Por Alejandro Rozado
En la primavera de 1963, Mick Jagger invitó a Charlie Watts a integrarse a su “banda de blues” en formación: The Rolling Stones. El baterista inglés de apenas 22 años objetó que tenía otros planes, pero aquél le insistió argumentando que sólo sería por unos meses para cumplir ciertos compromisos. Watts aceptó con esa condición… y se quedó 58 años.
Siempre en la segunda línea, Watts sostuvo con solidez ejemplar el sonido “piedra” desde la sección rítmica junto al bajista Bill Wyman. Su labor fue invocar con los tambores las bluesérgicas cadencias de una concepción colectiva que adquiriría su forma plena a fines de los 60. Nunca demandó fragmentos musicales para lucirse con solos de su instrumento, ni en el estudio de grabación ni en los escenarios; aceptó con lealtad su papel de dar contención estructural a un blues a menudo diabólico; con el tiempo los melómanos distinguieron su discreta y elegante presencia como un factor indispensable para los Stones.
Esa forma de marcar el tiempo, esa facilidad de proveer los cambios con redobles perfectos, ese tamborazo preciso en toda explosión rockera, ese golpeteo seco y sin concesiones en rolas tan cabronas como “Paint It Black”, “Jumpin’ Jack Flash” o “Gimmie Shelter”, esa imponente majestad al fondo del tablado dominando los conciertos con el giro grácil de sus baquetas alrededor de sus dedos experimentados y —sobre todo— su fidelidad al trabajo en conjunto, hizo que en multitudinarias audiciones fuese incluso más aplaudido que el propio Jagger. Paul McCartney, que lo conoció en Londres una noche de abril del 63 en que los Beatles asistieron a un toquín de los Rolling en el Crowdaddy, ha declarado que “Charlie era firme como una roca”. La austera figura de Watts impuso un merecido respeto en el gremio.
Un “gentleman” de absoluta confianza que toda banda de rock envidió. Siempre eficaz, sentado en su puesto, cumpliendo sin equivocarse, sin veleidades, sin glamour. Jamás será olvidado.
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