Salud (TAS), taller incluyente de la misma asociación, que produce, repara y da mantenimiento a sillas de ruedas ergonómicas y de calidad, y ayuda a que los integrantes de la asociación puedan rodar.
Ángel dejó su pesada silla de hospital y la cambió por una hecha a su medida. “Corrige la postura, te cansa menos, no tienes escaras porque te ayuda mucho el asiento de una buena silla de Don Bosco”, dice. Las sillas de Don Bosco Sobre Ruedas están hechas para que ellos mismos se impulsen sin depender de los demás.
Isaías se cubre con un uniforme de piel las piernas, los brazos y el dorso para soldar una silla de ruedas. Se protege porque no tiene sensibilidad en estas partes del cuerpo y podría quemarse. Sonríe mientras recuerda cómo ha visto a jóvenes recuperarse en menos de un año o que se atreven a usar la silla sin miedo a las miradas.
Sin embargo, esto no es suficiente, porque al salir a la calle, las banquetas rotas, las rampas mal hechas, las escaleras, hacen de las ciudades como Guadalajara y otras más, “ciudades discapacitadas”, como las llama Aldo. “La discapacidad la ponen las barreras arquitectónicas. Si todo estuviera adaptado, no existiría la discapacidad”.
Aldo tiene cicatrices en las manos, cada línea es para él aquello que lo identifica y da testimonio de “lo que soy y los procesos que he llevado”. En cambio, Ángel se tatuó un zipper sobre la cicatriz que tiene en la espalda, como si se abriera un nuevo capítulo de su vida. Dejó de lamentarse y aprendió que “se puede seguir”. Entendió, como les recuerda Jaime, que “no es el único ni el último”. Él ayuda a otros a superar su duelo, algo que jamás pensó ni para él mismo: nadie se salva solo.
Cada persona que forma parte del movimiento y sale de su casa, abre las puertas para sí y para un colectivo, rueda por ella misma y gira por la inclusión. “Mientras más personas nos vean rodando en la calle, habrá más cultura de la discapacidad”. Ésta es la máxima de Aldo.
El sueño de Don Bosco Sobre Ruedas es consolidarse como una asociación, contar con voluntarios y hacer de su trabajo “un proceso educativo”, dice Jaime. Que la familia que está esperando en el hospital a que den de alta a su hijo, se entere de cuál será la nueva situación.
El mayor sueño para continuar el camino de Don Bosco Sobre Ruedas es crear un centro integral de rehabilitación para atender las necesidades de los usuarios: el manejo de la silla, la prevención de las úlceras y de las enfermedades que produce el aislamiento, pero, en especial, para enseñar a lograr la autonomía. Ni en Jalisco ni en México existe un trabajo integral, desde las instituciones, para los usuarios de sillas de ruedas. Ellos están dispuestos a encontrar a sus pares y a rodar juntos, porque nadie se salva solo.