En diciembre de 2013, la revista británica The Economist -de tinta liberal- sorprendió a sus lectores con una publicación insólita. Por primera vez en su historia decidió conceder un título de “país del año”, y no al analizar el comportamiento de los indicadores económicos convencionales, sino el impacto de medidas transgresoras en la felicidad. El elegido resultó ser Uruguay. Un fragmento de tierra inserto en el costado atlántico de Suramérica, que visto desde cualquier mapa parece un paréntesis entre Brasil y Argentina, unos cuantos versos apretujados en prosa elocuente. Una república que se proclama oriental, donde habitan cerca de 3.4 millones de ciudadanos y pastorea casi el cuádruple de reses y el triple de ovejas. Un referente internacional que, para no pocos internautas, alegoriza la Utopía descrita por el renacentista Tomás Moro, pues también el año pasado la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) indicó que el país registra la mejor distribución de ingresos en la región y es el segundo con más bajo índice de pobreza, y Naciones Unidas lo ubicó en la posición 51 del ranking global de desarrollo humano entre 187 evaluados.
Pero si en la actualidad los medios de comunicación han catapultado a Uruguay a la cúspide de sus agendas, mientras que una década atrás apenas detenían sus lentes en ese añico geográfico del planeta, no se debe a promisorias estadísticas, ni a la implementación de un Star system autóctono, ni a las recientes evidencias que afirman la nacionalidad uruguaya de Carlos Gardel. El interés se debe, específicamente, a su sui géneris gobernante.
José Mujica, un ex guerrillero tupamaro con los 79 años casi tocándole la puerta, es quien preside Uruguay desde hace casi cuatro años. La “changuita de presidente” -como suele denominar su trabajo para extirparle las rimbombancias inherentes- la ganó en las elecciones de 2009, en representación del Frente Amplio, una alianza política con diversas tonalidades de izquierda que timonea la nación desde 2005. Porque José Mujica siguió siendo Pepe tras ese nombramiento. No mudó la vida que comparte con la senadora Lucía Topolansky a la residencia oficial, ni suplantó a su perra Manuela por otra con pedigrí, ni compró un automóvil fastuoso, ni sacó sus manos campesinas de la tierra, ni ocultó en los bolsillos las palabras que lo igualan a la gente de pueblo.
Mujica permaneció bajo el mismo techo de su chacra de 45 metros cuadrados, ubicada en una zona rural llamada Rincón del Cerro, a 13 kilómetros de Montevideo. Conservó su viejo Volkswagen de dos puertas, del modelo escarabajo que los hippies veneran. Continuó cultivando hortalizas, haciendo florecer su pedazo de campo y criando animales. Salvó la naturalidad de su carácter de la plasticidad de protocolos apelando a que él se equivoca “como cualquier hijo de vecino”. Incluso, perpetró un delito contra la moral contemporánea mucho más desconcertante: renunció al 90 por ciento del salario que venía con “la changuita”, para destinarlo a obras sociales.
¿Extravagancia? Depende. En una época en que la felicidad se concibe primordialmente como la acumulación de capital para el consumo constante de cosas publicitadas, cualquier intento de construir la felicidad en lo opuesto podría considerarse una extravagancia. No obstante, esta no sería una extravagancia inocua, pues expresa una cosmovisión que cuestiona la razón con que palpita el orden capitalista y se legitima en la realidad. Si a Mujica lo respetan tantas juventudes del mundo, no es por predicar la filosofía de vivir con lo indispensable, sino por testimoniar cotidianamente esa filosofía. Es con la coherencia entre discurso y praxis como suscita respeto en su pueblo y allende los márgenes uruguayos. Definitivamente, ante la apoteosis de frivolidad que la industria cultural fabrica, es una suerte contar hoy con una figura pública que no sea admirada por su blanca dentadura o formas hiperbolizadas con silicona. Y que esa figura pública sea un presidente y ese presidente cite la poesía de Antonio Machado para definir su estilo “ligero de equipaje”, o el estoicismo de Séneca para explicar que no es pobre, porque “pobres son los que precisan mucho”.
Sin embargo, en ocasiones su gestión gubernamental se torna objeto de escabrosas polémicas en los escenarios políticos. Con gran acierto, el periodista Ricardo Scagliola, al introducir una entrevista con el mandatario en Tevé Ciudad, recurre a una metáfora elaborada por un antropólogo amigo de Pepe Mujica, que lo calibra como “un Quijote vestido de Sancho”, apuntando así ese dualismo contrastante, mas no incompatible, que resulta imprescindible para comprender a tal personaje. Ahora, cuándo el líder ve gigantes y cuándo ve molinos de viento, no son cuestiones que se puedan descifrar cabalmente. Scagliola opina que Sancho es la cabeza del Gobierno, por el pragmatismo que tipifica las decisiones del líder. Pero, en virtud de la legendaria novela hispana, convendría preguntarse cuánto se entretejen ambas identidades en sus peripecias.
Fue con ese hombre multidimensional, que se sabe individuo, partido, Estado y nación, con quien ocurrió este diálogo en el contexto de la II Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), efectuada en La Habana a finales de enero. Sin embargo, no fue posible bosquejar justamente a Sancho y a Don Quijote por razones de tiempo, o quizás por un cuestionario demasiado ambicioso -o utópico-, que no consideró el mate ni la parsimonia con que suele hablar Mujica, como si su voz procediera de las entrañas de una gruta.
-Presidente, ¿qué le ha parecido esta visita a Cuba? Le vi participando en la Marcha de las Antorchas. ¿Qué vivió en la marcha?
-Naturalmente, esa marcha es un acto tradicional de recuerdo de Cuba. En alguna medida, de buena parte de sus gentes más jóvenes, un pedazo de la génesis de ese hombre tan singular que fue Martí para Cuba y para todos los latinoamericanos. Me pareció una recolección muy digna de calor y de contenido, y como tal es una fiesta de afirmación de la nacionalidad, en el sentido más amplio. Me sentí muy congratulado de conocerla y participar.
-Usted ya había estado en Cuba cuando era joven, mucho antes de ser presidente.
-Sí. Obvio.
-¿Qué edad tenía cuando vino por primera vez?
-Ay, mi hija, tú estabas muy lejos de haber nacido. La primera vez que vine fue en 1960. Han pasado algunos añitos.
-Ya había triunfado la Revolución Cubana. ¿Qué impacto le causó el triunfo?
-Aquel fue un sacudimiento para la política general de América Latina, en el contexto de un mundo muy distinto en el que vivíamos, un sacudón para nuestra formación política de gente joven, que velaba, que luchaba, que soñaba con encontrar relaciones más justas en el mundo en el que nos tocaba vivir. Desde ese punto de vista, fue una especie de llamarada intelectual, que sacudió al continente y a otras partes del mundo. Imposible de transmitir a las nuevas generaciones el impacto emocional, psicopolítico, ideológico, que significó la Revolución Cubana.
-Cuando eso usted todavía no formaba parte del Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros. ¿Influyó su vivencia aquí o la Revolución Cubana misma en su decisión de incorporarse al movimiento?
-Tal vez se venía gestando ya. Pero… sí. Todos los fenómenos interactúan. No quiero señalar que haya sido determinante, pero seguramente que la Revolución Cubana influyó muchísimo.
-En esos años fue cuando conoció a su compañera, a la senadora Lucía Topolansky. ¿Cómo fue que se conocieron, que se enamoraron?
-Nos conocimos cuando éramos militantes clandestinos y éramos perseguidos. Ya habían sobrevenido sobre el Uruguay las condiciones que determinaron la presencia de una dictadura militar. En ese marco nos conocimos. Y nunca debe extrañar que quienes viven en peligro busquen el amor.
-Después estuvo unos 15 años en prisión, la mayoría completamente aislado. En el documental sobre su vida -de la serie Presidentes de Latinoamérica-, cuenta que ahí aprendió que las hormigas gritan y las ratas se domestican. ¿Cómo fue esa relación? ¿Contribuyeron las hormigas y las ratas a hacer menos grande su soledad?
-No sé. El tiempo parece infranqueable. Las horas se estiran. La soledad y la noche se agrandan. Nunca hay que olvidar que los antiguos, después de la pena de muerte, consideraban que la expulsión de la sociedad era uno de los castigos más duros que se le podía inferir a un ser humano. La cárcel, en las condiciones que nos tocó vivir a nosotros, alejados de todo, y solos, suponía una aventura muy peligrosa para la estabilidad emocional y psíquica. Y uno se refugia para resistir a veces en cosas mínimas.
En lo personal, siempre he tenido una pasión muy grande por la biología, en todos los aspectos. No debe sorprender que, en esas condiciones, haya experimentado con las hormigas. Vuelvo a repetir que las hormigas son capaces de gritar, para quien sabe escuchar. Basta agarrarla con los dedos, ponérsela acá –dice, colocando los dedos cerca del oído-, y se verá que el bichito grita.
-¿Grita de dolor porque la está aguantando?
-No sé si grita de dolor, de miedo o de qué. Pero puedo garantizar que grita. Y claro: para esas cosas hay que tener mucho tiempo.
-¿Cómo transcurría el tiempo ahí? ¿En qué se convirtió para usted el paso del tiempo en esos años?
-Tal vez en una pesadilla. Pero bueno, la noche quedó atrás.
-Hoy en América Latina se está hablando mucho de la necesidad de construir la paz. Ahora en La Habana se están desarrollando las negociaciones entre el Gobierno colombiano y representantes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP) para alcanzar una solución política del conflicto armado, y también en esta segunda cumbre de la Celac se declaró a América Latina y el Caribe zona de paz. ¿Qué entiende que es la paz, y de qué cree que dependa en América Latina y el Caribe la construcción de la paz?
-La paz es la existencia de un equilibrio razonable, de respeto mutuo entre los hombres que tienen diferencias, y con la existencia de mínimas garantías, para que esas diferencias no le hagan a cada cual perder la esperanza, de que el mundo y la realidad puedan evolucionar en el sentido de lo que uno piensa, o sueña, o anhela.
La paz supone siempre la posibilidad de convivir. Y convivir con diferencias. Porque en definitiva quienes están de acuerdo, quienes no tienen conflictos, obviamente que no van a poner en peligro la paz. La paz siempre la van a poner en peligro aquellos que discrepan. Por lo tanto, es muy sabio organizar una sociedad que dé cabida, de una forma u otra, a formas de pensar que puedan tener diferencias. Pero no es sencillo esto, porque en esos fenómenos intervienen, dentro de un país, fuerzas auténticas, internas, e intervienen también fuerzas externas.
Desgraciadamente, no hemos podido aprender en la humanidad todavía que no hay que meterse en la casa de otro para multiplicar los problemas que pueda tener, y pretender que el otro haga lo que nosotros pensamos. No vivimos en un mundo con esa capacidad de respeto a las diferencias. De ahí que los antagonismos y las diferencias se nos suelen hacer explosivos. Y se arman llamaradas y nos llevan a conflictos, y a veces a conflictos armados.
Hace unos años podíamos especular con la existencia de guerras justas o injustas. Contemporáneamente, hoy, no ayer o anteayer, hoy, todo parece indicar que todas las guerras terminan siendo injustas, porque los que pagan el plato son siempre los más débiles. En cualquier sociedad. Y entonces, la guerra se transforma tácitamente en una condena a los más débiles. A veces quedan exentos de los horrores de la guerra quienes más responsabilidad tienen en la existencia de la guerra. Por eso, uno se vuelve pacifista. Por lo menos tome lo de pacifista entre comillas, más bien contemplando los resultados de distintas realidades.
Anhelamos que Colombia encuentre su camino de negociación política. Es mucho mejor hasta una mala negociación a la continuidad de una guerra que condena a sacrificios a muchísima gente, sin la perspectiva de una salida clara. Antiguamente decíamos que si la guerra se hace por una paz, mejor. Pero en los últimos veinte, veinticinco años, hemos visto muchas guerras, y después, una paz peor. Entonces, nos volvemos pacifistas.
-Los medios anunciaban que usted se iba a reunir durante su visita con representantes de las FARC y también con el presidente Juan Manuel Santos. ¿Hay algo que pueda compartir de ese encuentro que tuvo?
-Con Santos hablé palabras de salutación, comunes y corrientes. No me parecía prudente hablar con él, sino más bien escucharlo. Santos hizo un largo discurso y dijo muchas cosas con respecto a la intención política y a la esperanza que guarda con estas negociaciones, y para mí fueron suficientes. Y hablé con alguna gente de la que representa a las FARC, intercambiando sobre las dificultades que tienen y los anhelos que encierran, reconociendo que no es un problema sencillo.
No me corresponde a mí inmiscuirme en los fenómenos de Colombia. Mas tampoco se puede prescindir, honradamente, de manifestar y apoyar los esfuerzos de paz que están haciendo los colombianos. Porque, entre otras cosas, la guerra de Colombia es una puerta de entrada para el conflicto en todo el continente, y los latinoamericanos lo que menos necesitamos son guerras. O en todo caso, la guerra que tenemos que emprender es contra la pobreza y la miseria que todavía existe en nuestro continente.
No tiene nada que ver la guerra militar. Es otra cosa. Entonces, estamos, estaremos siempre a la expectativa y a la orden. Si algún día nos convocan a ayudar, trataremos de ayudar, pero sabiendo que las decisiones básicas las tienen que tomar los colombianos.
-Igual hay mucha gente que piensa que ese problema es exclusivamente de Colombia; sin embargo, como usted decía, el conflicto se ha convertido en un punto de tensión. ¿Cómo cree que se pueda convertir el proceso de construcción de paz en Colombia en un proceso de construcción de paz que sea regional?
-Yo creo que obviamente es de Colombia. Es en primer término una responsabilidad de los colombianos, pero no podemos ser neutrales frente al sentimiento de concordia y encuentro que necesitan los colombianos. Es un proceso muy largo, muy doloroso, y los colombianos son parte de esta América, una parte central. En última instancia, los problemas de los colombianos son también nuestros problemas. Una cosa es la soberanía y la independencia que tiene que tener un pueblo, y muy otra, el no tener claro el deber de solidaridad con los avatares de ese pueblo.
Creo que una cosa no quita lo otro. El respeto a la soberanía, a la independencia, no quita el fervoroso deseo, y el apoyo militante, que uno le pueda dar a un proceso de paz. No estamos para meter nazca en la hoguera. Más bien, todo lo contrario. Pero naturalmente las responsabilidades son en primer término de los colombianos.
-Siguiendo la perspectiva de la paz, hay otro tema en relación con su país sobre el que quisiera preguntarle. Uruguay tiene acuerdos estratégicos de cooperación con el Departamento de Defensa de Estados Unidos desde 1953, y recientemente se ha discutido en el Parlamento la posibilidad de renovarlos. ¿Cuál es su posición ante esos vínculos?
-Nosotros tenemos vínculos con el mundo entero, y procuramos multiplicarlos, en todo lo posible. Nosotros no podemos ignorar la realidad de Estados Unidos, pero pertenecemos a una región, y tratamos de movernos religiosamente en el marco de los acuerdos globales que tenemos en la región. Nuestras relaciones en la materia con Argentina y con Brasil son la primera frontera que tenemos en nuestros paradigmas internacionales.
Por otro lado, los acuerdos que vienen desde la década del 40 de nuestro país no fueron instrumentados por nosotros, sino que son hijos de la historia política del país, y las reservas que nos pueden ofrecer nosotros las compensamos con una actitud muy independiente en la conducta con la cual nos movemos. El tener acuerdos no significa estar subordinados, sino significa darse cuenta de que uno tiene ciertas responsabilidades con el lugar donde la historia quiso que viviéramos.
Nosotros estamos en la boca del Río de la Plata. Es una esquina importante. Por allí pasa mucho. Lo que entra en el corazón de América del Sur de carga pesada suele entrar muy cerca de nuestra costa y también salir. Cualquier accidente que haya con un barco, nosotros tenemos que ver. Desde el accidente, la atención de la salud de la gente que anda en el mar. Tenemos que ver con las políticas, con la soberanía de un territorio de mar, una superficie de mar casi igual a la superficie de tierra que tenemos, donde sabemos que se encierran cuantiosos recursos para las generaciones que vienen. Entonces nuestra política en materia de convenios, de tratados y de diplomacia tiene que tener en juego todos esos factores. Para ser soberanamente independientes, tenemos que ser sabiamente interdependientes.
Nuestro país fue definido como un algodón entre dos cristales por su origen. Nacimos de un desgarrón, de una parte del imperio español y de una crisis muy fuerte de soberanía en la región, con ocupación militar, etcétera. Bueno, para defender la libertad que tenemos en ese pedacito, tenemos que respetar mucho los juegos de la región y tener amigos lejos.
-¿Esos amigos serían los Estados Unidos?
-La mejor manera de estar sujeto con Estados Unidos es andar bien con los vecinos que tenemos, la mejor manera para que los vecinos nos consideren, sepan que somos amigos, no subordinados. Porque tenemos que luchar por nuestros propios derechos.
La convención de paz que nos dio origen en el año 28 tiene la garantía de Gran Bretaña, que en aquel tiempo era la potencia de los mares. Gran Bretaña no anda muy bien con los países de la región. Como ve hay un juego, estamos al lado de Brasil, que va a ser una superpotencia de carácter continental, que tiene formidables intereses en el Atlántico sur, que los va a cultivar, que mira hacia África, que es 35 o 40 veces más grande que nosotros. Tenemos que tener una visión estratégica de todo eso.
Para colmo, además de todo eso, tenemos que sumar esto: el principal comprador que hay para Uruguay, para Argentina, para Brasil y para Paraguay, se llama hoy República Popular China. Es decir, estamos en una situación diabólica de fuerzas distintas. Por eso, queremos tener muchos amigos, pero no tanto para que nos vean como subordinados.
-Casualmente, hace unos días estaba leyendo sobre unas declaraciones del Ministro de Defensa del Uruguay, que han suscitado varios reclamos, porque hablan de la posibilidad de construir en la frontera con Argentina una base fluvial. ¿Qué posibilidades hay de que se realice eso?
-Nosotros estamos interesados en la construcción de un puerto de aguas profundas en el Río de la Plata, por la sencilla razón de que los canales más profundos son caprichosos y se arriman hacia la costa uruguaya. ¿Por qué un puerto de aguas profundas? Por el rendimiento de los grandes barcos, que van a bajar el costo de transporte marítimo, y que necesitan cuarenta o cincuenta kilómetros para dar vueltas. El llamado Río de la Plata en realidad no es un río; es un estuario. Tiene una navegabilidad caprichosa y peligrosa. Ha sido un cementerio eterno de barcos.
Cuando se termine el canal de Panamá, la nueva obra, los barcos de transporte más económicos van a ser unos mastodontes, que van a bajar el costo del transporte por toneladas. Esto después tiene una repercusión brutal en la economía. Nosotros creemos que en esa zona se puede resolver un puerto de aguas profundas, porque nos permite a nosotros participar en el esfuerzo de logística. Pero un puerto que pertenezca a la región, al Mercosur (Mercado Común del Sur). Más que todo, una obra de infraestructura que sirva para apoyar la economía de la región.
Tenemos el acuerdo con Brasil. De momento, le puedo decir que lo más probable es que sea un puerto en colaboración con Brasil, porque Brasil tiene interés en que Brasil sur central pueda aprovechar la vía del Paraná, para salir por el Río de la Plata, que le sale mucho más económico que salir al Atlántico. Siempre es más barato navegar aguas abajo que andar por una carretera. Entonces incomparablemente hay una diferencia de costos muy grande. A Brasil le puede interesar, y tal vez a Paraguay. Nosotros apostamos por que sea un puerto que le sirva a Paraguay y a Bolivia, que tiene una salida también, y sea una cara atlántica.
Así como el advenimiento de los grandes camiones no significó que desaparecieran las camionetas, el Río Paraná, el Río Uruguay, pueden ser fuentes para mover muchísimas barcazas, que contribuyan a un puerto que recoge los volúmenes y después se transforman más lejos. La región es formidablemente exportadora. La Argentina tiene más de 30 millones de hectáreas de soya, Paraguay se ha transformado en un importantísimo productor de soya. Están los minerales, etcétera. Entonces, esto es interpretar un poco lo que va a venir. Y estamos empeñados en ese esfuerzo.
-Sobre esto que usted mencionaba de ofrecer una salida al mar a Paraguay y a Bolivia sí había leído varias noticias, pero no vi la relación de ese proyecto con estas otras declaraciones.
-Sí. Sí, sí, eso tiene una visión de ese punto. Nosotros lo tenemos hablado con Brasil. Parte de la financiación de ese proyecto puede ser a través de un fondo de compensación de las asimetrías que existe dentro del Mercosur, que ya tiene antecedentes. Uruguay ha utilizado ese tipo de fondos, Paraguay también, y, bueno, estamos en la multitud de detalles de carácter técnico que tienen estas cosas.
En general, tenemos fijado el lugar donde podría ser y estamos tratando de vertebrar el proyecto técnico, pero no es sencillo esto. Hay que averiguar las características del fondo marino, calcular el nivel de dragado que hay que hacer, etcétera. Hay una cantidad de cuestiones técnicas, de trabajo de ingeniería, que estamos procurando tener más claro para terminar un proyecto que vamos a discutir después con Brasil.
-¿Cuál es el rol de un país tan pequeño como Uruguay en el proceso de integración que vive la región?
-El rol es que no se lo traguen. Sencillamente. Por eso todo lo que le dije hace un ratito. Nosotros no podemos renunciar a la región; sería una torpeza de nuestra parte. Pero la diplomacia internacional colaboró para que existiéramos tal vez, tal vez con una idea: aprovechar las contradicciones que había en la región, contradicciones de carácter político muy fuerte. Siempre hubo una rivalidad de puerto muy fuerte entre Montevideo y Buenos Aires, aun en la época de la colonia.
Sin embargo, nosotros somáticamente nacimos en la misma placenta del pueblo argentino. Somos un pedazo de ese pueblo. Se nos llamaba los orientales porque vivíamos al oriente del Río Uruguay. Hay una corriente política que se llamó el federalismo, cuyo fundador fue un uruguayo, que es nuestro héroe nacional, pero que en realidad tenía una visión de organización de todo el Río de la Plata, desde el punto de vista federal, que significa con estados federales y autónomos, que manejaban una política exterior en común y ciertas decisiones en común.
No tengo más remedio que resumir. Fue un largo conflicto que significó muchas guerras, que entre sus consecuencias tuvo una ocupación por el reino de Portugal, y luego una negociación política con la garantía de Gran Bretaña, de la cual emergió la acumulación política del Uruguay. Aunque seguramente los gérmenes de la nacionalidad ya se habían gestado en ese proceso.
Más allá del origen, ahora somos una realidad, y esa realidad la tenemos que defender. Tenemos nuestra tradición, nuestra cultura, nuestro modo de ser. Somos un país que nos gustan los fines de semana muy largos. Los más formidables comedores de carne que hay en el mundo. Somos un país más que todo ganadero, exportador de alimentos, bastante tolerante.
-¿Cuáles cree que sean hoy las claves del proceso de integración en Latinoamérica, de un proceso de integración que sea genuinamente emancipador para los pueblos?
-La emancipación es un concepto mucho más complejo que la ilusión que teníamos hace unos cuantos años. Significa obviamente que es soberanía política e independencia. Pero significa buena capacidad intelectual y material para que nuestra gente pueda vivir en un ascenso constante, y eso significa mucha inversión pública y mucha inversión de capital productivo, que nos asegure que la riqueza continúa multiplicándose. Porque nos toca vivir una época donde la gente quiere cada vez consumir más, y ya no se resigna a vivir como vivían nuestros abuelos. Necesita un cúmulo de cuestiones materiales, que nos va dando la civilización moderna, y eso significa que la soberanía hay que respaldarla con mucha eficiencia económica y capacidad de repartir.
Y hemos vivido tiempos donde a veces se logra generar mucha riqueza pero se reparte mal. Entonces en la sociedad hay gente que es cada vez más rica, y en el otro extremo la gente vive a veces cada vez más pobre, lo que nos dice que la idea de desarrollo e integración es mucho más compleja y difícil de lo que parecía. Por eso nos sentimos parte de los pueblos latinoamericanos y tenemos clara la necesidad de construir economías complementarias. El verdadero mercado que nos puede ayudar a desarrollarnos está dentro de nosotros mismos, y son los millones de pobres que hoy no tienen poder adquisitivo, y nuestro deber es que lo tengan. No creo que ningún país pueda resolver esto solo. Es más fácil si somos capaces de integrarnos.
Pero la vida de una generación es corta. Por eso se necesita la política, la alta política, para que estos mensajes continúen construyendo en el tiempo. La criatura humana es como el olivo. Le cuesta mucho tiempo dar frutos. Y no hay ningún triunfo a la vuelta de la esquina. Entonces hay que trabajar mucho sistemáticamente para ir acumulando cosas que hagan posible un futuro que lo tenemos que construir entre todos.