Dediquemos un párrafo digresivo, de paso, a comentar que sería bueno extender este precepto a la familia, porque si bien uno no puede seleccionarla de inicio sí es dable podar algunas ramas del árbol genealógico en función de incompatibilidades insalvables. El querer a tus tías sólo porque son hermanas o primas de tu papá o de tu mamá es una memez a la que ninguna moral, y menos alguna ley, obliga, y nadie tiene el deber de estar agradecido a quienes le dieron la vida
en cumplimiento de un acto fisiológico: en estricto sentido la fecundación de un óvulo por un espermatozoide viene siendo un efecto colateral (llámenle alta colateral, si quieren) que no fuerza a un ulterior vínculo afectivo; otra cosa es cuando los autores de tus días se ocupan en aliviar tu invalidez primigenia, educarte, apapacharte, atenuar tu angustia del mundo desconocido, ponerte límites, darte principios y libertad. Pero aun en el caso de madres y padres responsables uno asume que cumplen con una obligación básica y que igual –misterios de la química– puede resultar que a la larga no te simpaticen y te caigan mal, y ello no sería razón para que te mortifiques ni te sientas el organismo más malagradecido del sistema solar.
En las relaciones laborales, empresariales, políticas y educativas hay un margen de obligatoriedad: uno no suele tener la libertad de escoger a sus patrones, colegas ni empleados, a sus socios, a sus camaradas, a sus maestros, alumnos o condiscípulos, a menos que decida cambiar de trabajo, empresa, partido o escuela.
Pero los vínculos afectivos de amor y de amistad son, o deberían ser, resultado de un acto de libertad irrestricta, y si no lo son el hígado y el píloro terminan pagando la cuenta. Cuando el ser amado o el amigo empiezan a ser percibidos como una jaula o como una carga tal vez sea tiempo de optar por la soledad o por nuevas compañías. A menos, claro, que uno necesite la protección de la cárcel o el agobio de una piedra sobre el lomo.
Esta lógica obvia debiera aplicarse también cuando se trata de decidir con quién pelear y con quién no. La reflexión me surgió a raíz de un episodio banal: hace unos meses estaba estacionando el coche en una avenida vacía y de tres carriles y me tomé mi tiempo para acomodar el artefacto en un espacio apenas suficiente. De repente surgió de una calle perpendicular un Audi negro y reluciente que, en lugar de rodear mi vehículo por el carril que quedaba libre, se puso detrás de mí y su conductor hizo sonar la bocina como si estuviera sufriendo un infarto y yo le impidiera la entrada al hospital de Cardiología. Le hice señas con la mano para que me rebasara por el amplio espacio disponible y vi por el retrovisor cómo el organismo a cargo de aquel cacharro abrió la puerta y caminó hacia mi auto con paso tambaleante y gesto destemplado. Parecía borracho, drogado o ambas cosas. Asumí que el tipo quería ocupar el hueco en el que yo estaba dejando mi vehículo. No sentí miedo sino una intensa repulsión y, sin pensarlo, abandoné el lugar en el que pretendía estacionarme y me fui a buscar otro. Pero el animal no quería el lugar para estacionarse sino pleito, así que subió a su porquería ultimo modelo y me siguió. Unos 200 metros adelante volví a estacionarme, él volvió a bajarse del coche, se dirigió al mío, yo arranqué de nuevo y así estuvimos un rato hasta que desistió. Creo que estaba tan intoxicado que ni siquiera se le ocurrió chocar contra mi auto. Simplemente, necesitaba intercambiar golpes con alguien.
Me hice este recuento y esta interpretación momentos más tarde. En los momentos de la provocación actué movido por un instinto de repugnancia que después valoré y racionalicé como un regalo de los dioses. Si me hubiera trenzado con el sujeto en un intercambio de injurias o incluso de golpes, tal vez nos habríamos lesionado, acaso habríamos terminado conviviendo a huevo en el Ministerio Público, o algo peor, pese a que no me daba la gana que aquel individuo tuviera lugar alguno en mi vida y menos en mi muerte.
Pero ahora, semanas después, agradezco el episodio del bravucón desconocido porque me ha permitido entender con nitidez que, si uno tiene el derecho absoluto (y lo tiene) de decidir con quién deposita y recibe confidencias y con quién no, con quién se va a la cama y con quién no, a quién abraza y besa y a quién no, de la misma manera uno posee la soberanía para decidir con quién se agarra a patadas, con quién intercambia insultos, a quién acepta en calidad de adversario de horas, de años, de décadas o de la vida.
Quebrantar ese derecho inalienable es de los actos más graves que se pueda perpetrar y pienso en los individuos que lograron articular sus nombres oprobiosos a los de Gandhi y de John Lennon, por ejemplo. La mayor parte de las veces los asesinos gustan del anonimato –prerrequisito para la impunidad– pero esos dos se introdujeron, vaya cosa despreciable, de manera furtiva y por la puerta de atrás a las biografías de sus víctimas.
Desde el lado contrario ocurre que una persona decide hacer causa en contra de otra o de un grupo para buscar justicia. Por ese motivo Simon Wiesenthal eligió como enemigos a algunos de los seres humanos más nauseabundos, como Eichmann y Mengele, y por eso mismo las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo decidieron desempeñar un papel decisivo en el destino de Videla y Massera.
Pero no es necesario entrar en asuntos tan tremendos. Lo que me hizo recordar el episodio del Audi negro y su organismo tripulante fue la reciente reacción de la escritora Verónica Murguía al descubrir tardíamente que el afamado fabricante de best-sellers Arturo Pérez-Reverte le había robado el texto Historia de Sami para, tras adulterarlo con algunos giros graciosos, grafía franquista y mexicanismos de tienda del aeropuerto, publicarlo como propio. Cuando la despojada hizo público el plagio, Pérez-Reverte, en lugar de asumir su falta balbuceó una respuesta que era un tercio de cinismo arrogante, otro de Alzheimer fingido y uno más de chantaje emocional. En su réplica a esa mezcolanza deshonesta por parte de un tipo que ha usado parte de su talento en hacer carrera como plagiario serial, Murguía puso el dedo en la llaga: sería de mi parte verdaderamente temerario incurrir en un desgaste vital de enfrentarme en juicios con una persona a la que le costó tanto trabajo pedir disculpas; sería asociar mi vida a su nombre
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(http://is.gd/MR5hZ,http://is.gd/gCx1qw yhttp://is.gd/YSMD8D).
No es correcto que uno le conceda un espacio excesivo en sus asuntos al pobre chico drogadicto que se roba el espejo del coche, al vecino desconsiderado, al opinador a sueldo que lanza calumnias de manera regular, al amargado que se especializa en criticarnos por todo o al pájaro que deja caer una cagarruta sobre nosotros mientras vuela en busca de lombrices para darle de comer a sus polluelos.
Sería hermoso que en la vida real existiera un mecanismo equivalente al bloqueo en las redes sociales, mediante el cual uno puede desvincularse para siempre de interlocutores impertinentes, necios, malintencionados o indeseables por cualquier otro motivo. Pero a veces nos encontramos imposibilitados para ejercer el derecho a la selección de adversarios. Cuando nos violentan y nos amenazan sin dejarnos escapatoria, cuando lo que nos roban no es un texto o un espejo, sino el país y el futuro, cuando pretenden despojarnos de la dignidad por mero placer o por razones pragmáticas de Estado, no queda más que pelear, y más vale hacerlo con resolución, con todas las armas lícitas disponibles (porque echar mano de las que son ilícitas a nuestros propios ojos equivale a perder la pelea de antemano) y con una estrategia clara y no obnubilada por el odio.
No te autodestruyas al escoger como enemigo a quien de seguro te aplastará. No te degrades al elegir como enemigo a quien es mucho más débil que tú. No escojas como enemigo a quien puede llegar a ser tu amigo. No selecciones como enemigo a quien es una pérdida de tiempo. Y, sobre todo, no te designes a ti mismo como enemigo porque de seguro te derrotarás.
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