Donald Trump ante López Obrador

La política real de Trump frente a México se irá develando al asumir el tabasqueño la presidencia, en diciembre próximo. Pero es necesario elaborar algunas hipótesis.

Por Eduardo Nava Hernández
Cambio de Michoacán

Al cumplirse un año y medio de su gobierno, si algo continúa siendo irrefutable —y como se vio en Helsinki el lunes 16 de julio— es que el presidente estadounidense Donald Trump es imprevisible. Pero hay, al menos, una excepción a esa regla: su demostrada aversión a México, a los mexicanos y centroamericanos y, en general, a los inmigrantes pobres que llegan a su país en busca de oportunidades o escapando de la violencia dominante en sus países de origen. Desde su campaña en 2016 esta aversión, traducida en bandera política, le fue de suma utilidad, quizá más que ninguna otra, para conquistar la candidatura del Partido Republicano y ulteriormente la presidencia.
Por ello resultó sumamente notorio el que el pasado viernes 13 de julio una delegación de alto nivel enviada por Trump y compuesta por su secretario de Estado, Michael Pompeo, el del Tesoro Steven Mnuchin, su secretaria de Seguridad Nacional Kirstjen Nielsen y su yerno y asesor Jared Kushner, quien ya tenido responsabilidad en la relación con el gobierno mexicano, se entrevistó con López Obrador en las oficinas de éste, aun cuando no ha sido declarado ni siquiera presidente electo. La visita de los funcionarios estadounidenses, en un ambiente de cordialidad, contrastó, además, con la frialdad con que en general Trump ha manejado hasta ahora su relación con el presidente Enrique Peña Nieto.

La entrevista debió tener muchas motivaciones sin duda, dada la complejidad de las relaciones entre ambas naciones que, en este como en otros periodos de la historia, se ha caracterizado por la desconfianza mutua y la tirantez entre sus respectivos gobiernos. “Vecinos distantes”, llamó el ex embajador Alan Riding a esa relación en un famoso libro de 1984. Pero también destacó que el anfitrión aprovechó para tomar la iniciativa, al entregar a sus visitantes una carta dirigida a Trump en la que se presenta su propia agenda de discusión. Al parecer, los puntos de ésta serían libre comercio, migración, cooperación con México y Centroamérica y seguridad.

A lo largo de la campaña, seguramente por una actitud pragmática y por cuanto las encuestas siempre dieron a López Obrador el lugar más adelantado, el gobierno trumpista se mantuvo a la expectativa y sin ningún signo de hostilidad contra el tabasqueño, ni de ser más favorable al triunfo del PRI o del PAN, sin duda más afines ideológica y políticamente con la nación norteamericana. Esto corresponde, por supuesto, a una política ortodoxa; pero el multimillonario gobernante no se caracteriza, en esa materia y casi en ninguna otra, por la ortodoxia. Sus lemas: “Hacer a los Estados Unidos grandes otra vez” y “Estados Unidos primero”, los traduce en política exterior como una política de presión no sólo contra naciones adversarias o incómodas —entre estas últimas se encuentra para él nuestro país— sino incluso contra las aliadas, como se vio también en su recién concluida gira por el Viejo Continente, enfilada a someter a la Gran Bretaña, Alemania y toda la Unión Europea, aunque finalmente concluyó en una ridícula capitulación en Helsinki ante el presidente ruso Vladímir Putin, hoy visto con razón como el hombre más poderoso del mundo.

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La melodiosa diplomacia con que aparentemente tratará Donald Trump al entrante gobierno lopezobradorista no debe llevarnos, empero, a pensar en una luna de miel entre ambos gobernantes. No es posible pensar en que el presidente estadounidense abandone en un instante su agresivo discurso antimexicano, que tantos réditos le ha dado en materia electoral, ni que haga de México una excepción en su referida política de presión a tirios y a troyanos para reimponer en el siglo veintiuno la nunca abandonada pero sí adecuada a lo largo del tiempo “Política del Garrote” formulada en 1900 y cuyo enunciado se atribuye al entonces presidente Theodore Roosevelt: “Habla suavemente y lleva un gran garrote; así llegarás lejos”.

La política real de Trump frente a México se irá develando al asumir el tabasqueño la presidencia, en diciembre próximo. Pero es necesario elaborar algunas hipótesis.

Siendo López Obrador sin duda un político nacionalista, que ha hablado de aspectos como la autosuficiencia alimentaria y la reactivación del mercado interno, parece haber entre él y el magnate estadounidense puntos de coincidencia aunque, por supuesto, cada uno para su propio país. Para Trump la defensa de la economía estadounidense se ha entendido como desechar, al menos parcialmente, el libre comercio, imponer aranceles (acero y aluminio, hasta ahora), frenar la importación de manufacturas en ramas donde claramente su país ha perdido su antiguo predominio (automóviles), etcétera. La oferta de reactivar por esta vía el empleo para los estadounidenses fue esencial en su éxito electoral en 2016 y espera que lo sea también en 2020, cuando aspira a ser reelegido. En esa lógica, México es, además de un exportador de migrantes —que “compiten” por el empleo de los estadounidenses, según él— y drogas que “envenenan” a una población que en realidad las busca con avidez, un competidor desleal, por lo bajo de sus salarios en el sector manufacturero. Eso no va a cambiar.

Como se ve, las coincidencias no son, en este caso, convergencias, sino motivos de competencia. ¿Sobre qué bases podrían, entonces, fincarse relaciones de auténtica cooperación y complementariedad, cuando, por el contrario, el propósito del presidente estadounidense es echar abajo el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica y sustituirlo por tratados bilaterales donde pueda negociar desde una posición de fuerza aún mayor? Eso también difícilmente cambiará.

Creo, en cambio, que la amistosa y cortés visita de los altos funcionarios estadounidenses al candidato triunfador mexicano puede haber tenido dos propósitos, ambos de carácter político. Uno, simplemente hacerse presentes para hacerle sentir que en el futuro lo estarán analizando, y en su caso presionando, con la fuerza de las más altas instituciones del gobierno yanqui: el Departamento de Estado, el del Tesoro, el área de Seguridad y la propia Casa Blanca. Si ahora esa presión no se ejerce, es porque López Obrador aún no toma el aparato de Estado; pero podría ocurrir a partir de diciembre, cuando éste asuma plenamente las responsabilidades de gobierno, incluidas las relaciones externas y las negociaciones económicas.

Pero es muy probable que para el Departamento de Estado no pase inadvertido que López Obrador puede asumir, con su contundente triunfo del 1 de julio, un papel de liderazgo en el conjunto de Latinoamérica, donde se libra una lucha política encarnizada entre las fuerzas del conservadurismo y la reacción y los destacamentos populares agrupados en poderosos movimientos sociales y partidos que ya han ejercido o disputan el poder, particularmente en Brasil, Argentina, Bolivia, Ecuador y por supuesto Venezuela. En Uruguay se conserva un gobierno de centro-izquierda bien consolidado. En Brasil, aun estando en prisión, Lula da Silva sigue siendo el político más popular y el favorito para las próximas elecciones. En Colombia, en los recientes comicios, la izquierda encabezada por Gustavo Petro creció como nunca antes en su historia y amenazó con desplazar a las tradicionales opciones derechistas. En Bolivia el gobierno de Evo Morales y su partido Movimiento al Socialismo se mantienen inamovibles, conservando el respaldo popular. En la Argentina los sindicatos peronistas, bases del Partido Justicialista y del Frente Unión Ciudadana, desafían abiertamente al ultraderechista presidente Macri. En Venezuela, pese a las presiones internas y externas —sobre todo del Departamento de Estado y de la OEA—, y pese a sus propios errores, sigue en el poder el bolivariano Nicolás Maduro. El gobierno cubano ha realizado el relevo de Raúl Castro a Miguel Díaz Canel de manera ordenada y sin sobresaltos, conservándose intacto el poder del gobierno revolucionario. En Nicaragua la insurrección contra la neodictadura de Daniel Ortega y su putrefacto sandinismo ha comenzado, y parece inminente su caída; pero es incierto qué tipo de gobierno lo sucedería, si uno adicto a la política del imperialismo estadounidense o alguno de otra línea.

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En ese escenario de pugna por la hegemonía de la región y de incertidumbre para los intereses estadounidenses, la presidencia de López Obrador puede asumir un papel decisivo, que incline la balanza hacia el centro-izquierda y las izquierdas. Su gobierno tendrá que abandonar el alineamiento y activismo antivenezolano de Peña-Videgaray y reasumir los principios tradicionales de la política exterior mexicana de sus mejores tiempos: la autodeterminación, la no intervención, la igualdad jurídica de los Estados y la solución pacífica de los conflictos. En organismos multilaterales, particularmente en la OEA, la voz de México puede volver a sonar con fuerza y sobre todo con independencia de la política estadounidense.

Esto no puede pasar inadvertido para el jefe de la diplomacia estadounidense, Pompeo, quien ha sido director de la Agencia Central de Inteligencia, la CIA que en su historia tantos gobiernos ha contribuido a derrocar en la región latinoamericana y el resto del mundo. Es claro que les interesa a los jefes del gobierno yanqui estar pendientes de cada movimiento que López Obrador realice, particularmente en relación con Nuestra América. Pero esto es, después de todo, sólo uno de múltiples aspectos; aún hay muchas incógnitas en la siempre difícil relación México-Estados Unidos; en diciembre comenzarán a despejarse y podremos asumir posiciones más claras.

Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH