En noviembre de este año, comenzará operaciones en la Bolsa Mexicana de Valores la plataforma MéxiCO2, una herramienta diseñada para que las empresas mexicanas puedan reponer sus emisiones de carbono. Los impulsores hablan de cumplir compromisos ambientales del país. Las voces críticas sostienen que mercantilizar la naturaleza es un placebo en la lucha contra el cambio climático. La activista brasileña Camila Moreno cuestiona el modelo de un negocio que no regresa nada a la tierra ni a las comunidades.
José Ignacio de Alba y Daniela Pastrana | Pie de Página
Regeneración, 25 de septiembre de 2016. El juego funcionará así: la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat) fijará la cantidad de dióxido de carbono (CO2) que las empresas puedan emitir. Estas empresas deberán ajustarse a ese tope y luego podrán vender, en el mercado especulativo de la Bolsa Mexicana de Valores (BMV), las porciones que no contaminaron a otras empresas que se excedan de la cantidad permitida ¿Para qué?… para que puedan contaminar el excedente que la empresa vendedora no utilizó y queden dentro de la medida determinada por las autoridades.
Es kafkiano, es real, es lo cool. Suiza, la Unión Europea, Corea del Sur, Quebec y California ya negocian bonos de carbono desde 2007. A partir de entonces, las manchas verdes en los mapas están en la mira de cualquier inversionista con aires de ambientalista. El “oro verde” le dicen. Y se trata de un negocio global: Alemania puede compensar la contaminación que genera comprando aire a países con buenas zonas tropicales. Así, entrega resultados de mitigación del cambio climático (la nueva forma de llamarle a los bonos) como si lo hiciera en casa.
“Estamos asistiendo a la invención de un mercado mundial del aire”, dice la investigadora socio-ambiental brasileña Camila Moreno, coautora del libro La métrica del carbono: ¿El CO2 como medida de todas las cosas? editado por Fundación Böll.
El problema para este mercado, dice Moreno, es que los lugares vírgenes y semi vírgenes, son en su mayoría territorios de indígenas que no están en sujetos a intereses privados. Por eso, “imponer el sistema métrico del carbono facilita la creación de un nuevo mercado global”. Pero hay que detenernos un poco a pensar si realmente es lo que nos conviene.
En su página de internet, la Plataforma Mexicana de Carbono, empresa promotora de esta iniciativa, anuncia que desde 2014 trabaja con la Embajada Británica, la Bolsa Mexicana de Valores y dos instancias de gobierno federales -la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales y la Comisión Nacional Forestal- en el desarrollo de mercados ambientales para que “México transite hacia una economía baja en carbono”.
La fase piloto durará un año. Y según las expectativas de Eduardo Piquero, director de MéxiCO2, en tres años el mercado de bonos verdes tendrá un valor de mil 200 millones de dólares.
En realidad, algunas empresas mexicanas ya lo hacen. Aeroméxico, por ejemplo, anuncia en su portal la opción “Vuela Verde”, donde los pasajeros pueden cooperar con dinero para comprar bonos de carbono y compensar las emisiones hechas por la aerolínea en su traslado.
Límites éticos y nuevas formas de violencia
Moreno, activista e investigadora de la Universidad Federal Rural De Río de Janeiro, es una dura crítica de este modelo. En entrevista, explica que la imposición de una forma de ver el mundo que le pone precio a todo necesariamente provoca un conflicto con pueblos que tienen otra cosmogonía y que no entienden los conceptos bursátiles.
“Van a las selvas y dicen: ‘ustedes tienen no sé cuántas toneladas de carbono’, y los indígenas contestan: ‘no, nosotros tenemos territorio’”.
El territorio –insiste- “es inalienable, está lleno de entes espirituales, ahí están nuestros ancestros, están nuestros abuelos enterrados, cuando nace un niño se corta el cordón del ombligo y se entierra ahí. O sea, el territorio está plasmado de relaciones que no son cuantificables, pero uno necesita cuantificar para ponerle precio y eso es lo que a la gente le cuesta entender”.
El gran problema es que “una vez que hables de un número nunca más vas a borrar de la mente de esta gente en cuanto podía valer. Porque, por ejemplo, si yo te digo: ’tu hija es muy hermosa, ¿si tú quisieras venderla como novia, sabes cuánto te daría?’ Es algo que no tiene precio, porque ¿cuánto precio tiene un hijo? Pero hay formas de empezar a violar los límites éticos en cuanto eso se da, en cuanto a relaciones aceptables que son construidas”.
No es, dice la activista, que se cambie la percepción de un día al otro, sino que se van tornando aceptables cosas que no deberían ser la norma. El agua es otro ejemplo:
“El agua es un derecho humano. Está en la Biblia. Como una comprensión más colectiva, tú no puedes negar agua a nadie. Pero hoy día tú puedes tener gente con sed que en un restaurante pide agua y le dicen: ‘no, ¡te la vendo!’… o la comida. Es la idea de que hay precios de las cosas que necesitamos y de que yo puedo cerrar una canilla de agua y dejar una familia con niños sin agua porque no pagó la cuenta. Es algo que me está autorizado por un contexto socializante, y eso es lo que queremos cuestionar, porque esa es la violencia que se está imponiendo”.
Un Frankenstein verde
Pero, ¿quién le puso precio al aire? ¿Y a quién se le ocurrió hacer un mercado internacional millonario de algo que no tocamos, no vemos y no olemos?
La idea de vender bonos de carbono nació en los Estados Unidos, en la década de los 80. Originalmente como forma de mitigar los efectos de la lluvia ácida y poner límites a las empresas más contaminantes. Con la administración de Ronald Reagan, Estados Unidos decidió llevar lo que le parecía una innovadora política ambiental a las negociaciones del clima; el negociador fue Al Gore, quien se encargó de poner la medida como condición para que Estados Unidos fuera parte del protocolo de Kyoto (aunque su adhesión fue simbólica hasta 2001, cuando el gobierno de Geroge W. Bush de plano se retiró del protocolo, que es el más importante acuerdo internacional para reducir las emisiones de gases que provocan el efecto invernadero).
Una importante pieza en ese cuadro es Graciela Chichilnisky, maestra de economía en Columbia, en Estados Unidos. En su página de internet, la economicista se presenta como una consejera que “ha trabajado extensamente en el Protocolo de Kyoto y desarrolló el mercado del carbono”. También como si fuera una película de ficción, lanzó Global Thermostat, la única compañía capaz de captar el CO2 del cielo para concentrarlo.
Sin embargo, una de las mayores críticas que se ha hecho al modelo es que el dióxido de carbono es sólo uno de los gases que provocan el efecto invernadero (otros más nocivos son el metano, el óxido nitroso y gases industriales). No son equivalentes. Contaminar con metano y pagar con carbono, es un engaño, dice Moreno, al cuestionar lo que denomina “la supremacía del CO2 como la explicación, que equivale y traduce todas las dimensiones de la crisis ambiental”.
En todo caso (y quizá ante la falta de opciones más innovadoras) el mercado de bonos -o resultados de mitigación- es una medida que tiene el consenso de muchos países. La ONU ha diseñado herramientas para facilitar el mercado de bonos de carbono. Por medio programas de reducción de Emisiones de gases de efecto invernadero producidas por la deforestación o degradación diseñados por Naciones Unidas (REDD y REDD+) empresas multinacionales como Shell pagan a campesinos que son dueños de la tierra para que se vuelvan una especie de guardabosques.
Para Camila Moreno, son paliativos. “Todo este cuento de los servicios ecosistémicos, de la nueva generación de películas ambientales donde las empresas deben flexibilizarse es como el Frankestein: gana vida de sí mismo”, insiste.
Chiapas: la avanzada
En México ya se experimenta con el mercado de carbono desde el 2011. Ese año, el exgobernador de Chiapas, Juan Sabines, anunció con bombo y platillo la firma de un acuerdo con el gobernador de California, Arnold Schwarzenegger para venderle bonos de carbono de la selva Lacandona al “estado subnacional que más contamina en el mundo”.
“El objetivo de los gobiernos que contaminan es limpiar su conciencia pagando bonos de carbono con el efecto de REDD+”, explicó el gobernador a medios nacionales. No dijo, sin embargo, que en su adhesión a la Revolución Verde ignoró a tzotziles, tzeltales, tojolabales, choles, zoques, mames, chuj, kanjobales, jacaltecos, kakchikeles, mochós, quichés e ixiles, que conforman el 94 por ciento de los pueblos originarios del estado y a los que en 2011 Sabines declaró “enemigos de la selva”.
“La visión del gobierno de Sabines y de cómo se está desarrollando REDD+ en Chiapas destruye a las comunidades que viven dentro de la selva; les quita su derecho a ser escuchadas y a participar conscientemente en la toma de decisiones sobre su territorio”, dice el estudio “El proyecto REDD+ en Chiapas”, Ingrid Fades, del posgrado de Estudios Latinoamericanos de la UNAM
La investigación retoma el testimonio de Ana Valadez, de la Organización Vía Campesina, quien asegura que no se puede entender REDD+ sin revisar la historia agraria de Chiapas. “REDD+ viene por encima de todo y se esconde bajo la bandera de la ONU”, concluye Fades.
¿Los más vulnerables?
Las primeras reuniones en contra del cambio climático fueron tan magníficas como su fracaso. Uno de los principales problemas para enfrentar el fenómeno es que los países que más contaminan (Estados Unidos y China) son los más irresponsables y los menos comprometidos en la lucha contra el cambio climático. Sólo esos dos países generan 40 por ciento de la contaminación mundial.
En 2015, el Acuerdo de París, que resultó de la COP 21, dio algunas esperanzas a los ambientalistas, básicamente porque plantea que el aumento de la temperatura global debe estar muy por debajo de los dos grados centígrados, que es lo que se había establecido, y porque es vinculante (lo que significa que los países firmantes tienen obligación jurídica de cumplirlo) y será revisado cada cinco años. Estados Unidos y China ratificaron el acuerdo este 5 de septiembre.
Camila Moreno es escéptica de los resultados. Hay que revisar la historia, insiste. Y detenernos a pensar si es el modelo que queremos, porque todo el discurso de modernidad y desarrollo (concepto que comenzó a finales de los años 40, con la hegemonía que asumió Estados Unidos al final de la Segunda Guerra Mundial) se ha montado sobre un “Astro Colonial”.
“Esta colonialidad de la economía internacional no se extinguió con el proceso oficial de descolonización; la condición colonial es algo que hay que luchar cada día y que se renueva cada día porque son ecuaciones de dependencia”, dice.
“El subdesarrollo fue un discurso político muy fuerte en construcción de identidad, se basa en eso justamente y nos dice que no estamos desarrollados aun, que estamos en proceso transformarnos en ellos, pero aún no. Porque el modelo son ellos (los desarrollados). Y han creado un estilo de vida y de confort en el que no pueden molestarse. Ellos no sienten frío, no sienten sed, no sienten calor. Pero todo ese bienestar, el bien vivir de ellos, es a costa de importación de cosas que tienen de nosotros. Hay una deuda ecológica de la historia colonial, ¿por qué no nos pagan? No. Ahora nosotros debemos portarnos bien, presentar nuestro monitoreo, verificado, para que nos den unas cuantas moneditas”.
Ahora, sigue, hay una disputa en el debate climático de países que quieren probar que son los “más vulnerables”, para conseguir fondos. México está entre esos.
Y en este punto, Moreno es implacable: “disculpa que les diga eso, pero es deprimente verlos así (extiende la mano), diciendo: ‘¡Ay!, somos los más vulnerables’. ¡Por favor, es asqueroso! Tienes alta población indígena, con conocimientos ancestrales, con control de territorio, con semilla criolla, ¡no puedes ser vulnerable! Más vulnerables son estos países que tienen 100 por ciento de importación de alimentos de otras partes, que dependen del sur”
Por eso, dice, hay que detenernos.
“Este trabajo forma parte del proyecto Pie de Página, realizado por la Red de Periodistas de a Pie. Conoce más del proyecto aquí: http://www.piedepagina.mx«.
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