El piso del Zócalo es testigo del paso de miles de zapatos y huaraches de las resistencias contra la crisis, los fraudes electorales y las reformas neoliberales.
Por Argel Gómez Concheiro para La Jornada.
En la gran plaza recién trazada a un costado del Templo Mayor, el conquistador Hernán Cortés ordenó celebrar cada cuatro meses una peculiar ceremonia de poder y dominación que tenía por nombre Alardes. Las fuerzas de ocupación mostraban su poderío militar al pueblo. Ahí mismo, los conquistadores construyeron la horca y celebraron autos de fe de la Inquisición. En la agonía de la Colonia, en el espacio de poder simbólico que habían construido, colocarían en el centro una imponente escultura de Carlos IV a caballo pisando un saco con flechas indígenas.
De forma semejante, el actual jefe de Gobierno de la ciudad, por instrucciones del Presidente, despliega a miles de granaderos para alardear su poderío y prohibir el Zócalo al magisterio y a quienes lo apoyan. Pero la tragedia infligida a los pueblos indígenas ahora se repite como una farsa: el gobierno capitalino finge un dominio que no tiene.
El Zócalo, ese espacio físico y simbólico de batallas, disputas y ocupaciones, está enmarcado por los monumentales edificios de los poderes establecidos. Sí, ellos tienen los edificios –por lo general–, pero el espacio abierto ha sido conquistado una y otra vez por la gente.
Ahí ocurrió la primera rebelión indígena contra la corona, en el Motín del hambre (1692), y ahí se leyó ante la multitud el Acta de Independencia. En el Zócalo, los habitantes de la ciudad combatieron con las uñas al ejército estadunidense, en la batalla más desigual en la historia de la ciudad del siglo XIX. Años después una multitud despidió a Benito Juárez, quien partió con la República en su carreta.
En el Zócalo se recibió a Francisco I. Madero para festejar la primera victoria de la Revolución. Entraron y salieron ejércitos, pero con la llegada de los zapatistas y villistas el 6 de diciembre de 1914 se puso fin a la pesadilla porfirista alargada por la traición de Victoriano Huerta.
Imposible olvidar las imágenes del apoyo popular a la expropiación petrolera. Después, y sólo por algunos años, ferrocarrileros, médicos y algunos otros mantuvieron la plaza abierta a la disidencia.
Con represión y cárcel el nuevo régimen barrió la plaza para abrirle paso al Zócalo del presidente: para el grito del 15 de septiembre, para el desfile militar, para el primero de mayo corporativo.
A los estudiantes que estaban hartos del autoritarismo y la represión no los dejaron entrar al Zócalo un 26 de julio de 1968. Eso no lo perdonaron. Desataron tremendo movimiento y en tres ocasiones lo ocuparon. Sólo con la masacre de Tlatelolco alargaron el silencio.
Catorce años después, contraviniendo las instrucciones del regente, una multitud encabezada por Arnoldo Martínez Verdugo reabrió la plaza ondeando miles de banderas rojas. Ante la tragedia del terremoto del 19 de septiembre, el Zócalo fue espacio de reunión, refugio y centro de acopio. Ahí, como en muchos otros lugares, nació una participación ciudadana sin precedente. Los estudiantes no reabrirían su Zócalo hasta 1987, en el primer movimiento estudiantil que se alzó con una victoria contra las reformas modernizadoras en la educación.
El piso del Zócalo es testigo del paso de miles de zapatos y huaraches de las resistencias contra la crisis, los fraudes electorales y las reformas neoliberales. Trabajadores, indígenas, sindicalistas, electricistas, estudiantes, campesinos, sociedad en general entramos y salimos y nos instalamos en plantones. Llenamos el Zócalo y otras veces nos quedamos con las ganas, pero ciertamente conquistamos libertades y derechos, ganamos y perdimos, nos hicimos oír en un país de medios masivos y gobiernos sordos. En 1994 un Zócalo lleno detuvo la guerra en Chiapas; y hasta 1999 entró al Zócalo, por primera vez, la Marcha del Orgullo gay.
Luego ya no cupimos. Fuimos demasiados los convocados por la marcha del color de la tierra. Una sociedad solidaria se volcó a abrazarlos en la plaza.
El Zócalo vive su vida cotidiana sin puertas ni candados: con un organillero, vendedores ambulantes, familias en domingo, ciclistas, merolicos y perros. Nos reunimos ahí para bailar al ritmo de Manu Chao, para una feria del libro, para encuerarnos para la foto. Y nos reunimos contra el fraude otra vez, y contra la violencia y la guerra.
Nos reunimos a la primera provocación porque el Zócalo no es del presidente, no es de Televisa, no es del jefe de Gobierno. Nos convocamos ahí porque es nuestro, es de todos, esde los 43, es siempre de los estudiantes, es de los trabajadores, es del pueblo. Y, aunque el poder lo niegue, el Zócalo es de las maestras y los maestros.