En los ejércitos de los países dependientes la resistencia contra el imperialismo y las condiciones sociales hacen aparecer los Marco Antonio Yon Sosa, oficial guatemalteco formado en la Escuela Antiguerrillera de las Américas que dirigió la guerrilla del M19; los Juan José Torres, general que tras reprimir en Bolivia la guerrilla del Che se apoyó en los obreros y campesinos; los Juan Velasco Alvarado, general peruano que aplastó la sublevación indígena en el Cusco y la guerrilla del MIR pero acabó con el poder de los terratenientes, o los militares que se alzaron contra Fulgencio Batista simultáneamente a Fidel Castro. Por supuesto, en algunos ejércitos, como el mexicano, por cada general Gallardo hay mil soldados y cuadros de base que se van con Los Zetas y decenas de generales que se integran al narcotráfico, y en otros, como el colombiano, el chileno o el argentino, esos militares nacionalistas deben buscarse con lupa en la fase actual, ya que las ovejas negrasson sólo una expresión del peso relativo de la sociedad sobre las estructuras represivas, y ahí donde la sociedad es aún conservadora o está desorganizada, predomina aplastantemente el peso de las instituciones estatales y no hay margen para esas desviaciones positivas.
En Egipto, muchos observadores destacan que los militares gozan de privilegios como casta, han sido armados y entrenados durante años –desde el derrumbe de la Unión Soviética– por Washington, y son la base de un establishment que tiene dos fuentes de financiamiento, ambas reaccionarias en grado sumo: Estados Unidos y las monarquías del Golfo. Eso es cierto, pero es una fotografía de una sola cara del problema ya que olvida nada menos que la historia egipcia desde el siglo XVIII, con sus gobernantes nacionalistas y desarrollistas como Mohammed Ali, y después con los militares nacionalistas como Gamal Abdel Nasser, que combatieron varias guerras contra Israel, país que sigue siendo una amenaza intolerable para los egipcios y el mundo árabe y, sobre todo, es el principal aliado de Estados Unidos en el Medio Oriente.
El enemigo constante de los militares egipcios es Israel y no el pueblo egipcio ni el radicalismo político en el mundo árabe, y el apoyo estadounidense es apenas tolerado pero nada popular. Por eso el sector castrense está dividido, incluso en el alto mando, entre el deseo de conservar el poder y sus privilegios y, por otro lado, el nacionalismo conservador y la voluntad independentista. En cuanto a las fuerzas armadas en su totalidad, están divididas también transversalmente por el origen popular de sus numerosos efectivos entre los soldados y los suboficiales y oficiales de baja graduación (entre los cuales hay aún nasseristas) y, del otro lado, un pequeño sector de altos mandos corruptos y ligados a Washington y a las monarquías árabes. Las vacilaciones políticas del alto mando se explican pues, en gran parte, por la inseguridad de su base política y social.
Esos altos mandos mal toleran que Qatar quiera imponer con su dinero un gobierno de la reaccionaria y fundamentalista Hermandad Musulmana –que en el pasado realizó atentados mortales contra representantes del ejército– y dividir la sociedad egipcia cuya unidad el ejército pretender preservar (pues incluso entre los oficiales hay muchos cristianos coptos, ya que buena parte de la burguesía egipcia de El Cairo y de Alejandría también es copta). Bajo el impulso de los progresistas reformistas, de los liberales, de los sindicatos, de los nacionalistas, los militares ven, por tanto, como enemigo principal de la modernización del país y de la ola democrática que barre a todos los países de la región al salafismo, al fundamentalismo conservador, y no todavía a una débil izquierda socialista o a los consejos obreros que aparecen en todas las ciudades industriales pero que son fenómenos aún aislados. De ahí que, ante la utilización por la Hermandad Musulmana de las mezquitas y las plegarias de los viernes, esos militares llamen ahora a realizar el viernes mismo una gran manifestación política laica, democrática y reivindicativa, que sin duda llevará a un choque con los salafistas en las principales ciudades.
El apoyo al ex presidente Mursi en el interior y sobre todo en las zonas rurales ha disminuido y, por tanto, hay que excluir que la Hermandad Musulmana pueda derribar al gobierno militar con sus movilizaciones. Un conflicto directo, en las calles, llevaría más bien a una radicalización del laicismo e igualmente del nacionalismo conservador antiimperialista del alto mando. También, en la acción callejera, desembocaría en una radicalización del genuino espíritu democrático y antiimperialista de la multitud en lucha, la cual hasta ahora ha aceptado de mala gana ser representada por los liberales, como El Baradei, o por los militares. Los sectores populares, en la dinámica actual, podrían ser llevados de este modo a lograr una mayor independencia del ejército y a presentar reivindicaciones económicas para hacer frente a la crisis, la carestía y el desempleo, chocando así con Arabia Saudita y los Emiratos o con Estados Unidos, que sostienen hoy a los militares.
Ese proceso se sabe cómo puede comenzar pero no cómo puede terminar, ya que el cierre de las billeteras del imperialismo y de las monarquías abriría una espiral de medidas económicas y políticas de retorsión, en parte arrancadas por las masas movilizadas, en parte decididas por los nacionalistas laicos y republicanos en uniforme. Si Mohammed Ali, en el pasado, buscó, a lo Juárez, colocar las tierras en el mercado para modernizar el país con la técnica extranjera; si Nasser intentó, como Perón, una política nacionalista desarrollista burguesa apoyándose en la entonces Unión Soviética, hoy el único apoyo para el cambio es la radicalidad del movimiento de masas. El proceso de cambio tiene hoy una dinámica anticapitalista y antiimperialista.