Por: Diego Sánchez
En 1996, John Perry Barlow escribió la “Declaración de Independencia del Ciberespacio”. El texto es una de las piedras angulares de ese vibrato propio de los militantes de la red. “Estamos creando un mundo donde cualquiera, en cualquier sitio, puede expresar sus creencias, sin importar lo singulares que sean, sin miedo a ser coaccionado al silencio o el conformismo”, reza en uno de sus pasajes. Barlow, por supuesto, está por encima del promedio: su talento le permitió escribir algunas canciones para The Grateful Dead, entablar contacto con el consagrado psiconauta Timothy Leary y cerrar su manifiesto con esta hermosa definición: “Crearemos una civilización de la Mente en el Ciberespacio”.
El texto de Barlow es uno de los núcleos duros de la utopía de internet: aquella que la concibe como un espacio libre de regulaciones políticas, económicas y morales, y capaz de garantizar una verdadera y sólida igualdad entre sus habitantes. Este sueño tiene muchos rostros e interpretaciones; uno de ellos, mezcla de definición técnica, política pública y ética protestante, es la llamada “neutralidad de la red”.
Para resumirlo, la neutralidad de la red es un principio que supone que todo el tráfico que circula por internet es idéntico entre sí. “Todos los bits son iguales”. Un proveedor no puede bloquear o privilegiar un dato por sobre otro. Todos tienen derecho al mismo trato, la misma velocidad, una idéntica posibilidad de aprovechar las virtudes de la red.
«Sin la neutralidad de la red, la internet doméstica podría mutar hacia modelos de negocios como la televisión por cable, con la opción de un paquete básico o premium.»
El pasado 14 de enero un tribunal de apelaciones de Washington, D.C. puso en jaque esta certeza. En 2010, la Federal Communications Commission -o FCC, el ente que regula las telecomunicaciones en los Estados Unidos- había emitido una orden que obligaba a los operadores a garantizar la neutralidad de la red, aunque esto no aplicaba a las conexiones móviles. Verizon llevó la orden a los tribunales y la justicia le dio la razón. Desde 2002, los proveedores de internet son definidos por la FCC como “servicios de información” y no como “servicios de telecomunicaciones”, es decir, servicios básicos que deben ser provistos sin discriminación. Esta diferencia limpió el terreno para el fallo judicial reciente. Como escribió Nilay Patel en The Verge el problema se resume a una “mala elección de palabras”.
Sea cual sea la posición que se tome frente a la neutralidad de la red, su suspensión modificaría la fisonomía habitual de internet. Un proveedor podría obligar a una tarifa adicional para ciertos servicios como Netfllix o bloquear, por la razón que sea, una plataforma de intercambio de archivos -algo que algunos ya practican de forma subrepticia. Una corporación podría abonar una “cuota” y garantizar mayor ancho de banda para sus servicios, en detrimento de pequeñas e incipientes empresas. La red tal como la conocemos -abierta, aunque no siempre del todo neutral- desaparecería. Sin la neutralidad de la red, la internet doméstica podría mutar hacia modelos de negocios como la televisión por cable, con la opción de un paquete básico o premium. Nadie entraría al blog más lento de la web; un proveedor podría dirigir todos sus recursos a los redituables servicios de entretenimiento condenando a un proyecto educativo a una conexión raquítica. La clase obrera no iría jamás al paraíso digital.
Hablamos de la neutralidad como un “principio”: su “regulación” depende de la legislación de cada país. Estados Unidos afronta hoy una instancia crítica que no es, por lo demás, el final de la guerra. Chile fue el primer país en aprobar una ley específica; Colombia, en su Plan Nacional de Desarrollo, prohibió la “discriminación”; ambos países reconocen “excepciones”. Perú establece la neutralidad sin ninguna salvedad. Argentina, Brasil y Ecuador vienen analizando la cuestión de forma zigzagueante. La neutralidad de la red es un tema fundamental: su debate exige dinamismo y una mirada lúcida. Posee toda la complejidad de una regulación que debe aprender a operar sobre ese terreno movedizo y libertino que declaró su independencia a mediados de los 90 y que, más allá de utopías, horneó los ladrillos con los que se construyó la actual sociedad de la información. Hoy ya vivimos en una civilización de la Mente y allí también conviven lobbys, corporaciones, disputas políticas y un horizonte técnico en permanente evolución.