El inopinado conflicto entre priístas y panistas –cada cual, con su cauda de partidos secundarios asociados– surgió por una acusación poco verosímil en contra del aspirante blanquiazul en torno a unas operaciones inmobiliarias sospechosas de lavado de dinero. Tal vez fue una reacción instintiva y defensiva del gobierno a las repentinas críticas a la corrupción imperante formuladas por Ricardo Anaya, o bien fue una maniobra (fallida) para vacunarlo
ante ulteriores señalamientos de corrupción a fin de mantenerlo como Plan B ante el sostenido declive de José Antonio Meade en las preferencias electorales. Pero, en forma sorprendente, el gobierno de Peña involucró en el asunto a la Procuraduría General de la República, el PRI se enganchó en las acusaciones y, si la intención original era crearle anticuerpos a Anaya, el escándalo tuvo el efecto contrario: puso bajo los reflectores su enriquecimiento tan evidente como inexplicable, un asunto más serio y espinoso que las compraventas de terrenos industriales en Querétaro y que pide a gritos una investigación judicial y fiscal en forma.
Meade, por su parte, no sale bien librado del encontronazo, porque el presunto lavado de dinero en los negocios de Anaya lleva a recordar la situación del candidato priísta ante los desfalcos por miles de millones de pesos que han tenido lugar en los sexenios anterior y presente. Puede ser que él no se haya embolsado un centavo en provecho propio, pero eso no lo exime de responsabilidad porque fue titular de la Secretaría de Energía cuando el desgobierno de Felipe Calderón hacía tratos impresentables con Odebrecht; heredó, con los ojos bien cerrados, una Secretaría de Desarrollo Social manchada por los desvíos de la estafa maestra
; luego, a su paso por Hacienda, no se enteró de los ríos de dinero que circulaban alegremente por paraísos fiscales y que salieron a la luz en el caso denominado Papeles de Panamá.Meade está en la situación de un gerente de supermercado que observa con parsimonia los saqueos sucesivos del establecimiento y luego arguye en su defensa: ah, pero yo no tomé ni una latita de atún
.
Así pues, la acusación inicial en contra de Anaya ha terminado por convertirse en una tormenta de descrédito para los dos aspirantes presidenciales del régimen y en una lucha fratricida. A la espera de los resultados de esa disputa mafiosa, el régimen tiene ante sí dos problemas mucho más preocupantes: la consolidación de AMLO como favorito indisputado para ganar la elección de julio y la animadversión altisonante de la Casa Blanca, que cree ver en la debilidad del peñato una oportunidad dorada para conseguir la rendición incondicional de México en todos los frentes: la extorsión para pagar el muro de Trump, la imposición de reglas comerciales propiamente coloniales, la profundización de la llamada guerra contra el narcotráfico
y el establecimiento de un tutelaje descarado en materia de seguridad, entre otras cosas.
En los términos de sometimiento actuales, los gobernantes mexicanos tienen una sola carta fuerte para negociar con Trump: decirle que más le vale acordar con ellos en los últimos meses que les quedan porque existe la fuerte probabilidad de que sean remplazados en diciembre próximo por un gobierno con dignidad y sentido de nación, libre de lastres y expedientes de corrupción, con credibilidad, popularidad y capacidad para convocar a la unidad nacional. En sus enrarecidos encuentros con los representantes de Washington el peñato no tiene en mente la defensa de los intereses nacionales sino conseguir una rendición que resulte ventajosa para el cada vez más reducido grupo oligárquico que aún detenta el poder público. Y en esa negociación asimétrica y subordinada ofrecerá lo que sea y sacrificará todo lo imaginable con tal de conseguir un solo objetivo: el respaldo de la Casa Blanca a una tentativa de fraude electoral en julio próximo. Y posiblemente sea demasiado tarde, porque aunque el energúmeno del norte pudiera y quisiera hacer algo al respecto a favor de sus vasallos mexicanos, la política de alianzas y el avance de AMLO han reducido en forma significativa el margen para adulterar la voluntad popular.
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