Por Arnaldo Córdova
En el Pacto por México, en los llamados compromisos 90 y 93 a 95, los partidos acordaron realizar una reforma electoral, muy anclada en algunas exigencias que habían venido abriéndose camino en el debate político, como la reducción de los gastos de los partidos, la aprobación de leyes sobre candidaturas independientes, iniciativa ciudadana, consulta popular, la relección de legisladores y la creación de una instancia ciudadana que supervise la contratación de publicidad por parte del gobierno en todos sus niveles.
Los debates han sido continuos, pero en sordina, sin que se hayan dado grandes confrontaciones. Ello, con la notoria excepción de que los panistas se mostraron intransigentes en su demanda de lograr una reforma electoral antes de que se aprobaran otras reformas que el gobierno ha planteado, en particular la energética. El mismo PAN y el PRD presentaron muy temprano un documento por puntos en el que reivindican algunas posiciones: la creación de un órgano electoral nacional único, la relección de legisladores, las candidaturas independientes y la iniciativa ciudadana y la consulta popular.
Los priístas, en cambio, han sido reacios a expresar abiertamente qué es lo que quieren de la nueva reforma electoral. No dicen ni sí ni no cuando se les plantean esos temas, como si estuvieran esperando que las cosas maduraran por sí solas para manifestar sus puntos de vista, que hasta ahora resultan desconocidos. Lo único que dicen es que están dispuestos a oír todas las propuestas y a adoptar todos los acuerdos a que se llegue. Muy en su estilo, sólo afirman que esperan que los demás los convenzan de las bondades de sus propuestas.
De hecho, el debate ha girado casi por entero en torno a la posibilidad de realizar las reformas, vale decir, si éstas son factibles. También parece que todos estuvieran de acuerdo y que sólo falta que empiecen su tarea. Muy poco, en cambio, se ha discutido en relación con los beneficios o los resultados que cada una de esas reformas aportaría. Se ha visto, para empezar, que es posible que se constituya un instituto nacional de elecciones. Las únicas objeciones serias se refieren a la posible transgresión del federalismo y a la pérdida de soberanía de los estados.
Se ha hablado, como si todos estuvieran de acuerdo, de la factibilidad de la relección de diputados (y a ello se agrega la de los munícipes); pero no se sabe, bien a bien, qué es lo que esa relección redituaría en términos de mejoramiento democrático. Se dice que habría la posibilidad de que los ciudadanos juzgaran a sus elegidos y los castigaran si no hacen bien las cosas, negándoles su voto en la relección. Eso es poca cosa, porque, aunque también se dice que los ciudadanos votan por los candidatos, más que por los partidos, a fin de cuentas da lo mismo y siempre resulta que la mayor responsabilidad la tienen los partidos.
Si se ve el conjunto de las reformas que hasta ahora se han propuesto, se colige, fácilmente, que ninguna de ellas ni todas en conjunto sirven para cambiar de raíz los vicios evidentes que nuestro sistema electoral padece. Todos estamos preocupados por la sempiterna presencia del fraude y de la adulteración de la voluntad popular en las elecciones. Ninguna de las propuestas se fija en este gravísimo problema. Si acaso, la nacionalización de las elecciones plantea impedir que los gobernadores hagan de las suyas en los procesos electorales locales, pero se sabe que no es ninguna garantía.
El tan temido poder de los gobernadores será muy difícil de ser contrarrestado con sólo quitarles los institutos electorales locales. Sus fuentes de poder, entre las que se cuentan la colusión con los poderes centrales y la amplísima y extendidísima red de corrupción e impunidad en las que se mueven, no podrán ser tocadas, de ninguna manera, con una simple reforma electoral. Para anular su arbitraria tendencia a decidir por sí solos los asuntos de la ciudadanía de sus entidades habrá que destruir esas tramas de poder que son su alimento.
Claro que controlar los gastos gubernamentales en tiempos de elecciones en publicidad tiene una enorme importancia; pero tampoco está claro cómo podrá lograrse eso ni qué medidas concretas tendrán que tomarse al respecto. Teóricamente el gasto público es estrictamente controlable por el Legislativo mediante la aprobación del presupuesto; pero hay que reconocer que, cuando adquiere las dimensiones del que hoy tenemos, siempre es factible burlar los controles institucionales y disponer de suficiente dinero para desvirtuar la voluntad de los ciudadanos.
Tal parece que ya nadie se acuerda del fraude cibernético de 2006. Nadie ha hecho propuestas serias para prevenirlo y, sobre todo, para impedirlo y castigarlo. En las elecciones de 2012 se impuso el poder del dinero. El arma fraudulenta fue la compra de votos que las autoridades electorales legitimaron desvergonzadamente. Si ese tipo de burlas a la decisión ciudadana en las urnas puede prevalecer sin problemas, podemos olvidarnos de las supuestas bondades de cualquier tipo de reforma electoral. Las cosas, así, jamás podrán cambiar.
No hay nada en el panorama de los debates dados hasta hoy que sugiera una solución plausible a ése que es el verdadero problema de nuestro sistema electoral. Cualquiera que tenga dinero o cualquiera que controle los medios puede decidir quiénes serán elegidos en los comicios, sin que nada ni nadie pueda impedirlo. Algunos hacen pucheros porque a los privados no se les permite comprar publicidad a favor de un candidato. Simple y sencillamente no pueden entender que en unas elecciones limpias no se puede dar ventajas espurias.
Muy importante puede ser, finalmente, que las propuestas de iniciativa ciudadana y de consulta popular puedan salir avante. Todos nos preguntamos qué pasó con las añejísimas demandas de instaurar el plebiscito y el referéndum. ¿Por qué en esta ocasión a ningún partido se le ocurrió reivindicar esas exigencias populares? No es un misterio, desde luego, sino un vicio persistente de nuestros políticos que están enfermos de miedo a las masas ciudadanas. Todo mundo lo puede ver, pocos piensan en eso y ninguno parece estar dispuesto a hacer nada.
Si tan sólo se lograra que se legitimaran la iniciativa ciudadana y la consulta popular, sería un avance mayúsculo. Por desgracia, podemos ver que en los debates que se vienen dando no hay ninguna propuesta que merezca ese nombre y sólo se habla en general, como si todos supieran de qué se trata o qué es lo que se deberá hacer. Nadie ha dicho qué entiende por esos términos y, en el fondo, aparte planteamientos genéricos, no hay ninguna propuesta concreta.
¡Quién sabe qué resultará de este batiburrillo de pretendida reforma electoral! Pero, por lo pronto, se puede decir que el debate y la presentación de auténticas propuestas son de una pobreza que da calosfríos. No se entiende, dado este estremecedor vacío de ideas, a qué se debe el entusiasmo que los panistas y los perredistas muestran por la reforma electoral.