Las lecciones aprendidas en Campo Bucca
19 de septiembre de 2014.-En enero de 2004, visité “Campo Bucca”, un campo de prisioneros de guerra bajo control de EEUU y así llamado por el nombre de un bombero desaparecido en el colapso del World Trade Center en Nueva York en 2001. Estaba situado cerca de la aislada ciudad portuaria de Umm Qasr, al sur de Iraq. Las autoridades estadounidenses de la coalición habían levantado un conjunto de prisiones con tiendas de campaña. Los amigos de cinco jóvenes, que sospechaban que estaban presos allí, habían rogado a nuestra delegación de Voices, compuesta por tres personas, que intentara visitar el campo y averiguar qué había pasado con sus seres queridos.
Esto sucedía un año antes de la captura de Awad Ibrahim Ali al-Badri al-Samarrai, quien, a partir de 2005, pasaría cuatro años en ese campo bajo el nombre de Abu Bakr al-Bagdadi, camino de convertirse en el jefe del recientemente fundado Estado Islámico de Iraq y Siria, renombrado como Estado Islámico (EI).
Nuestros amigos de los Christian Peacemaker Teams habían creado una base de datos de las personas que pensaban que el ejército estadounidense tenía detenidas. Consiguieron elaborar una lista de 6.000 presos a través de los contactos con sus aterrados seres queridos y mediante una incansable y persistente correspondencia con las autoridades estadounidenses.
Fueron capaces de encontrar los números de la “ficha de captura” de dos de los prisioneros. Al menos, esas dos personas estaban aún vivas en el campo.
Nuestra pequeña delegación de Voices, acompañada de un traductor, se dirigió desde Bagdad a Basora y después hacia Umm Qasr, seguramente uno de los lugares más inhóspitos del planeta. Era sábado por la tarde. En las afueras de la prisión, un soldado estadounidense nos dijo cortésmente que llegábamos demasiado tarde. Las horas de visita del sábado habían terminado y el siguiente día de visita sería el próximo miércoles. Reacios a marcharnos, le explicamos que habíamos hecho un largo camino por una carretera peligrosa y que no podíamos volver en otra ocasión. Una hora después, traqueteando sobre los bancos de un jeep, nos llevaron por un terreno plagado de baches hasta la tienda de campaña de las visitas de la prisión.
Allí nos reunimos con cuatro de los cinco jóvenes, todos de veintipocos años, y les escuchamos mientras compartían con nosotros historias de humillación, malestar, monotonía, soledad y un gran temor nacido de la incertidumbre de los prisioneros al tener que enfrentarse a un poder hostil sin pruebas creíbles y sin planes evidentes de ponerlos en libertad. Parecían inmensamente aliviados de que pudiéramos al menos contar a sus familiares que aún estaban vivos.
Al salir, solicitamos hablar con un oficial que estuviera al mando en Campo Bucca. Se presentó una militar y nos dijo que las perspectivas de liberación de los jóvenes no eran muy alentadoras, pero que creía que merecía la pena que nos acercáramos al Comité Internacional de la Cruz Roja. “Alégrense de que estén aquí con nosotros y no en Bagdad”, dijo, con una mirada de complicidad. “Aquí les damos refugio, comida y ropas. Alégrense de que no estén en Bagdad”. Me quedé sorprendida. Al menos en Bagdad no sería tan difícil visitarles. Pero ella no hacía más que repetir lo mismo: “No olviden lo que les estoy diciendo, alégrense de que no estén en Bagdad”.
Más tarde, en mayo de 2004, empecé a entender lo que esas palabras querían decir. El 1 de mayo, la CNN publicaba las fotos de la prisión de Abu Ghraib: El hombre encapuchado. El hombre arrastrado por una correa. La pirámide. Esas fotos han quedado grabadas a fuego en la mente de la gente. De repente, hubo muy pocos lugares que parecieran tan horribles como esa prisión. Sí, nos alegramos de que los jóvenes que visitamos no estuvieran en Bagdad.
Pero dejemos las cosas muy claras. Esos hombres de Bucca habían tenido también que marchar desnudos delante de mujeres soldado. Habían tenido que decir “Amo a George Bush” antes de poder recibir raciones de alimento. Habían tenido que dormir al raso en el frío más riguroso sin un colchón y con tan sólo una manta. Los guardias se habían burlado de ellos y no tenían forma de comunicar a sus amigos que todavía estaban vivos. Pero peores humillaciones y torturas habían sufrido otros detenidos en otras prisiones estadounidenses por todo Iraq.
El 3 de noviembre de 2005, la edición de New York Review of Books citaba a tres oficiales, dos de ellos suboficiales, de servicio con la 82ª División Aerotransportada del ejército estadounidense en la Base de Operaciones Avanzadas (FOB, en sus siglas en inglés) Mercury en Iraq.
Hablando bajo anonimato, describieron en múltiples entrevistas con Human Rights Watch cómo durante los años 2003-2004, su batallón utilizó rutinariamente la tortura física y mental como medio para recoger información de inteligencia y para aliviarse del estrés… Se referían continuamente a los detenidos en Iraq como PUC (siglas en inglés de “persona bajo control”). Según consta, la tortura a los detenidos estaba tan extendida y aceptada que se convirtió en un medio habitual de aliviar el estrés; los soldados iban a la tienda de los PUC en sus horas libres a “joder a un PUC” o a “quemar un PUC”. Con “joder a un PUC” se referían a golpear a un detenido, mientras que “quemar un PUC” significaba obligar a un prisionero a un esfuerzo físico tal que en ocasiones se desvanecían.
Con “quemar” no se limitaban a aliviar el estrés sino que era un aspecto fundamental del sistema de interrogatorio utilizado por la 82ª División Aerotransportada en la FOB Mercury. Los oficiales y suboficiales de la unidad de inteligencia militar enviaban a los guardias a “quemar” a los detenidos antes de un interrogatorio y para controlar que no durmieran ni recibieran agua ni alimento, aparte de galletitas saladas. La sesión de “quemar” tenía una duración de alrededor de veinte a veinticuatro horas, las previas al interrogatorio. Como señaló un soldado: “El oficial de la inteligencia militar dijo que quería que los PUC estuvieran tan agotados, tan quemados, tan desmoralizados, que estuvieran bien dispuestos a cooperar».
Quizá la mitad de los detenidos de Campo Mercury, liberados finalmente porque no tenían absolutamente nada que ver con la insurgencia, mantengan sin embargo vivos los recuerdos y cicatrices de las torturas. Como dijo un sargento a Human Rights Watch: “Si resulta que era un buen chico, ya sabes, ahora será un chico malo por la forma en que le trataron”.
Cuando los políticos de EEUU quieren vender una guerra, su marketing es de alto nivel: pueden contar con que el público estadounidense comprará esa guerra, al menos durante el tiempo suficiente como para sentirse irremediablemente comprometidos con ella siempre y cuando esa propaganda consiga hacerles sentir bajo amenaza. Y, en mucho tiempo, ninguna marca está siendo tan aterradora como la del Estado Islámico.
La violencia que ha hecho brotar al Estado Islámico, y que ahora promete extender su legado a una mayor y más extensa violencia y polarización regional, tiene una larga historia.
Entre las dos primeras guerras de Iraq, en los numerosos viajes realizados a ese país desde 1996 a 2003, los miembros de nuestra delegación de Voices llegaron a comprender muy bien el agotamiento y sufrimiento de las familias iraquíes que sobrevivían a duras penas en una incierta existencia castigados por las sanciones económicas.
Entre las dos guerras, Naciones Unidas hizo una estimación del número de muertos, sólo entre los niños, a causa del colapso económico impulsado por las sanciones y el bloqueo de alimentos, medicinas, suministros para purificar el agua y otros artículos esenciales, en al menos 5.000 al mes, una cifra aceptada sin cuestionamiento alguno por parte de funcionarios estadounidenses.
La cifra de mortalidad más impactante desde nuestra invasión de 2003 de más de un millón de muertos, tanto a causa de la guerra como del colapso social, estaba subestimada porque tomaba inevitablemente como base de referencia las inhumanas condiciones de los años de nuestra guerra económica contra Iraq.
El 16 de septiembre de 2014, el New York Times describía un informe recién publicado de las Naciones Unidas en el que se señala que en Iraq: “Se ha disparado la proporción de personas que pasan hambre”. Según el informe, “casi uno de cada cuatro iraquíes está desnutrido, mientras que en el período 1990-1992, el porcentaje era del 7,9%”.
Y ahora, el gobierno de EEUU dice que es necesaria de nuevo su intervención para mejorar y civilizar la nación de Iraq.
Se ha reconocido a amplios niveles que la invasión de 2003 de Iraq sirvió para radicalizar a Al-Bagdadi y que las humillaciones sufridas en Campo Bucca le endurecieron aún más. Después, el descuidado flujo de armas y dinero fácil hacia Iraq y Siria impulsaron el potencial para nuevas guerras.
Esta no va a ser una tercera invasión de Iraq. Los ataques de EEUU, imbricados de armamento, de la muerte por inanición de los niños, del fósforo blanco, de balas, del bloqueo de medicinas, de los embalses vacíos, de los cables eléctricos caídos, de las disueltas fuerzas policiales, de las abandonadas industrias estatales y de las ciudades condenadas en el paroxismo de la limpieza étnica; todo ello no es sino una guerra continua que empezó mucho antes de que nos volviéramos finalmente en 1991 contra nuestro antiguo cliente Sadam. Es la guerra más larga de la historia de EEUU, continuada ahora, extendiéndose hacia el futuro sin un final que podamos de algún modo vislumbrar.
Un año antes del día de su muerte, el Dr. Martin Luther King hablaba de la necesidad de apartarnos de la guerra de Vietnam, de alumbrar desesperadamente una “revolución de valores” que liberara a EEUU de sus compromisos anteriores. Sería mucho mejor para el mundo si en vez escuchar el discurso del Presidente Obama del 10 de septiembre, tratando de justificar las renovadas ofensivas militares en la región, recordáramos el discurso del Rev. Dr. Martin Luther King “Más allá de Vietnam”. En él, nos ruega que seamos capaces de vernos como nos ven nuestros supuestos enemigos. No es fácil mirarse en ese espejo, pero entender la historia de las guerras y políticas anteriores de EEUU contra Iraq nos ayudaría a buscar alternativas.
No tenemos por qué elegir la ceguera ni el odio ni el miedo. Podemos encontrar otras alternativas a través de la verdad, de la compasión, del coraje activista que salta de corazón en corazón y reconstruir la cordura, la civilidad, la comunidad, la humanidad, la resistencia. Podemos hallar la esperanza en nuestro propio trabajo activo para demostrar que la humanidad no se ha acabado, que la historia puede anhelar la justicia y que el amor, que no es algo cómodo, que no es palabrería sentimental, sigue funcionando vigorosamente en un mundo que tan necesitado está de él.
Kathy Kelly ([email protected]) es la coordinadora de Voices for Creative Nonviolence (www.vcnv.org)
*Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.