La estrategia de seguridad
adoptada por el calderonato cambió bruscamente esa situación. Tal estrategia descansaba en dos premisas: la procedencia de la liquidación física de los delincuentes –particularmente, los dedicados a la producción y trasiego de estupefacientes– y el empleo masivo del Ejército en esa tarea a la que el propio Felipe Calderón llamó guerra
(http://is.gd/asF8g5).
Según una estimación de 2008 de la propia Sedena, medio millón de mexicanos participaba en el negocio de la droga, (sembradores, menudistas, transportistas, informantes, líderes de diversos niveles) (http://is.gd/4F6SWD). El enfoque calderonista era, pues, genocida: matar a 600 mil individuos o alentarlos a quese maten entre ellos
es, por donde se le vea, un designio criminal que hace necesario llevar a su responsable ante un tribunal penal. Por añadidura, se usó a las Fuerzas Armadas en esa política demencial, acaso sin considerar (o con plena conciencia) de que los exterminables tenían familiares, amigos, vecinos y empleados inocentes que quedaban, automáticamente, colocados en el conflicto y que éste, necesariamente, habría de convertirse muy pronto en una operación dirigida no contra sujetos específicos ni organizaciones determinadas sino contra núcleos de población. Así se hizo evidente en el norte, particularmente en Chihuahua, Nuevo León y Tamaulipas, entidades en las que las fuerzas armadas cometieron atrocidades en contra de los habitantes.
Más sórdido, si cabe, es el asunto de las élites políticas (incluyendo a la foxista, la calderonista y la peñista del Estado de México) como gestoras y socias del narcotráfico, y que no sólo se sustenta en las versiones del recientemente extraditado Édgar Valdez Villarreal, La Barbie, sino también en hechos como la protección gubernamental de facto de la que gozóEl Chapo en el sexenio anterior y su fuga en el actual, indicativos de connivencias y arreglos (así sea tácitos) entre gobernantes de los tres niveles con las jefaturas de la criminalidad. Y los mandos castrenses tuvieron que estar al tanto, al menos, de tales tratos.
Acumulados, esos y otros hechos y circunstancias (como Tlatlaya) han causado la desconfianza y el descrédito sin precedentes que padecen las Fuerzas Armadas. Por eso, cuando el general Cienfuegos se niega en forma tajante a permitir que efectivos del 27 Batallón sean entrevistados por expertos de la CIDH sobre los sucesos de Iguala, la negativa es vista por la opinión pública como un intento por encubrir y ocultar, no como el acatamiento a la legalidad, suponiendo que ésta diera pie a tal negativa. En este punto, y dada la extrema debilidad de Peña, no es fácil determinar si fue éste quien ordenó al secretario de la Defensa negarse al escrutinio o si, por el contrario, fue el general el que exigió a su mando civil que se mantenga a la institución armada fuera de toda pesquisa. Pero ambos han de saber que la única manera de revertir el grave daño consiste en lo contrario: abrir, airear y transparentar la vida de las fuerzas armadas y, en particular, el papel que desempeñaron en Iguala la noche del 26 de septiembre y en los días y semanas posteriores, y hacer justicia.
Twitter: @navegaciones