Por Adolfo Sánchez Rebolledo/La Jornada*
En los ya largos años que llevamos sin respiro viviendo en crisis –institucional, social, ética– no hay un acontecimiento que reúna en sí mismo, por lo que fue y lo que implica, por sus consecuencias estremecedoras, los atributos reales y simbólicos de la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa en Iguala. Pasarán los meses y los años, pero no se borrará ni el dolor de las víctimas ni el horror de la ciudadanía, que al reaccionar manifestándose airadamente también busca su identidad, esa voz propia en medio de un orden fincado en la articulación subordinada de ciertas tareas del Estado a la violencia delincuencial.
La presencia de los padres y familiares de las víctimas encabezando las protestas por todo el país, la voluntad reiterada de no abandonar la búsqueda de sus hijos, en fin, las lecciones de templanza y dignidad que nos han ofrecido en estos meses, han sido una inmensa sacudida moral contra la trama de justificaciones y complicidades que tejen las actividades de la delincuencia organizada, la desigualdad social con sus compartimientos estancos y la crisis de un orden político incapaz de dar curso a las necesidades de las mayorías, sobre todo de los jóvenes.
La respuesta popular, desbordada por las plazas de todo el país, probó que la llamada crisis de valores en la que está hundida nuestra sociedad oculta la existencia de una enorme reserva ética, capaz de sobrevivir a las peores condiciones de la ley de la selva que rige al egoísmo como faro del individualismo dominante. El estupor ante la tragedia no sólo proviene de la magnitud de los hechos de sangre, de su aberrante despropósito, sino de la condición misma de sus perpetradores, esa simbiosis entre policías de un gobierno elegido (y de izquierdas en este caso) y las bandas de sicarios que defienden los más espurios negocios a través de mecanismos criminales pero también políticos. La denuncia de la barbarie estaría incompleta sin hacer visibles las vigas maestras de ese modelo fundado en la corrupción de las instituciones y en el poder omnímodo de los que trafican con opio o con personas, esa hidra de mil cabezas que destruye vidas y muchas comunidades en Guerrero. Esa es la significación del caso Iguala.
La insistencia de los padres y familiares en recuperar con vida a sus hijos es una réplica en el límite de la esperanza, alzado como un valor contrapuesto al formalismo cegador que sólo desea pasar la página sin sacar las lecciones que la tragedia nos deja. Necesitamos que la investigación llegue hasta donde sea necesario (habrá quienes crean que ya se ha dicho casi todo). Pero ésta sigue nuevos cursos. Los padres de familia han depositado su confianza en el equipo de especialistas enviado por la Comisión Intereramerica de Derechos Humanos, que recién han tomado cartas en el asunto, sin que esto signifique que sean suspendidas otras investigaciones. Esta labor llevará tiempo y nadie puede estar seguro de sus resultados, razón de más para ser cautos.
En ese punto no parecer la mejor opción vincular el tema de los 43 desparecidos a la realización o no de las elecciones en Guerrero, si por ello se entiende la posibilidad de que el movimiento impida u obstruya el ejercicio de un derecho que le pertenece a la ciudadanía como tal. Puede, eso sí, pedir la no participación en cualquiera de sus formas, pero cometería un grave error si tratara de frustrar, por ejemplo, la capacitación del personal electoral, que por lo demás ya ha respondido al llamado de la autoridad o la actividad de los candidatos a las nueve opciones que ya se han presentado o que están por registrarse, sin distinguir políticamente entre unas y otras, generalización que favorece al más fuerte y deja en la estacada a genuinas candidaturas de ciudadanos con reconocimiento social.
En nada favorece a la causa de los 43 que ésta se instrumentalice para alcanzar objetivos que no se derivan de la necesidad de establecer la verdad, como lo han venido planteando los padres de las víctimas. Guerrero vive, digámoslo así, una cierta anormalidad en muchas esferas de su vida social, pero las soluciones que están a su alcance no dependen tan sólo de lo que los guerrerenses organizados y conscientes hagan o dejen de hacer por sí mismos, pues ellas dependen del modo como la República se replantee el futuro. Es imposible resolver la situación de Guerrero sin el concierto de la nación, pero si queremos avanzar en este camino urge que la movilización no pierda el rumbo.
La indignación ante la barbarie visible trasciende la compasión para convertirse en el punto de partida de un cuestionamiento que, más allá de las investigaciones rigurosas, sólo puede desembocar en un claro ejercicio de rectificación nacional, lo cual, digámoslo, ni está garantizado ni será cosa de un día. A querer o no, la tragedia estará presente de aquí en adelante como lo estuvo el 2 de octubre respecto del viejo presidencialismo autoritario, marcando las fronteras entre épocas.
México, Regeneración, 11 de marzo del 2015
Foto: Fuente: La Jornada